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fr. Angelo Borghino OFMCap

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CAPÍTULO SEGUNDO DE LAS CONSTITUCIONES

LA VOCACIÓN A NUESTRA VIDA
Y LA FORMACIÓN DE LOS HERMANOS

di fr. Angelo Borghino OFMCap

1. Introducción

1. Al concluir la carta circular ¡Levántate y camina! Apuntes sobre la formación permanente, dirigida a todos los miembros de la Orden capuchina y dedicada al tema de la formación permanente (29 de noviembre de 2010), fray Mauro Jöhri, entones Ministro general, se detenía brevemente sobre dos imágenes bíblicas para expresar el sentido y el valor de una formación que no puede no ser “permanente”, so pena de venir a menos en la fidelidad al camino de la vocación, a las opciones tomadas, en una palabra, al propio “corazón”. Las dos imágenes bíblicas son la del (re)nacer de lo alto, con la que se inicia el diálogo entre Jesús y Nicodemo (Jn 3,3), y la de la lucha nocturna de Jacob con el ángel/Dios junto al río Yabbok, de la cual el patriarca salió marcado para toda su vida (Gén 32,32).

En su invitación, por una parte, a dejarse regenerar “de lo alto” y siempre “de nuevo” (doble es, en efecto, el sentido del término griego anôthem: “de lo alto” y “de nuevo”), para ver así realizarse “el Reino de Dios”, el realizarse la promesa de Dios en la propia vida, y, por otra, a asumir hasta el fondo aquella “lucha” que, símbolo de la condición del hombre, encuentra en el “combate” con Dios su punto más dramático y, al mismo tiempo, emocionante, estas dos imágenes bíblicas expresan bien el sentido de cada estímulo para un recorrido formativo.

Desde estas indicaciones se hace aquí la invitación a la lectura del segundo capítulo de las Constituciones de los Hermanos Menores Capuchinos, aprobadas y confirmadas el 4 de octubre de 2013 por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y promulgadas el 8 de diciembre de 2013, después de un amplio trabajo de reflexión, revisión y actualización de las mismas. El segundo capítulo está dedicado a: Vocación a nuestra vida y formación de los hermanos. Sin querer entrar en el fondo de un análisis crítico del texto en todas sus partes, se intenta ofrecer pistas de lectura –también observaciones críticas-, destacando los núcleos fundamentales, las cuestiones abiertas, las preguntas que pueden surgir de la lectura del texto en relación a la cuestión formativa hoy.

El análisis del texto constitucional supone también, en cuanto es posible, el trabajo que la Orden ha desarrollado en el segundo sexenio de fray Mauro (2012-2018) en relación a la elaboración de una Ratio Formationis Generalis; un recorrido articulado que se ha concretado en la promulgación de la Ratio Formationis Ordinis Fratrum Minorum Cappuccinorum (RF) el día 8 de diciembre de 2019, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, patrona de la Orden. Como se señala en el Prólogo, “la actual Rato Formationis, en sintonía con el espíritu de renovación, es una primera aplicación de las nuevas Constituciones al ámbito de la formación, con el objetivo de fortalecer la unidad carismática en medio de la pluralidad cultural”. Respecto al dictado constitucional, el texto de esta Ratio es ciertamente más carismático que jurídico; con un carácter marcadamente franciscano, ha tratado de identificar de manera clara los contenidos esenciales de nuestro carisma, incluyéndolos dentro de un camino progresivo de formación.

2. El segundo capítulo de las Constituciones es ciertamente, junto con el capítulo octavo, uno de los que suscitan una problemática más viva en la vida de toda la Orden. Otros temas pueden pasar un poco en silencio o inadvertidos, pero no el que se refiere a la iniciación y a la formación para nuestra vida. No hay duda de que está mucho más cercano a nuestra sensibilidad y a nuestro corazón. Describe nuestra vida, ante todo como una experiencia en curso y, después, como “contenido” que se ha de transmitir y entregar en el recorrido formativo, inicial y permanente.

Todo el proceso de renovación de la Orden, a partir del Capítulo general de 1968 hasta la aprobación definitiva de las Constituciones renovadas en 1986, ha supuesto un amplio desarrollo y evolución del capítulo segundo. No podía ser de otra manera, porque la formación para ser hermanos menores ha sido una idea que ha venido recuperando espacio, siempre de manera más consciente, en nuestra sensibilidad. Con la celebración del IV CPO de Roma en 1981, en el que se señalaron los pasos esenciales de la organización de la formación para toda la Orden, partiendo del principio de la pluriformidad, fueron puestas las bases de una formación en la que estaba muy presente la unidad y la diversidad cultural respecto a la unidad y regularidad clásica.

La nueva revisión de las Constituciones intenta respetar esta sensibilidad, mejorando y enriqueciendo el texto a partir de la experiencia y de la vida de la Orden de estos últimos treinta años. De modo particular se ha querido hacer más evidente nuestro ser de hermanos, sin por ello cambiar la estructura interna del capítulo. A esto han contribuido de modo notable las diversas aportaciones enviadas por los hermanos durante el camino de revisión del texto a partir del Capítulo general de 2006 en adelante; las diferentes cuestiones propuestas por la Comisión para la revisión del texto constitucional, han estimulado ofreciendo orientaciones en el marco de toda la Orden.

3. De cara a la revisión de las Constituciones, además del texto del IV CPO que había aportado las orientaciones sobre la formación –muy presentes en el texto constitucional anterior a la revisión actual de 2013 y que están integrados en la última revisión- se han examinado los documentos sobre la formación, tanto de la Iglesia como de la Orden, posteriores a 1982. Por lo que toca a los documentos magisteriales se recuerda en particular el documento Potissimum institutioni. Orientaciones sobre la formación en los institutos religiosos, de la Sagrada Congregación para la educación católica (2 de febrero de 1990) (PI); la Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata de Jua n Pablo II (25 de marzo de 1996) (VC) –presente sobre todo en los números que señalan el fundamento de la llamada y de la profesión religiosa (cfr. Const. 16,3-4; 33,1-2) así como el propósito de la formación (cfr. Const. 23,1-2); la Instrucción de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida apostólica La colaboración intercongregacional para la formación (8 de diciembre de 1998).

Por lo que toca a los documentos de la Orden hay que señalar los siguientes textos: Plan general de Formación permanente de los Hermanos Menores Capuchinos, en Analecta OFMCap 107(1991)441-462; La pastoral vocacional de los Hermanos Menores Capuchinos “Ser para hacer”; El Postulantado de los Hermanos Menores Capuchinos “Elegir para ser”, en Analecta OFMCap 109(1993)447-482 con el título: Pastoral vocacional y postulantado; Formación para la vida franciscana capuchina; Postnoviciado. Documento final del congreso internacional sobre el Postnoviciado, Asís 5-25 de septiembre de 2004, en Analecta OFMCap 120(2004)1041-1053. Particular valor tienen, además, algunos documentos de los Ministros Generales Corriveau y Jöhri, por ejemplo. J. Corriveau, Los pobres, nuestros maestros. Carta del Ministro General sobre el VI CPO (2 de diciembre de 1999); J. Corriveau, “Os mando al mundo entero, a fin de que deis testimonio con la palabra y las obras” ·. Carta circular nº 9 (3 de febrero de 1996); M. Jöhri, ¡Reavivemos la llama de nuestro carisma! Carta circular (8 de diciembre de 2008): M. Jöhri, ¡Levántate y camina! Apuntes sobre la formación permanente. Carta circular nº 8 (29 de noviembre de 2010).

2. El trazado del Capítulo segundo

Siguiendo el esquema de las Constituciones anteriores, el actual texto ha mantenido la organización en siete artículos, según este análisis lógico. Se parte de la vocación a nuestra vida y de la solicitud por las vocaciones (art. I), para señalar después los requisitos, condiciones, modalidades para la admisión a nuestra vida, que se estructura sobre los consejos evangélicos (art. II). Se pasa después al corazón de la cuestión formativa, indicando ante todo los fundamentos de la formación para nuestra vida, en relación a su finalidad, los agentes que intervienen en el proceso formativo, los instrumentos capaces de responder especialmente a las exigencias de nuestro carisma específico (art. III). Al proceso de “formación inicial”, que incluye la iniciación a la consagración hasta la profesión perpetua y la preparación para el trabajo y el ministerio (cfr. Const. 23,4), se le dedican tres amplios artículos. Partiendo del presupuesto de que la formación debe ser realizada según un proceso de iniciación gradual y progresivo –intuición ya presente en las Constituciones de 1968- se presenta la importancia en cuanto al sentido, lugares y responsables, para después tratar las tres etapas a través de las cuales se desarrolla la iniciación a nuestra vida: postulantado, noviciado, postnoviciado (art. IV). El texto constitucional pasa después a definir la gracia de la profesión según la forma de nuestro carisma –que encuentra en el hábito religioso un signo continuo de recuerdo para nosotros y para los otros- haciendo hincapié en los elementos teológicos y jurídicos (art. V). Un paso ulterior se da con el tema de la formación para el trabajo y el ministerio, que en el texto anterior de las Constituciones llevaba el título de “formación especial”; reiterando la igual dignidad de los hermanos fundada en la común vocación, se subraya el compromiso de cada uno a una formación para el trabajo y el ministerio, conscientes de que toda nuestra actividad expresa la dimensión apostólica de la vida franciscana (art. VI). En fin, el último artículo cierra el capítulo segundo subrayando con vigor la exigencia de una formación continua: la “formación permanente”, en el doble aspecto de conversión espiritual y de renovación cultural y profesional (Const. 41,3), acompaña el camino de cada hermano durante toda la vida como exigencia de fidelidad al don de la propia vocación (art. VII)

Este es el esquema sintético del capítulo segundo:

Vocación a nuestra vida

y formación de los hermanos

 

Art. I. Vocación a nuestra vida

n. 16: La gracia de la vocación

n. 17: Preocupación por las vocaciones

Art. II Admisión a nuestra vida

n. 18: Requisitos para la admisión

n. 19: Renuncia de los bienes

n. 20: Superiores competentes para la admisión

n. 21: Admisión al noviciado y profesión

n. 22: Naturaleza y fin de los consejos evangélicos

Art. III. La formación en general

n. 23: Finalidad de la formación

n. 24: Agentes de la formación

n. 25: Instrumentos formativos

Art. IV. Iniciación a nuestra vida

n. 26: Formación inicial

n. 27: Casas de formación

n. 28: Responsables de la formación inicial

n. 29: Tiempo de la formación inicial

n. 30: Postulantado

n. 31: Noviciado

n. 32: Postnoviciado

Art. V. Profesión de nuestra vida

n. 33: La gracia de la profesión

n. 34: Profesión temporal y perpetua

n. 35: Significado del hábito

n. 36: Dimisión y dispensa de los votos

Art. VI. Formación para el trabajo y el ministerio

n. 37: Valor de la formación específica

n. 38: Espíritu de la formación

n. 39: Solicitud pastoral de la formación

n. 40: Formadores y docentes

Art. VII. Formación permanente

n. 41: Valor de la formación permanente

n. 42. Destinatarios de la formación permanente

n. 43: Instrumentos formativos

n. 44: Perseverancia en la vocación

3. Una mirada al texto

3.1 La vocación a nuestra vida (nn. 16-17)

1. El comienzo del capítulo dedicado a la formación nos lleva al horizonte fundamental dentro del cual podemos reconocer el sentido y el valor de nuestra vida de consagración, o sea, a la llamada por parte de Dios, la “gracia de la vocación”. El nº 16 de las Constituciones explicita el fundamento de la vocación cristiana, o sea, la raíz bautismal (16,2) y destaca el vínculo de la vocación a la vida religiosa con el misterio del Dios trinitario (16,3); dos elementos no subrayados en la versión anterior de las Constituciones.

Merece la pena detenerse en el nº 16 para comprender su valor de cara a una “teología de la vocación”, en la línea de cuanto han expresado de modo admirable el Concilio Vaticano II en la Lumen Gentium y la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata. Hacemos algunos subrayados en esta dirección.

Ante todo, está la referencia a la vocación universal a la “a la perfección de la caridad, según los diversos estados de vida”, con una clara referencia a Lumen Gentium 40. La vocación al amor “perfecto”, logrado, caracteriza como tensión el camino de cada condición de vida cristiana, de todo “estado de vida” –para usar la terminología clásica. Como escribe el texto de Gaudium et Spes 22, “solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra la luz verdadera el misterio del ser humano […]. Cristo, que es el nuevo Adán, precisamente revelando el misterio del Padre y su amor, revela plenamente el hombre al hombre y le comunica su altísima vocación”.

Es importante ver la relación entre la revelación del misterio del Padre y de su amor y la percepción de la propia identidad y de la propia vocación. Jesús dice al ser humano qué es, cuál es su rostro, precisamente desvelándole su “altísima vocación”, haciéndole comprender a qué es llamado, cuál es dinamismo que urge su vida. Porque Cristo revela el misterio del Padre y de su amor, el ser humano puede comprender quién es y qué está llamado a hacer, o sea, su vocación.

¿Qué revela Jesucristo, revelando al Padre y su amor? Ante Jesús, ¿cómo calificar la vida como vocación? ¿Cuál es, en última instancia, la identidad de esta vocación? Jesús, el Hijo, revela al Padre y revela que el fundamento de todo es el misterio del amor trinitario; desvelando esto, Jesús hace conocer al ser humano también su altísima vocación, dice que la vocación de cada ser humano es una vocación al amor, una vocación a participar del fundamental de todo, a participar del amor trinitario, a ser hijo en el Hijo. El seguimiento de Cristo, la vida que florece en el bautismo, no es otra cosa que la realización de la vida como vocación al amor realizado, al amor “perfecto”. A la llamada de Dios, nos recuerdan las Constituciones, “cada cual debe responder con amor y con absoluta libertad, de modo que se armonicen la dignidad de la persona humana con la voluntad de Dios” (16,2).

La vocación a la vida religiosa “según los consejos evangélicos” se funda en la vocación común bautismal y es una concreción histórica de la llamada en Cristo a ser hijos de un único Padre, a partir de la llamada que Cristo hace a algunos a dejar literalmente todo, dentro de la invitación general al seguimiento, como signo particular y al servicio de todo bautizado.

Con la revisión actual de las Constituciones, en el nº 16,3 se ha querido colocar la llamada a la vida religiosa en la dinámica trinitaria, en la línea de la exhortación Vita consecrata (nn. 17-19). Utilizando palabras de Francisco de Asís en la Carta a toda la Orden (CtaO 29), el texto constitucional presenta la llamada ante todo como don total del Padre, en la lógica precisamente franciscana de la restitución a Él de todo (“no reteniendo nada de nosotros para nosotros”), y como seguimiento de las huellas del Hijo amado (cfr. Rnb 2,1), de cara a la transformación en imagen del Hijo por la actuación del Espíritu Santo. Mientras se profundiza la dimensión trinitaria de la vocación, se amplía y enriquece la comprensión del significado de la vocación misma como camino de transformación en la imagen del Hijo.

En los dos últimos párrafos del nº 16 (párr. 4-5) se recuerdan las características del seguimiento de Cristo como hermanos menores capuchinos, caracterizado en particular por la referencia a “Cristo pobre y humilde”, por ser una “fraternidad de peregrinos, penitentes de corazón y de obras, sirviendo a todos los hombres con espíritu de minoridad y alegría”.

La respuesta a la llamada de Dios, según la gracia del carisma dado a Francisco, expresada en el seguimiento de Cristo, en el anuncio de su palabra, especialmente a los pobres, en el ofrecimiento de un testimonio público del reino de Dios (cfr. 16,4), se convierte en el modo como se participa en “la misión salvadora de la Iglesia” (16,5). El texto totalmente dedicado a la realidad de la llamada se cierra con este llamamiento a la misión eclesial, invitando a relacionar siempre vocación y misión, un vínculo estructural y fecundo. La llamada está siempre unida a la misión y la persona humana experimenta todo el valor de su vida, su unicidad, precisamente porque toda su vida, en su singularidad irrepetible, mediante la llamada está referida a una misión específica dentro de la misión eclesial.

2. Concluyendo esta rápida mirada al primer número del capítulo dedicado a la gracia de la vocación, me parece oportuno subrayar el valor de este enfoque inicial sobre el hecho de la llamada. Aunque esto podría parecer hasta cierto punto “obvio”, en realidad resulta decisivo, sea porque la llamada de parte de Dios permanece como el fundamento constante, jamás superado, de la vida bautismal y, por lo mismo, también de nuestra forma de vida, sea también porque hoy, sobre todo en el contexto del mundo “occidental, euroatlántico”, ha disminuido la percepción de que la vida en sí pueda ser comprendida hasta el fondo dentro de una dinámica vocacional; en efecto, cansa el percibirse como llamados por alguien o interpelados por alguna cosa. Esto ha sido puesto de relieve muy bien en un documento redactado al final de un Congreso internacional en Roma de todos los animadores vocacionales de Europa, titulado: “Nuevas vocaciones para una Europa nueva”. En tal documento, con el título In Verbo tuo, se subrayaba cómo en la Europa culturalmente compleja y privada de puntos precisos de referencia –pero se puede decir otro tanto de todo el mundo “occidental”- el modelo antropológico prevalente parece ser el del “ser humano sin vocación”. El ser humano contemporáneo tiende sobre todo a concebirse, gracias a la utilización que hace de la ciencia y de la técnica, como cualquier cosa que se hace por sí y se destruye por sí, artífice del propio destino. Por ello no tiene ninguna necesidad de ser llamado o interpelado por alguien.

En este contexto resulta decisivo recordar el hecho de que nuestra opción de vida es respuesta libre a una llamada de Dios, reconocida por las circunstancias más diferentes de un camino de fe. La conciencia cierta y agradecida de una llamada a seguir al Señor Jesucristo, reconocida y abrazada con todo sí mismo es también factor de “propiedad vocacional”, de fidelidad más firme. Sin esta conciencia, que ciertamente siempre hay que revivir y profundizar continuamente, resulta más fácil la posibilidad de re-vocar la propia opción

3. El nº 17 de las Constituciones pone el acento en la preocupación por las vocaciones, afirmando enseguida y de modo significativo que ella “procede principalmente de nuestro convencimiento de vivir nosotros mismos y ofrecer a los demás un ideal de vida rico de valores humanos y evangélicos. Éste, al mismo tiempo, ofrece un auténtico servicio a Dios y a los hombres y es de gran provecho para el desarrollo de la persona” (17,1). Esta perspectiva, por una parte, libera a nuestro cuidado de las vocaciones de toda tentación de “proselitismo”, como también de preocupaciones extrañas, como la reducción del número de los hermanos en algunas áreas de la Orden o el deseo de “promoción social” en otras áreas; por otra parte, señala que solo una vida vivida de modo auténtico, una vida rica en “valores humanos y evangélicos” puede, en primer lugar, despertar en los hermanos el deseo de comunicarla a otros y de proponerla también de modo explícito (cfr. 17,3) y, en segundo lugar, puede constituir un encanto capaz de generar preguntas sobre la vida y de acercarse a las personas. Una vida que “ofrece un auténtico servicio a Dios y a los hombres y es de gran provecho para el desarrollo de la persona” (“se realiza plenamente a sí mismo”, según el texto de las anteriores Constituciones en el nº 15,1): ser llamados al servicio de Dios y de los hermanos hombres se convierte en el camino para la realización de la propia humanidad. Todo esto exige a los hermanos una continua renovación, fuente de un “alegre testimonio” (17,2).

El texto actual de las Constituciones pasa a las Ordenaciones (2/1) lo que en el texto anterior se refería a las casas de la primera acogida y los seminarios menores (Const. 16,3.6), mientras confía al nº 17,3 el llamamiento a colaborar activamente en la promoción de nuevas vocaciones (comenzando por los ministros y por cada una de las fraternidades), teniendo cuidado de discernir y favorecer vocaciones auténticas con el ejemplo de la vida, la oración y con una propuesta explícita. De modo semejante, el nº 17,4 subraya la importancia de un múltiple compromiso pastoral por las vocaciones, sabiendo que una animación vocacional más eficaz reclama el compromiso y la experiencia de hermanos encargados a esta tarea.

La conclusión del nº 17 relaciona la libertad de Dios “que llama y escoge a quien quiere” (cfr. Mc 3,13; Lc 6,13) con la responsabilidad de los hermanos que, a través de la preocupación por las vocaciones, cooperan con Dios para el bien de la Iglesia (17,5). La conciencia de que la llamada es ante todo “asunto” de Dios no quita vigor a la responsabilidad del ser humano y a su preocupación vocacional, sino que la sostiene y revaloriza y, al mismo tiempo, la libera de toda preocupación sobre el éxito y de todo riesgo de seducción y halago. La Ratio Formationis, al introducir los números dedicados al discernimiento vocacional, expresa esta cooperación entre Dios y el ser humano afirmando: “Cada vocación es un don del Espíritu Santo para edificar la Iglesia y servir el mundo. Es tarea de la comunidad cristiana suscitar, acoger y cultivar las vocaciones. Se necesita promover la responsabilidad de todos para crear una cultura vocacional” (RF 212).

En las Ordenaciones (2/1) encontramos las indicaciones y las orientaciones sobre las fraternidades que deseen acoger y acompañar a los jóvenes en búsqueda y verificación vocacional; además se habla de posibles institutos que, en contacto con la sociedad y la familia, permitan discernir y acompañar la vocación a la vida religiosa.

4. Las Constituciones ponen en el nº 17 del texto y en el nº 2/1 de las Ordenaciones la exigencia de un cuidado y de una pastoral por las vocaciones, mientras en el nº 18, relativo a los requisitos para la admisión a nuestra vida, subrayan la necesidad de que “aquellos que quisieren abrazar nuestra vida deben ser diligentemente examinados y cuidadosamente acompañados en el discernimiento vocacional” (18,2) y se ofrecen algunos criterios para la admisión, sobre los que habrá oportunidad de volver. El texto de las Constituciones no dice mucho más en relación a toda la fase de orientación, acompañamiento y acogida vocacional que precede a la admisión a nuestra vida con el postulantado.

A esta fase se dedica una atención particular y significativa en la reciente Ratio Formationis de la Orden en el capítulo tercero dedicado a la formación inicial, bato el título “La etapa vocacional” (nn. 211-229). Partiendo de la figura de Abrahán, cuya llamada es paradigma de toda vocación, sobre todo en la invitación “a salir del círculo cerrado de lo ya conocido” y poner en juego la vida confiándose a Dios (cfr. RF 211), el texto de la Ratio subraya la naturaleza de esta etapa remitiendo a las Constituciones (16,1 y 17,1) y fijando sus objetivos: 1) crear espacios de discernimiento que permitan una decisión vocacional libre y responsable; 2) proponer caminos de crecimiento afectivo según el estilo relacional de Jesús, invitando a vivir la lógica del don de sí mismo;: 3) presentar una visión del mundo fundada sobre las coordenadas de la espiritualidad franciscana (cfr. nn 215-217). La Ratio continúa señalando las varias dimensiones sobre las que el acompañamiento debe centrarse para una verificación y un discernimiento de la consistencia vocacional (nn. 218-222); en cuanto a los tiempos, señala que “el tiempo de discernimiento antes del ingreso puede variar, pero en todo caso debe favorecer tanto que el candidato conozca nuestra propuesta de vida, como que los responsables del acompañamiento descubran en él signos de consistencia vocacional” (nº. 223). En el nº 229, en cualquier caso, se recalca la necesidad de dotarse de estructuras adecuadas capaces de ofrecer, antes del comienzo del postulantado, un camino formativo personalizado, señalando también el espacio temporal de al menos un año.

La experiencia formativa de estos últimos años, sobre todo en las zonas “viejas” de la Orden, parecer sugerir –y el espacio dedicado a ella en la Ratio Formationis es una confirmación- el hecho de que hoy, quizá más que nunca, la fase de la orientación y del discernimiento vocacional es más delicada y, por ello, más decisiva, y está pensada, proyectada y realizada con un recorrido bien definido y en colaboración con las etapas sucesivas. Dejada a una cierta aproximación o a la inventiva personal, separada del recorrido formativo en su conjunto, esta primera fase educativa corre el riesgo de no cumplir su objetivo, el del discernimiento inicial, pero no por ello superficial y aproximativo, originando una serie de problemáticas posteriores no siempre de fácil solución. Esta vale particularmente para aquellas realidades de la Orden en las que la edad media de quien “llama” a nuestros conventos tiende a elevarse cada vez más, con problemáticas referidas a las relaciones interpersonales y a la capacidad de decisión estable.

Pero séame permitido, a este propósito, decir que el Proyecto formativo de los Capuchinos Italianos del 2011, había destacado la importancia de esta fase de acompañamiento y de acogida vocacional. A tal respecto, en el art. 9, relativo a los elementos de discernimiento vocacional, se señalan tres aspectos, que me parece útil recordar en este lugar: 1) explicitar y vivir las motivaciones teologales (la elección del Señor Jesús, la pasión por su Reino, el amor a la Iglesia, la fascinación por Francisco y su forma de vida, etc.; 2) purificar las motivaciones humanas (ser útil, estar disponible para motivaciones sociales, autorrealización, búsqueda de un bienestar interior, etc.; 3) individuar y transformar eventuales motivaciones no auténticas (huida de la realidad, entusiasmo superficial, ambición, etc.). Estos aspectos, enunciados pensando en la situación italiana, en realidad puede tener un valor relevante para cualquier realidad y zona de la Orden.

Cierro las observaciones hechas sobre el nº 17 de las Constituciones con una referencia a la cuestión de la edad de quien se acerca a nuestras realidades conventuales. El nº 225 de la Ratio Formationis ofrece como criterio un arco temporal comprendido entre los 16 y los 29 años, lapso de tiempo que desde el punto de vista sociológico identifica las personas como “jóvenes”. Podrá discutirse lo que la Ratio afirma en el nº 225 sobre las personas más “adultas”: “La experiencia en el trabajo pastoral nos dice que más allá de los 35-40 años resulta difícil adaptarse a los hábitos propios –especialmente en el sentido de apertura- requeridas por la vida religiosa”. La afirmación es corroborada de algún modo con una referencia en nota (nota 51) al Documento preparatorio de la XV Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada a los jóvenes: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, I, 1. Nace como constatación de la experiencia, pero parece más una sugerencia, que una indicación obligatoria, y no prescinde de la consideración y del discernimiento de cada “caso” singular.

3.2 La admisión a nuestra vida (nn. 18-22)

Después de la apertura al tema de la llamada y de la preocupación por las nuevas vocaciones, el texto de las Constituciones en el artículo II centra su atención en la admisión a nuestra vida, en particular a los requisitos exigidos y a la dimensión de renuncia a los bienes que la elección de nuestra vida exige (nn. 18-21); el último número (nº 22) presenta la naturaleza y los fines de los consejos evangélicos. Aquí se hará hincapié particularmente en los nn 18-19 y 22, dejando los nn. 20-21 de carácter más jurídico y ritual relativos a las competencias para la admisión al postulantado, noviciado y profesión al nº 20 y, en particular, para la admisión al noviciado al nº 21, que recoge también la fórmula de la profesión.

1. El texto del nº 18 se abre con un recuerdo de la preocupación de Francisco de Asís sobre la “pureza de nuestra vida” y el posible descenso de la calidad de la vida espiritual al crecer el número de los hermanos (cfr. 2Cel 70), previsto por el mismo Francisco (cfr. 1Cel 27). Para evitar la admisión de “hermanos ineptos” y el consiguiente decaimiento de la “pureza de nuestra vida” (18,1), conscientes de que, más que el número, se debe poner atención en el crecimiento “en virtud, en la perfección de la caridad y en espíritu evangélico” (18,2), se pide que “aquellos que quisieren abrazar nuestra vida deben ser diligentemente examinados y cuidadosamente acompañados en el discernimiento vocacional” (18,2).

Nos encontramos con esta misma atención ya en las Constituciones de Santa Eufemia de 1536, en un texto del mismo tenor que el actual nº 18,2: “Puesto que se desea que nuestra Orden crezca mucho más en virtud, perfección y espíritu que en número de hermanos –pues se sabe, como dijo la inefable Verdad, que “muchos son los llamados, pero pocos los escogidos” (Mt 22,14) y que, como predijo el Padre, cercano a la muerte, nada puede perjudicar tanto a la pura observancia de la Regla, que la multitud de hermanos inútiles, sensuales e instintivos- se ordena que los ministros examinen diligentemente sus condiciones y cualidades y no los reciban si no demuestran tener una óptima intención y una fervorosísima voluntad” (nº 12).

La responsabilidad del discernimiento de quien desea “abrazar” nuestra vida es la primera tarea de los Ministros Provinciales, según lo escrito por Francisco en la Regla bulada: “Si algunos quisieren tomar esta vida y vinieren a nuestros hermanos, envíenlos a sus ministros provinciales, a los cuales solamente, y no a otros, se conceda la licencia de recibir hermanos. Mas los ministros con diligencia los examinen” (RB 2,1-2; FF 77).

El nº 18,3, refiriéndose tanto a las Reglas de Francisco y a nuestra legislación, como a cuanto es exigido por la Iglesia, se detiene en los criterios de discernimiento para la admisión a nuestra vida relativos a la adhesión a la fe de la Iglesia al “sentir católico” –de hecho el único criterio de discernimiento sugerido por Francisco en su Regla (Rb 2,2-3)-, a la salud física y psíquica y a una adecuada madurez humana, particularmente afectiva y relacional, a la idoneidad para la vida fraterna, a la recta intención de servir a Dios y a los hombres, a la buena reputación, al nivel de instrucción adecuado a las respectivas regiones, al conocimiento cuidadoso de los candidatos de edad adulta o provenientes de otras experiencias religiosas. La Ratio formationis, junto a estos criterios, pone el acento también sobre la capacidad de “docilidad” del candidato, a quien se le pide disponibilidad al cambio y confianza en los formadores, además de flexibilidad a nivel relacional; resulta interesante el criterio relativo a la capacidad de conciliar identidad y concreción ante el riesgo, presente sobre todo en los años de la formación inicial, de desafíos idealistas que se transforman en desilusiones inevitables, fuente de recriminación y de juicio (RF 224).

Respecto al texto precedente de las Constituciones, la nueva revisión precisa el criterio de la “madurez requerida”, especificando que se trata de “una adecuada madurez humana, particularmente afectiva y relacional” (18,3e). La experiencia confirma el carácter decisivo de una madurez humana, afectiva y relacional requerida a quien quiere abrazar nuestra vida, sobre todo en el contexto actual caracterizado por profundas transformaciones en la configuración de las relaciones humanas y en la comprensión de las diversas identidades, por una cultura hedonista y permisiva, por una utilización de los medios de comunicación y de las nuevas tecnologías de información y comunicación que plantean ciertamente interrogantes, por la experiencia criminal del abuso (también de poder) de menores y adultos vulnerables, etc.

La importancia de tales cuestiones es subrayada en la reciente Ratio Formationis que a las problemáticas ligadas a la madurez afectiva, relacional y psicosexual ha dedicado un Anexo específico: Amemos con todo el corazón (Rnb 23,69) (Anexo III). Reafirmando el hecho de que “es en el mundo relacional y afectivo donde se construye y se alcanza la madurez”, el texto pone en guardia ante dos riesgos que no favorecen una madurez afectiva y psicosexual de quien abraza la vida consagrada, a saber: “el espiritualismo que, desencarnando los sentimientos, empobrece y falsifica nuestra humanidad” y “el psicologismo, que reduce todo el misterio del amor a simples teorías psicológicas, empañando la belleza de los diversos modos evangélicos de vivir la afectividad.” (RF, Anexo III,1). Además, mientras propone positivamente una visión de la madurez afectiva y relacional que se enraíza en el misterio del amor de Dios, que en Jesús asume la totalidad de nuestra naturaleza humana, comprendida la realidad afectiva-sexual, el texto del Anexo señala también algunas dificultades y desafíos concretos, como la cuestión de la orientación sexual, que debe ser compatible con la forma de vida libremente elegida, la utilización de los medios de comunicación y las formas de dependencia online, en fin el abuso de menores y adultos vulnerables, sobre lo que se ha discutido mucho también en el Capítulo General de 2018 y respecto al cual se pide a todas las Circunscripciones un protocolo de prevención. La Ratio ofrece también algunas pistas y orientaciones para una educación de la afectividad en el proceso formativo.

No es este el lugar para entrar a fondo en estas cuestiones ligadas a la dimensión psico-afectiva y relacional. Con todo merece la pena señalar solo lo decisivo que en el actual contexto cultural y antropológico revisten, para nuestra opción de vida, las cuestiones de la orientación sexual y del uso de los medios de comunicación social y de las redes sociales, también en relación a las negativas dinámicas personales y de la vida fraterna que pueden provocar. Las indicaciones que la Iglesia ofrece a este respecto, especialmente en relación a la orientación sexual de los candidatos a la vida presbiteral y a la vida consagrada y a las cuestiones del género, nos comprometen y nos invitan a una reflexión atenta al discernimiento de los candidatos por el bien de ellos mismos y de toda la fraternidad.

2. El nº 19 de las Constituciones, en unidad con los requisitos y los criterios de discernimiento, pone de manifiesto una “condición” fundamental para abrazar la vida fraterna evangélica, no prevista por los criterios indicados por el Código de Derecho Canónico o por los documentos eclesiales relativos a la admisión a los Institutos de vida consagrada, pero ciertamente en sintonía con cuanto está determinado por san Francisco en la Regla bulada, a saber, la renuncia de los bienes, para la que el candidato debe prepararse (cfr. RB 2,4; Const. 19,4). El texto bíblico de referencia es claramente el del “joven rico”, al que Jesús indica el camino para ser perfecto, el del seguimiento, que encuentra en la renuncia a todos los bienes propios el primer paso y la condición necesaria. Una invitación que Francisco, “imitador de Cristo, cumplió en su vida, poniéndolo en Regla como norma que hay que observar” (19,2) y que las Constituciones de los Capuchinos, desde Santa Eufemia (1536), han hecho propio (Cfr. Constituciones de Santa Eufemia, nº 15).

El tema de la renuncia de los bienes antes de la profesión perpetua, preferiblemente en favor de los pobres (cfr. 19,3), es ciertamente querido al mundo franciscano por motivo de la opción tomada por Francisco en este sentido (cfr. 1Cel 24; 3Comp 28-29) y por él entregada a sus hermanos. Pero queda como un elemento fundamental propio del seguimiento “radical” de Cristo en la forma de los consejos evangélicos, aplicado de modos y formas diferentes, como “condición previa” para darse totalmente a Cristo y seguirlo con todo su ser. El desenlace de la propuesta de Jesús al joven rico de un seguimiento que implica dejarlo todo, señala que todo esto no es evidente y que en el corazón del ser humano se esconde una extraña resistencia que se opone al deseo justo y bueno de obtener la vida eterna, se esconde la posibilidad del cálculo. Los bienes pueden convertirse en obstáculo para realizar el deseo bueno que incluso uno puede tener.

La perspectiva franciscana de la renuncia de los bienes asume, por lo mismo, la forma de vivir “sine proprio”, del despojarse de los bienes o de no apropiarse de ellos, una renuncia más profunda y radical. Francisco utiliza la expresión sine proprio al comienzo de las dos Reglas, cuando afirma que la vida de los Hermanos menores es guardar el Evangelio, viviendo en obediencia, sin propio y en castidad. Que Francisco no use el término “pobreza”, sino sine proprio, recuerda la actitud de quien no se apropia de nada; es un horizonte más amplio que la normal acepción de pobreza. Esta actitud de vivir sine proprio debe impregnar de suyo todo asunto y relación, no solo con las cosas, sino también y sobre todo consigo mismo, con Dios y con los hermanos, expresando la misma modalidad vivida por Cristo, que vivió hasta el fin en la lógica de la donación y no de la apropiación, en la lógica del abajamiento, del ser siervo, y no de la exaltación.

En este sentido es significativo el último párrafo del nº 19 en el que se afirma que los candidatos, además de la renuncia de los propios bienes materiales, “estén prontos a poner a disposición de toda la fraternidad los recursos de su entendimiento y su voluntad, así como los demás dones de naturaleza y gracia para desempeñar los oficios que se les confíen para el servicio del pueblo de Dios” (19,6). De aquí deriva también la actitud propia de Francisco, expresada en la idea del “restituir”; lo que se es y lo que se tiene, es restituido.

3. El artículo II se cierra con una ventana abierta sobre la naturaleza y sobre el fin de los consejos evangélicos, que encontrarán después su desarrollo en los capítulos IV (pobreza), X (obediencia) y XI (castidad) de las Constituciones. Se remite a las específicas contribuciones sobre estos tres capítulos para el análisis de los tres votos sobre los que tradicionalmente se estructura la vida consagrada. El valor de esta primera presentación sintética de los tres votos está, por un lado, en el subrayado de su carácter cristológico, por otro en el recordatorio de lo que la adhesión libre de ellos comporta a nivel de responsabilidad del consagrado.

Respecto al texto anterior de las Constituciones, hay un cambio en el orden de los consejos evangélicos, que recupera la imagen ofrecida por Francisco en la Regla bulada: obediencia, pobreza, castidad, mientras la versión anterior ponía la secuencia de castidad, pobreza y obediencia. Otro pequeño, pero significativo cambio está en el uso del verbo “prometer” frente al anterior “comprometerse”: “la naturaleza y fin de los tres consejos evangélicos, que en la profesión prometemos con voto” (22,1), frente al anterior: “a los cuales nos comprometemos…”. Con la profesión de los votos se hace una promesa que compromete “para siempre”, “durante todo el tiempo de mi vida”, como dice la fórmula de la profesión. Cuando nos comprometemos con los votos, se cumple una promesa. Prometer significa “enviar adelante” la propia vida (del latín pro-mittere); con la promesa se compromete el futuro, aunque no se sabe, en el momento de la profesión de los votos, cuál sea el futuro y qué cosa reservará. Esto requiere una capacidad de confianza y la conciencia cierta de Aquel ante el cual se hace la profesión, como siempre dice la fórmula misma: “Hago voto a Dios Padre santo y omnipotente”. Prometer con voto es responder con nuestro sí al don de Dios, a su llamada.

Naturaleza y fin de los tres consejos evangélicos encuentran su orientación y horizonte en la unión a Cristo “con un corazón liberado por la gracia, en una vida obediente, sin nada propio y casta por el Reino de los cielos” (22,1). El subrayado del corazón liberado por la gracia, mientras habla de la cooperación entre Dios y el ser humano en el acontecimiento de la vocación y de la opción de vida, por otra parte, señala el horizonte desde el que después es posible sostener y vivir el compromiso que los tres votos piden a la persona consagrada. La referencia al ejemplo de San Francisco remite a toda la experiencia de seguimiento del santo de Asís, pero remite también de modo claro al comienzo de la Regla bulada, que identifica la regla y la vida de los hermanos menores en el observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo (se trata de “unirse a Cristo” del texto de las Constituciones), viviendo la triple dimensión expresada por los consejos.

El consejo de la obediencia (22,2) se fundamenta en la obediencia de Cristo hasta la muerte. La referencia bíblica es la clásica de Filp 2,8, dentro del himno cristológico que presenta al Señor Jesús en la dimensión quenótica de abajamiento y vaciamiento y después de exaltación (Filp 2,5-11). Es quizá la referencia bíblica cristológica que mejor interpreta la opción de minoridad de Francisco de Asís, asombrado por la humildad de Dios (“Tú eres humildad”, dice en las Alabanzas al Dios altísimo, 6: FF 261), que se certifica cuando el Hijo de Dios, que vive la “forma de Dios”, se ha revestido de la debilidad de nuestra carne mortal, asume la “forma de siervo” vaciándose de sí mismo en una obediencia hasta la muerte en cruz; una humildad que se prolonga en el misterio de la Iglesia, en particular en el sacramento de la eucaristía, como se recuerda admirablemente en la primera Admonición (cfr. también VIICPO, 2). El texto de las Constituciones claramente destaca la dimensión obediencial de Cristo, una obediencia “filial”; el “hecho obediente” del texto paulino indica la actitud habitual y característica de Cristo, aquel “sentimiento” (cfr. Filp 2,5) con el que Jesús ha vivido la relación con el Padre y que ha manifestado durante toda su vida terrena hasta la muerte. La obediencia de Jesús define de modo radical su persona (“mi alimento es hacer la voluntad del Padre”: Jn 4,34).

El texto de las Constituciones recuerda el hecho de que el consejo evangélico de la obediencia “obliga a someter por Dios la voluntad a los legítimos superiores”, especificando oportunamente que esto vale “cuando mandan según nuestras Constituciones” y, sobre todo, en todo lo que no es contrario a la conciencia y a la Regla, como afirma la Regla bulada, que une la obediencia a los ministros al hecho de que los hermanos “por Dios han abandonado la propia voluntad” (RB 2-3: FF101).

El consejo evangélico de la pobreza (22,3) encuentra su fundamento bíblico en el texto paulino de 2Cor 8,9 que, exhortando a la colecta para las iglesias necesitadas, remite a la “gracia del nuestro Señor Jesucristo”, el cual “siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por medio de su pobreza”. ¡Una vez más se sugiere la dinámica quenótica de despojamiento de Cristo en el paso de la riqueza a pobreza en favor nuestro, que tiene como resultado para nosotros, de manera paradójica, el llegar a ser ricos por medio de su pobreza! En relación al texto paulino de Filp 2, aparece cómo el hacerse pobre de Cristo a partir de una condición de riqueza significa que Él no retiene nada para sí, su existencia es una existencia para los otros, una existencia concebida totalmente como don, expresión de un don profundo de la vida. Este aspecto de la pobreza de Cristo parece verdaderamente esencial porque ayuda a comprender la raíz última de la pobreza, que no es ante todo un privarse de cosas, sino un modo de concebir la propia vida y, por tanto, las relaciones con las cosas, con la realidad, con Dios. Esto ha conmovido a Francisco: que el Gran Rey, el rey de reyes, el Señor, se haya hecho hombre, humilde y pobre; que el Señor de todo haya aceptado esta pobreza para hacernos ricos, o sea, para hacernos partícipes de su mismo señorío.

Lo que deriva de la adhesión al consejo evangélico de la pobreza está esbozado de modo múltiple en el texto de las Constituciones: una dimensión de vida “pobre de hecho y de espíritu”, la dependencia de los superiores (en la gestión de los bienes), la limitación en el usar y el disponer de los bienes (¡según el criterio de lo mínimo necesario, no de lo máximo permitido! Cfr. Const 71,3), la renuncia voluntaria a la capacidad de adquirir y poseer, que se ha de realizar antes de la profesión perpetua. Se trata de elementos que encontrará amplio desarrollo en el capítulo IV de las Constituciones dedicado a nuestra vida en pobreza.

El consejo evangélico de la castidad (22,4) se fundamenta ante todo en el texto fundamental de Mt 19,10-12 sobre los eunucos por el/a causa del Reino de los cielos, que constituye la carta magna de la virginidad cristiana, enraizada en el acontecimiento de Jesucristo. Significativamente el texto de las Constituciones identifica el tercer consejo evangélico como “castidad por el Reino de los cielos”, no solo como “castidad”, queriendo con ello expresar el verdadero motivo y fundamento de la castidad cristiana. Solo la presencia del Reino entre los hombres podía implantar esta posibilidad de vida; es expresión del Reino que en Jesús se está manifestando, signo de cumplimiento. El dicho sobre la “eunucidad” refleja quizá muy probablemente la opción celibataria del mismo Jesús. La conclusión de las palabras de Jesús: “quien pueda entender entienda (literalmente: “quien pueda hacer espacio, haga espacio”)”, pide abrirse, hacer espacio para poder comprender y acoger, requiere la apertura al Reino que viene. La segunda connotación que el texto destaca, en sintonía con toda la tradición de la Iglesia, es el valor escatológico de la castidad cristiana, “signo del mundo futuro”, anticipo, precisamente en el signo de la vida casta, de la condición futura, de la vida resucitada (cfr. Lc 20,24-36). Un tercer recuerdo bíblico es dado por el texto paulino de 1Cor 7,32-35 relativo al “corazón indiviso”, preocupado solo por el Señor, por quien la castidad viene a ser “fuente de más abundante fecundidad”.

La densa y rica referencia al fundamento bíblico funda cuanto se pide al consagrado, o sea “la obligación de la perfecta continencia en el celibato”; un compromiso que es posible vivir en la con ciencia de que la castidad es ante todo don de Dios.

3.3 La formación en general (nn. 23-25)

Con el artículo III el texto de las Constituciones entra en el meollo de la cuestión formativa con algunos elementos introductorios, que ofrecen los criterios fundamentales y esenciales para comprender el proceso formativo según la perspectiva de nuestra Orden. Se ofrecen aquí algunas consideraciones respecto a este artículo, deteniéndonos especialmente en el nº 23, dedicado a la finalidad de la formación.

1. El nº 23 destaca la finalidad de la formación con una significativa ampliación respecto al texto anterior de las Constituciones, enriquecido en particular por las reflexiones de la exhortación apostólica Vita consecrata y por la carta sobre la formación inicial de fray Mauro Jöhri ¡Reavivemos la llama de nuestro carisma! Así ha resultado notablemente destacada y revalorizada la dimensión cristocéntrica de la formación a la vida consagrada, definida como “un itinerario de discipulado guiado por el Espíritu Santo que conduce a asimilar progresivamente los sentimientos de Jesús, Hijo del Padre, y a configurarse con su forma de vida obediente, pobre y casta” (23,1). Por cuatro veces, con formulaciones diferentes, pero todas convergentes, se repite esta perspectiva de conformación con Cristo a la que la formación tiende de manera dinámica y global: 1) asimilación a los sentimientos de Cristo (23,1); 2) configuración a su forma de vida obediente, pobre y casta (23,1); 3) transformación en Cristo de toda la persona (23,2); 4) conformidad con Cristo según el espíritu franciscano capuchino (23,3). Asumiendo la “forma” de Jesucristo, su modo de existir y de vivir la misión, aparece la formación como camino de discipulado guiado por el Espíritu Santo.

La primera afirmación está tomada casi literalmente del texto de Vita consecrata, que define la formación como un “itinerario de progresiva asimilación a los sentimientos de Cristo hacia el Padre” y pone la finalidad de la vida consagrada, en la que se centra la formación, “en la configuración con el Señor Jesús y su total oblación” (VC 65). El significado primero y original de la vida consagrada, que la exhortación apostólica de Juan Pablo II ha puesto bien de relieve, es el de la conformación con Cristo (cfr. VC 14.16.29.31). La vocación al estado de los consejos evangélicos encuentra su fundamento en la misma “forma de vida” con la que Cristo llevó a cabo la salvación del mundo en su cuerpo entregado por nosotros en la cruz. Refiriéndose a los tres consejos evangélicos clásicos, obediencia, pobreza y castidad, podemos decir que Jesús ha vivido hasta el fondo su misión de este modo: obediente, según la obediencia de quien elige siempre la voluntad del Padre; pobre, según la pobreza de quien, no teniendo nada para sí mismo, se recibe momento a momento del Padre que lo manda; casto, según la dimensión virginal, que recuerda la condición definitiva de la vida resucitada, sellada por el amor “esponsal” de Dios por los hombres. Ciertamente significativo en tal perspectiva es el nº 16 de Vita consecrata, que merece ser reproducido en parte aquí:

En la vida consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón, amándolo «más que al padre o a la madre, más que al hijo o a la hija» (cf. Mt 10, 37), como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo con la adhesión «conformadora» con Cristo de toda la existencia, en una tensión global que anticipa, en la medida posible en el tiempo y según los diversos carismas, la perfección escatológica. En efecto, mediante la profesión de los consejos evangélicos la persona consagrada no solo hace de Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es posible, «aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo”. Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal de Cristo y lo confiesa al mundo como Hijo unigénito, uno con el Padre (cf. Jn 10, 30; 14, 11); imitando su pobreza, lo confiesa como Hijo que todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn 17, 7.10); adhiriéndose, con el sacrificio de la propia libertad, al misterio de la obediencia filial, lo confiesa infinitamente amado y amante, como Aquel que se complace sólo en la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), al que está perfectamente unido y del que depende en todo

El texto bíblico de referencia para esta perspectiva sobre la finalidad de formación es, en primer lugar, el pasaje de Filp 2,5 en el que el apóstol Pablo, en un contexto que invita a la unidad y a vivir según el criterio de humildad, sin considerarse superiores a los otros (Filp 2,1-4), exhorta a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús, su “sentir”, que de repente encuentra una admirable representación en la kénosis de Cristo proclamada en el himno cristológico que sigue (2,6-11). Una vez más, las Constituciones nos ponen delante como “modelo” inspirador de nuestro ser hermanos menores a Jesucristo en su “forma” humilde de siervo; el “sentir” de Cristo, sus “sentimientos” son de quien no se apropia de nada (ni siquiera de su “forma” divina), sino que se “vacía” en la condición humilde y obediente hasta la muerte de cruz.

2. Teniendo siempre como telón de fondo el texto de Vita consecrata, nuestras Constituciones resaltan también el carácter dinámico e integral de la formación. El texto del nº 23,2 subraya la continuidad de la formación, que debe prolongarse durante toda la vida, y la característica de totalidad, queriendo “involucrar toda la persona, en todo aspecto de su individualidad, en los comportamientos como en las intenciones”. Después, a la luz de Vita consecrata 65, se afirma que la formación está llamada a “comprender la dimensión humana, cultural, espiritual, pastoral y profesional”, poniendo atención a una integración armónica de los diversos aspectos.

Se trata de las cuatro dimensiones indicadas por la exhortación postsinodal Pastores dabo vobis (1992) como esenciales en un proyecto formativo integral (nn. 43-59). La exhortación Vita consecrata retoma tales dimensiones donde habla del compromiso de la formación inicial que, para ser total, debe comprender todos los campos de la vida cristiana y de la vida consagrada. Todo esto en el horizonte de la dimensión carismática propia de cada realidad de la vida consagrada.

La nueva Ratio formationis de la Orden dedica todo el capítulo II a estas dimensiones formativas en la perspectiva franciscano-capuchina, introduciéndolo con la cita del texto de las Constituciones nº 23,2. La opción significativa de la Ratio ha sido la de hacer preceder a las cuatro dimensiones, humana, espiritual, intelectual, misionera-pastoral (así es la denominación presente en la Ratio), precisamente la dimensión carismática (nn. 67-73), con la convicción de que “los valores carismáticos, de forma dinámica y creativa, dan el carácter específico al resto de las dimensiones” (RF 59), afirmando, además, que “el método integrativo exige que todas las dimensiones, con su respectiva fuerza carismática, estén presentes de modo iniciático y progresivo en las diversas etapas del proceso formativo” (RF 61). Las Constituciones no dedican un espacio específico a la presentación de estas dimensiones necesarias para un armónico e integral proceso formativo, aunque ofrezcan en los distintos capítulos numerosas sugerencias al respecto. Esto es ciertamente tarea de la Ratio, como afirma el texto nº 25,9, donde se sugiere la elaboración de una Ratio formationis: “Oportunamente se fijen los principios válidos en todas partes en una Ratio formationis o Plan de formación”, indicación convalidad con mayor fuerza en las Ordenaciones en el nº 2/7.

En coherencia con lo subrayado por una antropología franciscana, alejada de todo pesimismo, capaz, en cambio, de captar la bondad de todo ser a partir de la consideración de Dios como Sumo Bien, de quien el ser humano es imagen (cfr. RF 75), la Ratio manifiesta cómo la bondad es “el hilo carismático que pone en relación entre sí todas las dimensiones” y presenta el proceso formativo como “un camino (itinerarium), en el cual el deseo (desiderium) profundo y sincero del bien (bonum) ocupa el centro del corazón, invitándonos a vaciarnos (paupertas) de todo lo que impide la manifestación de la bondad original” (RF 60). En este horizonte la Ratio delinea de modo profundizado y articulado las cinco dimensiones formativas señalando en los subtítulos la perspectiva y finalidad: 1) la dimensión carismática, es decir, reconocer el don de ser hermano menor; 2) la dimensión humana, es decir, cómo aprender a ser hermanos de todos; 3) la dimensión espiritual, es decir, el camino para aprender a desear; 4) la dimensión intelectual, es decir, la necesidad de aprender a pensar con el corazón; 5) la dimensión misionera-pastoral, es decir, la vocación a aprender a anunciar y a construir la fraternidad.

3. Según el nº 23,4 de las Constituciones, en nuestra Orden la formación se realiza en dos fases, inicial y permanente: “La formación inicial incluye la iniciación a la consagración según nuestra forma de vida, hasta la profesión perpetua, así como la preparación al trabajo y al ministerio, que puede comenzar durante la iniciación. La formación permanente sigue a la formación inicial y se prolonga durante toda la vida”.

Este texto, en su brevedad, ha tenido un recorrido redaccional más bien dificultoso. Por un lado, el nuevo texto confirma las dos fases propias de la formación: inicial y permanente, la una continuación de la otra. Por otro lado, respecto al anterior texto constitucional, la nueva formulación dice de modo explícito que la formación inicial comprende tanto la iniciación a la consagración hasta la profesión perpetua como la preparación profesional y ministerial. Esto significa que no se pone una equivalencia entre “iniciación” y “formación inicial”: la profesión perpetua concluye el itinerario de iniciación, pero con ella no acaba la formación inicial. El criterio para considerar concluido el tiempo de la formación inicial no es dado solo con la emisión de la profesión perpetua: continúa con la preparación profesional y ministerial.

Sobre este texto se imponen dos observaciones:

La primera observación se refiere a la relación entre formación inicial y permanente. Es evidente la sucesión cronológica entre la primera y la segunda, porque abraza nuestra vida y adopta el camino de formación que desde las etapas de la iniciación lleva a la profesión perpetua, después a un tiempo de preparación para el trabajo y el ministerio, para sumergirse dentro de la vida y la actividad de las fraternidades, marcadas por la exigencia de una continua formación, que no es otra cosa que un continuo desarrollo de nuestra vocación (cfr. Const. 42,1). En este sentido aparece coherente y lógico el discurso del capítulo segundo de las Constituciones, que se detiene antes en la formación inicial, en su doble dimensión (art. IV-VI) y después en la formación permanente (art. VI).

En realidad, hay que señalar que es dentro de la formación permanente donde la formación inicial encuentra su propia y justa colocación, como su “seno”. La fraternidad recibe del Señor el don de otros hermanos y manifiesta su fecundidad en la medida en que los acoge y los acompaña en el crecimiento. Por ello la formación inicial está íntimamente ligada a la formación permanente que expresa el continuo camino de conversión de toda la fraternidad. La formación permanente es, de algún modo, “paradigma” de la inicial. En este sentido, se podría decir que la formación inicial “funciona” allí donde “funciona” la formación permanente y que la crisis de la formación inicial es reacción a una crisis de la formación permanente, o sea, de la vida de fraternidad (cfr. Jöhri, ¡Reavivemos! 2).

El texto de la Ratio formationis ha recibido esta instancia de injertar la formación inicial en la permanente y, en la plasmación de las etapas formativas, dentro del capítulo III, ha optado por anteponer la parte dedicada a la formación permanente a la relativa a la formación inicial, queriendo con ello subrayar el valor intrínseco de este nexo. En el ámbito italiano, este nexo había sido ya destacado, con una intuición anticipadora, en el Proyecto formativo de los Capuchinos italianos en 1993, confirmándolo en la revisión de 2011.

La segunda observación relativa al nº 23,4 se refiere a hecho de que “la formación inicial incluye la iniciación a la consagración según nuestra forma de vida, hasta la profesión perpetua, así como la preparación al trabajo y al ministerio, que puede comenzar durante la iniciación”. Con la expresión “formación inicial”, pues, está mencionado todo el itinerario que precede al tiempo de la formación permanente: de la iniciación a nuestra vida en las tres etapas de postulantado, noviciado, postnoviciado, hasta la formación para el ministerio (ordenado) y a una profesión específica –indicada como “formación especial” en el texto anterior de las Constituciones. De este modo se establece una distinción entre el concepto de “formación inicial”, entendido en sentido amplio y general en relación con todo el trayecto formativo previsto por las Constituciones, desde la iniciación hasta la inserción en el ámbito de la formación permanente, y el concepto de “iniciación a nuestra vida” asignado al tiempo que va desde el ingreso en la fraternidad con el postulantado hasta la profesión perpetua (del postulantado al postnoviciado).

Esta opción del nuevo texto constitucional parece querer poner intencionadamente en mayor continuidad el tiempo de la iniciación a nuestra vida, que concluye con la profesión perpetua, con el período de la formación para un trabajo profesional y para el ministerio ordenado. La opción de realizar una mayor conexión entre las distintas etapas de la iniciación a nuestra vida –que tienen como finalidad formar en las dimensiones propias de la vida de consagración y del carisma franciscano de cara a la profesión perpetua, como oportunamente señala muchas veces la carta ¡Reavivemos la llama de nuestro carisma! del Ministro general fray Mauro Jöhri- y la formación que prepara al ministerio ordenado o a la asunción de un trabajo o servicio específico, no está ciertamente exento de problemas; sin embargo, parece responder mejor a la unidad de un itinerario que forma para el único carisma en sus expresiones fundamentales. Significativa, en este sentido, es también la afirmación de que la preparación para el trabajo y el ministerio “puede comenzar durante la iniciación”, dejando abierto el campo a diferentes modos de proyectar y elaborar el itinerario de la iniciación, en particular respecto a la etapa del postnoviciado,

Una última consideración sobre la perspectiva del párrafo 4 del nº 23 de las Constituciones. Como ya se señaló en las observaciones propuestas al nº 17 de las Constituciones, la Ratio formationis engloba en el proceso de formación inicial también la “etapa vocacional”, tiempo de orientación y discernimiento vocacional que precede a la entrada en el postulantado. Ha habido ocasión de destacar la oportunidad de esta opción, que manifiesta la estrecha unión entre el tiempo del acompañamiento y del discernimiento vocacional y el tiempo de la iniciación a nuestra vida, en sus tres etapas consolidadas de postulantado, noviciado y postnoviciado. Esto es tanto más significativo actualmente, por cuanto en algunas áreas de la Orden la praxis formativa tiende a estructurar la fase final del discernimiento vocacional de modo orgánico y estable en lugares específicos de acogida, denominados de diferentes maneras.

4. El nº 24 de las Constituciones pone la atención en los “agentes de la formación”, con una clara y significativa reelaboración respecto al texto anterior. La consideración de los agentes formadores se abre con la afirmación fundamental de que “toda formación es sobre todo una acción del Espíritu Santo que vivifica interiormente a formadores y formandos”. El agente de la formación por excelencia es el Espíritu Santo, presente y vivificante en los sujetos. Suya es la iniciativa; es Él quien llama, inspira y consagra al Padre; es Él quien infunde los sentimientos de Cristo y el deseo de configurarse a Él, pobre y crucificado. Tanto el formando como el formador son llamados a responder secundando “su santa operación” (Rb 10), mediante la acogida de Cristo-Maestro (cfr. IV CPO 78; RF 156).

Son nuevos los párrafos 2 y 3 del texto que destacan, el primero, la importancia de la Iglesia, “contexto vital” y “referencia esencial de todo camino formativo”, el segundo, la cercanía al pueblo y el compartir la vida de los pobres “como condición particularmente favorable para nuestra formación”. La importancia de estos agentes de la formación se pone en relación con la presencia del Espíritu, que en la Iglesia obra incesantemente y que descansa en el simple y el pobre, lo mismo que el Padre revela a los pequeños los secretos del Reino de los cielos.

El subrayado de la Iglesia como ámbito vital de la formación, la Iglesia “madre y maestra” –así la define el texto de la Ratio formationis nº 159-, es significativo, tanto en razón del hecho de que es en la Iglesia, en su dimensión universal y particular, donde somos continuamente engendrados a la fe, como también en razón de la particular “sensibilidad” eclesial de Francisco de Asís, recordado al comienzo del párrafo 2. También las Orientaciones sobre la formación en los institutos religiosos presentadas en el documento Potissimum institutioni resaltan el “sentido de la Iglesia” y valor de la comunión eclesial, del “sentir” no solo “con”, sino también “dentro” de la Iglesia (cfr. PI 21-25).

El párrafo 3 tiene origen en las propuestas del VI y VII CPO, y en particular de la carta circular del Ministro general John Corriveau, Los pobres, nuestros maestros (2 de diciembre de 1999). El criterio para una comprensión del valor formativo de los pobres, con todo, es ofrecido sobre todo por la Palabra de Dios, en particular el texto que describe la alegría de Jesús en el Espíritu por la actitud del Padre que revela a los pequeños los secretos del Reino de los cielos (Mt 11,25; Lc 10,21); es el misterio de la predilección de Dios Padre por los pequeños y los humildes constituyendo el motivo por el que nosotros podemos aprender de los pobres, nuestros maestros, podemos gracias a ellos, como escribe la Ratio formationis, “comprender y vivir mejor el Evangelio” (RF 174). En sintonía con la perspectiva del papa Francisco sobre las “periferias” y sobre una “Iglesia en salida” (cfr. EG), la Ratio comenta así el fruto que puede derivarse de ponerse en la perspectiva los pobres: “El pobre se convierte en nuestro verdadero formador cuando intentamos comprender la realidad desde su punto de vista y hacemos nuestras sus prioridades. Los frutos no se dejan esperar: la mirada se concentra en lo esencial; vivimos mejor con menos; la confianza y el abandono a la providencia en las manos del Padre se hacen reales y concretas opciones de vida” (RF 176). Esta cercanía y compartir la vida con los pobres, que ha caracterizado, por otra parte, la experiencia de Francisco y de la primitiva fraternidad, sobre todo en el encuentro con los leprosos, verdadera escuela de misericordia y gratuidad, es reconocida por el Ministro general fray Mauro Jöhri en la carta sobre la formación inicial ¡Reavivemos la llama de nuestro carisma! como uno de los valores que se ha de transmitir a las nuevas generaciones de capuchinos. De este modo relaciona fray Mauro la “incomodidad que los pobres suscitan en nuestra vida y, por ello, la necesidad de un camino de conversión para aprender a ser sus compañeros: Si en nuestra mente se insinuase la preocupación de evitar cuanto más podemos toda presencia o compañía con los más pobres y abandonados de nuestro tiempo y de la sociedad en que vivimos, entonces hay que interrogarse seriamente con qué derecho continuamos llevando el nombre de “hermanos menores” (Jöhri, Reavivemos 18).

5. Los otros párrafos del nº 24 (párr. 4-9) se centran en el valor de nuestra fraternidad, a partir del texto nuevo del párrafo 4 que afirma la prioridad del compromiso formativo de la Orden: “Nuestra Fraternidad, llamada a cultivar en la Iglesia la propia identidad, tiene el deber y el derecho de cuidar la formación de los hermanos según nuestro carisma. Por lo tanto, la formación es compromiso prioritario de la Orden y de todas sus circunscripciones”. Esta instancia prioritaria ha movido el camino de toda la Orden en estos últimos años, a partir de la pregunta que el Ministro general fray Mauro Jöhri se hizo con todo su Definitorio al comienzo de su mandato: “¿De qué tiene necesidad especialmente nuestra Orden en este Monte?”. La respuesta unánime fue: “de formación” (cfr. Jöhri, Reavivemos 1). Desde aquí, no solo la reestructuración del Secretariado General de la Formación, que es “es el primer organismo de colaboración directa con el Ministro general y su Consejo” (Const. 25,7), unida a la constitución del Consejo internacional de la formación (creado el 21 de junio de 2007), sino también la fuerte atención a la cuestión formativa expresada en las dos cartas sobre la formación inicial y permanente y, sobre todo, la decisión de redactar la Ratio Formationis de toda la Orden, según el mandato de las mismas Constituciones (25,9).

De esta afirmación fundamental del nº 24,4 derivan los otros párrafos del mismo número: el papel de los mismos formandos, “los principales agentes y responsables de su propio crecimiento”; el subrayado de que “todo hermano es al mismo tiempo y durante toda la vida formando y formador”; el énfasis dado a la vida fraterna como “exigencia fundamental en el proceso formativo”, constituyendo “el elemento primordial de la vocación franciscana”; la educación en la conciencia de que “la Orden constituye una única familia” a la que se pertenece por la unión con la Provincia, definida como “primera fraternidad” (24,8); en fin, la responsabilidad específica de algunos “con mayor responsabilidad” en la formación, comenzando por el Ministro general y su Consejo, llamados a “garantizar la autenticidad de la formación de todos los hermanos de la Orden”, después, en cada circunscripción, el papel de los Ministros y de los guardianes, “animadores y coordinadores ordinarios del proceso de formación de los hermanos”; finalmente, los formadores cualificados “que asumen y desarrollan este particular ministerio en nombre de la Orden y de la fraternidad” (24,9).

Dos subrayados sobre estos párrafos.

Ante todo, el principio de responsabilidad personal, por el que el mismo formando es el primer autor y responsable de la propia formación y del propio crecimiento, afirmado en 24,5 (cfr. IV CPO 79). Este aspecto es fundamental en el proceso formativo que se produce solo en una asunción de responsabilidad en el propio camino por parte del formando. De poco valdría, en efecto, todo itinerario e intervención formativa sin una “apropiación” en primera persona del propio camino, ciertamente respetando los respectivos papeles y niveles. Esto exige por parte del formando –escribe la Ratio formationis- “apertura, esfuerzo, transparencia, reconocimiento de los propios límites, capacidad de aceptar sugerencias y desarrollo de la creatividad” (RF 158). De parte de los formadores, un asunción tal de la responsabilidad personal debe ser “pedida” al formando, sobre todo, contra la posible tentación del sujeto en formación de renunciar a ponerse en la tarea, prefiriendo delegar el propio camino a los formadores o a la estructura formativa –una mentalidad de delegación es siempre despersonalizadora y no favorece un real desarrollo de la persona; pero, en segundo lugar, es “permitida” por el formador contra la tentación de no dejar que el formando sea él mismo, desarrollando una capacidad real de autonomía responsable. La libertad/responsabilidad del sujeto en formación es el primer verdadero recurso formativo.

El segundo subrayado se refiere a la afirmación de que nuestra “fraternidad primigenia” es la Orden, no la Provincia. Esta es definida justamente como “fraternidad primera” a través de la cual se pertenece a la Orden. El camino de formación está llamado a educar en la conciencia de pertenecer a una Orden, a través de la agregación a una Provincia y la asignación a una fraternidad local (cfr. Const. 118,1). En particular el VII CPO ha querido destacar el horizonte mundial de nuestra pertenencia a la Orden, afirmando que “la Orden es una fraternidad mundial a la que pertenecemos a través de la Provincia y las otras circunscripciones” e invitando a superar toda forma de provincialismo y a moverse de modo eficaz en un contexto hoy en día globalizado. En este sentido, se favorecen diferentes formas de colaboración interprovincial no solo en el ámbito de la formación inicial, sino también en el de la formación permanente y del ministerio. La colaboración entre las circunscripciones, en efecto, no es solo una exigencia pedida por la escasez de personal, sino que es un valor en sí misma, en cuanto que es una forma más amplia de fraternidad y expresión de minoridad e itinerancia (cfr. VII CPO 13).

6. El nº 25 de las Constituciones se centra en los instrumentos formativos de los que la Orden debe disponer de modo que sean “adecuados a las exigencias particulares del propio carisma” (cfr. 25,1). Respecto al texto anterior de las Constituciones, este número ha tenido pequeñas modificaciones e integraciones y la elaboración de un nuevo párrafo, con la intención de asegurar algunas estructuras formativas adecuadas en las Provincias o grupos de Provincias (25,2). Con este mismo fin se presta atención especial a la elección y cualificación de los formadores que deben ser conscientes de la importancia de la tarea que se les ha confiado, dedicándose a ella con generosidad (25,3-5), y a la organización de los secretariados o consejos para la formación, tanto a nivel general como provincial o regional (25,6-8). Para asegurar los principios válidos de la formación se propone –como ya se ha notado- la elaboración de una Ratio Formationis o Proyecto formativo para toda la Orden (25,8). Se responde así a la actual necesidad de coordinar, renovar y adaptar la formación a las exigencias de la Orden, como también de asegurar una adecuada formación gracias a una mayor cualificación del Secretariado general para la formación y a la colaboración interprovincial, solicitada y ratificada por el Ministro general y su Consejo.

Importante es la afirmación del 25,3 respecto al proceso formativo que pide que el grupo de hermanos responsables trabaje con criterios coherentes durante todo el camino formativo; coherencia que no siempre se puede encontrar en el paso de una etapa a otra con formadores y grupos de formadores diferentes.

Las indicaciones normativas relativas a las estructuras y el apoyo de la formación y a las colaboraciones interprovinciales han sido recogidas en las Ordenaciones (2/3-2/8). Significativo es el espacio dedicado al Instituto Franciscano de Espiritualidad, impulsado y sostenido por la Orden “para promocionar la investigación en el ámbito de la espiritualidad y del franciscanismo, desde el punto de vista histórico y sistemático, y para la formación de formadores y docentes en espiritualidad”. Se trata de un instrumento válido para el intercambio intercultural dentro de la Orden y lugar de estudio y de investigación sobre las nuevas situaciones que constantemente interpelan nuestra vida y nuestra vocación (cfr. Ordenaciones 2/3).

3.4. Iniciación a nuestra vida (nn. 26-32)

1. El artículo IV de nuestro capítulo entra en el meollo de la iniciación a nuestra vida, que prevé las etapas del postulantado, noviciado y postnoviciado, para concluir con la profesión perpetua.

Todo el artículo está impregnado de la idea de “iniciación”, sobre todo el nº 26 que indica los presupuestos de fondo de esta fase consistente de la formación inicial, en continuidad con el texto anterior de las Constituciones, pero con algunos añadidos significativos y con la aportación de un párrafo nuevo. El término iniciación es introducido en las Constituciones de 1968, con la intención de repensar el recorrido de la formación inicial en clave de “iniciación”, en analogía con el recorrido de la iniciación cristiana. Tal intuición ha permanecido en toda la reflexión y el replanteamiento posterior de la Orden en relación a la cuestión formativa, como aparece en particular en el texto del IV CPO (cfr. Nº 61ss) y en la carta sobre la formación inicial de fray Mauro Jöhri (Reavivemos, 22-23). También la reciente Ratio formationis vuelve a tomar la categoría de “iniciación”, afirmando que “el proceso de iniciación es un camino de crecimiento dinámico, personalizado, gradual e integral que, aunque más intensa en los primeros años, dura toda la vida” (RF 138), poniendo el acento en la necesidad de una “separación progresiva de todo aquello que se aparta de nuestros ideales con la asimilación de nuevos valores” (RF 139.

La elección de tal perspectiva implica –por citar las palabras de nuestro ex Ministro general- “que el acento principal en el camino formativo está puesto en la transmisión y en el aprendizaje progresivo de los valores y de las actitudes fundamentales de nuestra vida” (Jöhri, Reavivemos 23). La iniciación está orientada a la consagración según la especificidad de nuestra forma de vida y a la progresiva inserción en nuestra fraternidad a través de las diversas etapas de esta fase inicial. En cierto modo, citando aún la carta de fray Mauro, se pone en función del “ser” hermanos, a diferencia de la formación para el trabajo y el ministerio, cuya finalidad está ligada al “obrar” de los hermanos, a la dimensión apostólica que cada uno está llamado a desarrollar o en el ministerio ordenado o con una actividad de tipo profesional, entendida de forma diferente (Jöhri. Reavivemos 23). En esta perspectiva entonces la preocupación del formador no es tanto constatar cuánto conoce un formando de la vida de la Orden, sino cuánto de eso se ha apropiado, cuánto ha asimilado e interiorizado, cuánto se ha dejado transformar y cambiar, etc. La formación debe poder favorecer un camino progresivo, esbozar las modalidades, los pasos de este camino, verificar todo esto, especialmente a través de un acompañamiento personalizado.

Volviendo al texto del nº 26, se puede señalar que el párrafo 1 ha sido reformulado para manifestar mejor el aspecto y el sentido de una iniciación progresiva a la consagración religiosa y a nuestra forma de vida: “Quienes son admitidos a la Orden, deben ser iniciados e introducidos progresivamente en la vida evangélica franciscana. El camino de iniciación de los candidatos, guiados por sus formadores, exige que se desarrolle a través de experiencias y conocimientos necesarios” (en cursiva el texto nuevo).

Los párrafos siguientes, conservando el texto anterior de las Constituciones, subrayan algunos elementos que hay que tener presentes especialmente dentro del recorrido iniciático a nuestra vida: una formación sólida, íntegra, adaptada a las exigencias de los lugares y de los tiempos, que sea capaz de unir de modo armónico el elemento humano y el elemento espiritual (26,2); la adquisición de una capacidad de dominio de sí y de madurez psíquica y afectiva a través de medios apropiados para una educación activa (26,3); la iniciación a una vida espiritual alimentada por la Palabra de Dios, por la activa participación en la liturgia, por la reflexión de un serio conocimiento y práctica del espíritu franciscano capuchino, mediante un estudio de la vida y del pensamiento de san Francisco, así como de la historia y desarrollo de nuestra Orden, pero sobre todo mediante la asimilación interior y práctica de la vida (26,5); el cuidado de la vida fraterna en comunidad y con los otros seres humanos (26,6); en fin –y este es el párrafo nuevo que toma en consideración las preocupaciones de fray Mauro en su carta sobre la formación inicial (Jöhri, Reavivemos 6ss)- la educación “en el don generoso y total de la propia vida y en el desarrollo de la disponibilidad misionera” (26,7).

Con este último párrafo se quiere manifestar que la iniciación a nuestra vida implica la dimensión misionera como elemento constitutivo de la vocación capuchina, a partir de la conciencia de que el sentido de nuestra consagración es el don total de sí mismo a Dios y a los hermanos hombres. Fray Mauro, en efecto, constataba una disminución en la disponibilidad para ser enviados a misiones para la primera evangelización, preguntándose: “¿qué ha sido del espíritu misionero?”, para después impulsar la cuestión del don de sí con una pregunta posterior: “¿Cuál es nuestro ideal de vida, si no el de un don total e incondicional de nosotros mismos a Dios y a toda la humanidad entera?” (Jöhri, Reavivemos 11).

2. Respecto al recorrido de la iniciación, un elemento destacado tanto en la carta ¡Reavivemos la llama de nuestro carisma! como en la Ratio formationis, es el del acompañamiento personalizado, desde el momento en que “el camino formativo es personal y debe favorecer aquellas cualidades que hacen único e irrepetible a cada hermano en el seguimiento de Jesús” (RF 141). El modo de acoger e integrar cuando es propuesto en el camino formativo varía de individuo a individuo, y esto vale para los candidatos que vienen a nosotros en edad adulta como para los de edad más joven. Como escribe fray Mauro, “el acompañamiento personal permite al candidato reconocer los desafíos presentes en cada paso que le es propuesto por el formador, darse cuenta de que una adecuación solo exterior no podrá jamás hacerlo feliz. Aprende también a identificar los escollos más difíciles que debe superar, pero también aprende a conocerse mejor y a gustar en lo más profundo de sí mismo la belleza del camino que le es propuesto” (Jöhri, Reavivemos 27). A través de verificaciones puntuales, el acompañamiento permite al formando “tomar conciencia de la interiorización realizada de los valores proclamados y constatar si están la marcando su vida, sus opciones, su modo de pensar y de actuar” (Jöhri, Reavivemos 28).

El camino de iniciación respaldado por un acompañamiento personalizado que permita a cada hermano caminar expeditamente y afrontar aquellos aspectos que le afectan más de cerca, exigiendo su maduración, plantea también la cuestión de no fácil solución del número de hermanos en formación en una casa formativa. Volviendo a tomar las observaciones del todo actuales de fray Mauro Jöhri, hay circunscripciones que han elegido tener comunidades de formación con un número que no supera la docena de formandos, permitiendo poner las premisas para un camino de integración fraterna provechoso y para un acompañamiento personalizado. Las circunscripciones o grupos de circunscripciones que, durante el tiempo de la iniciación, han tenido casas de formación con un número considerable de jóvenes en formación (20, 30 o más), son invitadas a preguntarse seriamente y a valorar responsablemente si de este modo se garantiza efectivamente, con un real acompañamiento personalizado, la iniciación a la vida de consagración. A tal propósito, por cierto, se ha destacado que no hay que considerar simplemente el número de más o menos formandos para garantizar la eficacia de un proceso formativo; otros factores son esenciales, como el método formativo, el número de formadores en un equipo formador, su capacidad de trabajo en equipo y de entendimiento, etc. Con todo, se mantiene que el número excesivamente elevado de los candidatos agrupados en la misma fraternidad, no constituye una condición favorable.

La Ratio formationis afronta la cuestión en el nº 164 tanto en relación al número elevado, como también al número excesivamente reducido de formandos, dejando a cada circunscripción valorar las elecciones oportunas: “Cada circunscripción valore cuántos candidatos pueden estar en una casa formativa, a fin de que sean formados adecuadamente. No parece adecuada para la formación una casa en la que haya menos de 3/5 formandos; por el contrario, un número demasiado excesivo de formandos no facilitaría una formación personalizada. En cada casa el número de formadores y la consistencia de la fraternidad de la casa formativa deberán ser adecuados al número de formandos. Solo así será posible el acompañamiento personalizado y un ambiente formativo sano y fraterno”. Parece interesante el criterio de una proporcionalidad entre el número de formandos y el número de los formadores, junto con la consistencia de la fraternidad formativa. Algunas experiencias en marcha muestran que no es imposible un recorrido personalizado cuando la fraternidad formativa y, en ella, el grupo de los formadores, están organizados de forma que pueden sostener un número medianamente alto de formandos.

3. El nº 27 vuelve a tomar con pocas variantes y como número autónomo el texto anterior de los párrafos 8-10 del nº 25, que resulta así separado en los nn. 26-27 de las Constituciones. El texto tiene carácter prevalentemente jurídico, revisando la designación de las casas de formación, especialmente la de noviciado. Desde el punto de vista de los criterios formativos, se reitera la necesidad de que todas las etapas de la iniciación sean vividas “en fraternidades idóneas” para vivir y transmitir nuestra vida y cuidar la formación (cfr. 27,1). En el texto de las Ordenaciones se dan indicaciones sobre la constitución de fraternidades formativas interprovinciales (28/8).

4. Especialmente denso es el texto del nº 28, mantenido prácticamente igual al precedente, dedicado a los responsables de la formación en el tiempo de la iniciación, según una imagen de varios niveles, que subraya el valor formativo de cada hermano y de toda la fraternidad (cfr. 28,1-2). En el horizonte de una responsabilidad común y compartida, una 2dirección” específica en el camino de iniciación debe ser confiada por el Ministro provincial y su Consejo “a hermanos que posean experiencia de la vida espiritual, fraterna y pastoral, ciencia, prudencia, discernimiento de espíritus y conocimiento de las almas” (28,3), con la advertencia de que, quien realiza la función de “maestro” en las tres etapas de la iniciación, pueda estar liberado de “de todas aquellas responsabilidades que puedan impedir el cuidado y la dirección de los candidatos” (28,4). Para la vida espiritual y el foro interno, a la labor del maestro debe unirse la acción de los “colaboradores” (28,5).

La Ratio formationis, en la sección dedicada a los protagonistas de la formación, refiriéndose en parte al nº 28 de las Constituciones, ofrece un perfil del formador modelado sobre cuatro características: 1) su ser ante todo “un hermano”, convencido y alegre de la propia vocación, capaz de compartir sus experiencias espirituales en la docilidad al Espíritu, abierto a la palabra de Dios, alejado de formas extremas tanto de psicologismo como de espiritualismo (RF 170); 2) en segundo lugar, la capacidad de vivir una verdadera paternidad espiritual, que evite actitudes paternalistas, pero acompañe a los formandos en los procesos de adquisición de una auténtica libertad y responsabilidad, haciendo crecer en él los dones de Dios (RF 171; cfr. también RF 141); 3) en tercer lugar, una madurez humana y cristiana, capaz de integrar límites y dificultades de la propia persona, con una imagen realista de sí mismo en una sana autoestima y en un suficiente equilibrio afectivo, abierto a la colaboración y en una actitud de discipulado (RF 172); 4) finalmente, la capacidad de crear espacios de escucha y de diálogo, de trabajar en colaboración con los otros formadores, constructivo y con un “fuerte sentido de pertenencia”, además de “sensible a las situaciones de pobreza y marginalidad” (RF 173).

La figura del formador como el que acompaña a los formandos en el proceso de iniciación encuentra en la Carta a fray León de Francisco de Asís un punto de referencia que incluye aspectos esenciales del acompañamiento franciscano, como ha explicado bien el nº 147 de la Ratio formationis, que merece la pena citar entero: “La Carta a fray León contiene elementos esenciales del acompañamiento franciscano: Francisco se pone al mismo nivel de fray León, hablando de su propia experiencia; lo acompaña con ternura materna, lo deja en total libertad y lo invita a descubrir, con creatividad, su propio camino. Francisco exhorta a la corresponsabilidad, valora lo que es positivo, evita el sentimiento de culpa, indica la dirección y ayuda al hermano en su deseo de vivir según la forma del Santa Evangelio (CtaL 1-4)”. Desde esta perspectiva, el acompañamiento formativo tiene la prioridad de acompañar al otro a crecer en la libertad, valorando su singularidad, favoreciendo espacios que desarrollen el sentido de responsabilidad, de confianza, de autenticidad en todos los ámbitos, de los afectivos al trabajo, de la gestión económica y de los bienes al uso de los diferentes instrumentos tecnológicos (cfr. RF 149).

Describiendo la tarea del formador responsable de una etapa específica, al que compete acompañar al candidato en el camino de integración de los valores significativos de nuestra particular forma de vida, presentándole la meta que ha de alcanzar y las modalidades del camino para llegar a ella, fray Mauro Jöhri pone también el acento en el miedo hoy a asumir tal tarea (cfr. Jöhri, Reavivemos 29). Y motiva tal miedo no tanto con el hecho de creer que no están suficientemente equipados para tal tarea, cuanto “quizá más por la distancia que hay que recorrer entre ellos y el resto de la fraternidad”. La diferencia que puede haber entre la calidad de vida de una fraternidad y las exigencias justas de una formación auténtica para nuestra vida, tal vez desanima el compromiso de los formadores, que no pueden suplir algunas lagunas de toda una fraternidad. En este sentido, la “crisis de los formadores” para acoger y llevar adelante el compromiso formativo manifiesta la crisis de toda la fraternidad.

También se ha dicho que –sobre todo en el contexto cultural occidental- en una sociedad cada vez más “sin padre”, es difícil asumir el papel de “padre”. Requiere una cierta madurez espiritual y afectiva que permite ejercitar un papel no igualitario, desear el bien de los formandos, guiarlos con delicadez y firmeza hacia los objetivos superiores, despojándose de las pretensiones sobre ellos, mostrándose atentos a sus necesidades, respetando sus ritmos de crecimiento. Sería más fácil e instintivo vivir una relación en igualdad de condiciones con los formandos, ser siempre condescendientes, recibir siempre su beneplácito, tenerlos como confidentes, modelarlos según la propia imagen, verlos crecer sin problemas, pero todo esto socavaría una límpida relación formativa. Entonces el papel del formador, que requiere actitudes paternas y maternas al mismo tiempo, puede revelarse tal vez incómodo, poco gratificante y muy delicado siempre. De aquí el miedo a asumirlo y el cansancio de llevarlo adelante.

5. Con el nº 29 se entra en el contenido concreto de la iniciación a nuestra forma de vida consagrada, afirmando las tres etapas en las que se desarrolla (postulantado, noviciado y postnoviciado) y su duración, es decir, desde la entrada en el postulantado hasta la profesión perpetua. Los nn. 30-32 están dedicados a cada una de las etapas. Como observación previa, hay que notar una cierta desproporción entre la extensión del texto de la etapa del noviciado, al que se dedican 7 párrafos, respecto al del postulantado y del postnoviciado, a los que se reservan 3 párrafos. Probablemente esto encuentra su justificación en el hecho de que la etapa del noviciado es la principalmente regulada por el Código de Derecho Canónico y también la más determinada en cuanto al tiempo, validez, dirección formativa. Quizá el número consagrado al postnoviciado habría podido encontrar un desarrollo mayor, a partir también del debate suscitado sobre tal etapa durante el generalato de fray Mauro; también es verdad, sin embargo, que un texto de carácter constitucional no puede entrar demasiado en el fondo de problemáticas sobre las cuales se está debatiendo, debiendo limitarse a ofrecer líneas, criterios y perspectivas de fondo, que podrán encontrar modos de actuación diferentes según los lugares y los contextos.

6. El nº 30 del texto de las Constituciones se refiere al postulantado, “el primer período de la iniciación en el cual se hace la opción de seguir nuestra vida”, como dice el primer párrafo del texto. La terminología reproduce casi en todo la del IV CPO, que presenta el postulantado como “el primer período de la iniciación, tiempo del discernimiento y de la elección de nuestra vida” (IVCPO 62).

El segundo párrafo presenta la finalidad de tal etapa desde el punto de vista del formando y del de la fraternidad.

Desde el punto de vista del formando, la finalidad del postulantado es doble: 1) conocer nuestra vida; 2) realizar un posterior y más cuidado discernimiento de su vocación. Por ello el postulantado se pone como verificación de la elección anterior hecha por el candidato; conocer directamente la vida fraterna se convierte en lugar para un discernimiento más preciso y fecundo. Esto implica que la admisión al postulantado presuponga por parte del sujeto una clara orientación hacia nuestra vida –y la decisión de experimentarse concretamente en ella-, una orientación conscientemente comprendida como llamada al seguimiento de Cristo según nuestra forma de vida evangélica. Esto supone un cuidado trabajo de discernimiento anterior que la fase de orientación y acompañamiento debe poder favorecer y sostener.

Por su parte la fraternidad está llamada a conocer mejor al postulante, asegurándose en particular dos elementos: 1) el desarrollo de la madurez humana, en primer lugar, la afectiva; 2) la capacidad de discernir su vida y los signos de los tiempos según la lógica del Evangelio. Respecto al texto anterior tal capacidad no es relativa a los solos signos de los tiempos, sino también a la propia vida, a la capacidad de leer el propio camino según el Evangelio.

El tercer párrafo presenta los contenidos formativos previstos para el tiempo del postulantado, teniendo como horizonte prioritario de formación la profundización de la vida de fe: “El postulante, por lo tanto, debe ser ayudado de manera particular para profundizar la vida de fe” (30,3). Tal perspectiva se une a cuanto se afirma en el párrafo 2 acerca de la capacidad de leer la propia vida y la realidad a la luz del Evangelio, actitud difícilmente realizable sin una vida de fe en constante camino. Por esto, como dice el texto, “la formación de los postulantes está encaminada, sobre todo, a completar la catequesis de la fe, a introducirlos en la vida litúrgica, al método y a la experiencia de oración, la instrucción franciscana y la primera experiencia de trabajo apostólico” (30,3). El programa formativo trata de prevenir el riesgo de una formación orientada a los conocimientos intelectuales, subrayando el carácter experiencial de la iniciación; por ello se habla de “introducir a la vida litúrgica” (no tanto “a la liturgia”, como en el texto precedente), de “método” y “experiencia de oración” (no solo “método de oración”), de introducción “a la vida fraterna”, ámbito experiencial por excelencia, incluyendo una primera experiencia de actividad en el apostolado.

Las Ordenaciones fijan la duración del postulantado al menos en un año, dejando la posibilidad al Ministro con el consentimiento de su Consejo de fijar otros criterios para la duración y para otras posibles modalidades de estructurar la primera etapa de la incitación (Ordenaciones 2/11). A tal propósito, la Ratio formationis indica un tiempo “variable”, según las necesidades de los formandos, señalando, con todo, que, en los últimos años, por los cambios socioculturales, eclesiales, familiares, existe la tendencia a prolongar el tiempo del postulantado a dos años, como ya sucede en la mayor parte de las áreas geográficas de la Orden (RF 242). Volviendo a las observaciones hechas por fray Mauro Jöhri en la carta sobre la formación inicial (Jöhri, Reavivemos 31), la exigencia de un mayor tiempo dedicado al postulantado o, en cualquier caso, al recorrido anterior al noviciado, parece corresponder, por diversos motivos, las situaciones tanto de las áreas geográficas del “norte” del mundo, en las que, quien viene a la Orden, prevalentemente lo hace en edad adulta y teniendo detrás de sí un camino de vida y de búsqueda más o menos largo, como las del sur, en las que prevalentemente se sigue un currículo de tipo seminarístico, donde los jóvenes se acercan a nuestra vida en torno a, si no antes, los veinte años. Claramente por razones diversas, entre ambos casos se advierte la necesidad de prolongar el período que precede al noviciado. En el norte, muchos candidatos piden experimentar nuestra vida después de una experiencia de conversión y después de haber dejado durante mucho tiempo la práctica religiosa, teniendo en sus espaldas también diferentes situaciones de vida afectiva; esto requiere un adecuado camino catequético y una integración progresiva de los valores religiosos de fondo. En el sur, por la edad joven de los candidatos, se nota, en cambio, la necesidad de favorecer un proceso de maduración humana que permita después realizar opciones conscientes y responsables. Más allá de las posibles opciones, se mantiene que toda esta fase está dedicada principalmente al discernimiento vocacional; quien pide ser admitido al noviciado, debe ser ayudado a adquirir una clara conciencia de lo que pide.

La Ratio formationis presenta la etapa del postulantado teniendo como imagen bíblica de referencia la del bautismo de Jesús, que “muestra que Dios derrama su Espíritu sobre cada uno de nosotros y nos marca con su amor” (RF 231). Bajo esta luz, en línea con el texto constitucional, la Ratio subraya como específico del postulantado la profundización de la relación personal con Dios y la adquisición de una mayor conciencia de qué significa seguir a Jesucristo, además del compromiso de ponerse en actitud de verificación acerca del discernimiento vocacional en nuestra realidad religiosa. Además, en la descripción de los objetivos de la etapa, para conseguir las diferentes dimensiones formativas, y en el ofrecimiento de criterios de discernimiento para verificar la idoneidad de los postulantes (cfr. RF 233-248), la Ratio sugiere otras indicaciones para vivir mejor esta etapa, que merece la pena recordar aquí.

Ante todo, desaconseja hacer durante este tiempo estudios académicos particulares, para dar prioridad a estudios en sintonía con los objetivos de la etapa (RF 249). En relación a tales indicaciones parece preferible que eventuales estudios de carácter académico, si ya se han iniciado, se concluyan antes de la entrada en el postulantado, en la fase de orientación y de acogida vocacional.

Además, se sugiere que la elección del lugar, por una parte, favorezca la inserción en la fraternidad, así como la posibilidad de recogimiento, y, por otra, que ofrezca posibilidades de trabajo manual y de contacto con los pobres (RF 250). El ejercicio del trabajo manual y el contacto con los pobres son dos elementos que son oportunamente señalados y que deben permanecer constantes en el camino formativo y en la vida ordinaria de nuestras fraternidades.

En tercer lugar, destaca la importancia de verificar una relación adecuada con “otras posibles pertenencias: es decir, familia, grupos de amigos, movimientos eclesiales, partidos políticos, tribus, razas, etc.” (RF 252); debe ser claro que la entrega en la familia capuchina marca una nueva identidad, una nueva pertenencia. No se trata evidentemente de una cuestión “jurídica” (ni que decir tiene), sino de “corazón”, de confianza, de unión y de referencia cordial, plena. Este recordatorio de otras posibles pertenencias, con la consiguiente exigencia de clarificar los lazos de unión, nace de la experiencia de la Orden y afecta a las circunscripciones en diversos niveles, desde el momento en que no se ponen en el mismo plano la relación con la familia o la tribu de origen, o la relación que se puede tener con movimientos eclesiales, o, con mayor razón, con realidades sociopolíticas. En relación a la relación con grupos y movimientos eclesiales la cuestión, delicada y controvertida, de una “doble pertenencia” vuelve en la carta de fray Mauro Jöhri, Identidad y Pertenencia de los Hermanos Menores Capuchinos (4 de octubre de 2014), que invita a hablar de ella sin exacerbar los tonos, como tal vez a menudo sucede. Mirando a su experiencia, fray Mauro anota que, entre los hermanos, que por ministerio o propuestas recibidas han entrado en contacto con la espiritualidad y la experiencia de otras realidades eclesiales, en algunos “se ha realizado la beneficiosa dinámica conocida como “diálogo entre los carismas” que engendra riqueza y apoyo recíproco en las respectivas vocaciones. Estos hermanos viven su presencia con libertad, testimoniando nuestro carisma. En otros se ha producido una dinámica de identificación con la realidad con la que se ha entrado en contacto hasta el punto de hacer surgir la pretensión de que la fraternidad deba acoger todo lo que proviene del movimiento o del grupo encontrado” (Jöhri, Identidad 2.3.). La cuestión parece surgir más en relación a como un hermano vive la relación con las otras realidades eclesiales que no sobre el valor en sí mismo, desde el momento en que el encuentro y el diálogo entre carismas genera riqueza y, en una relación correcta y adecuada, un hermano puede ser ayudado a profundizar la propia vocación y la propia pertenencia a la Orden. Permanece la pregunta que todo hermano está invitado a hacerse: ¿a quién pertenezco, a quién he entregado y quiero entregar mi vida? ¿Qué implica el “me confío con todo el corazón a esta fraternidad” que cada hermano afirma en el momento de la profesión religiosa?

En fin, una última indicación de la Ratio se refiere a la cuestión de los abusos sexuales en las relaciones con menores y adultos vulnerables, sobre la cual la Iglesia está interviniendo fuertemente con indicaciones precisas y vinculantes. En sintonía con las exigencias de la Iglesia, apropiadas por nuestra Orden, el texto de la Ratio pide que, “desde los primeros días de admisión a la fraternidad, los postulantes deben conocer las políticas y los procedimientos de la propia circunscripción para la prevención de los abusos sexuales de menores y adultos vulnerables. Después de un planteamiento explicativo de este tema, deberán firmar un documento que certifique que son plenamente conscientes de estas políticas y que están dispuestos a seguirlas y a recibir una formación regular sobre este tema en el curso de la formación inicial y permanente” (RF 254). El texto es explícito y deberá ser puesto en práctica, allí donde una preocupación en este sentido aun no hubiese sido objeto de reflexión.

7. El nº 31 de las Constituciones trata del noviciado, ciertamente la etapa más protegida por la Iglesia, protegida por la “valla” de su legislación. Respecto al texto anterior, las nuevas Constituciones han añadido el párrafo 2 relativo a los “paños de la prueba”, dejando prácticamente inalterado el resto del texto, con algún cambio significativo en el párrafo inicial. La etapa del noviciado es mirada por la Ratio formationis a través de la luz de la imagen evangélica de Betania (Lc 10,38-42), la casa donde se aprende a escuchar, como María, y a servir, como Marta, con la conciencia de que el fruto de la escucha es el servicio y no existe servicio que no nazca de la escucha (RF 255). En el noviciado, como en Betania, “se aprende a orientar la vida en la dirección de Jesús escuchando sus palabras y aprendiendo de Él, que se hizo siervo de todos, el maravilloso arte del servir” (RF 256). Es ciertamente una óptica significativa y bella la que la Ratio nos sugiere respecto a esta etapa, que queda como un momento de memoria agradecida, más allá de toda posible “idealización”.

El nº 31,1 describe la naturaleza del noviciado como “un período de iniciación de más intensa y profunda experiencia de la vida evangélica franciscano-capuchina en sus exigencias fundamentales; presupone una decisión firme y libre para abrazar y probar nuestra forma de vida religiosa”. Ante todo, el “de más” respecto a la iniciación y a la experiencia de nuestra vida afirmado para esta etapa, mientras subraya lo decisivo de este tiempo que lleva a la profesión temporal de los votos y, por lo mismo, a la elección de nuestra vida, por otra parte, pone de manifiesto también la conexión con la fase anterior del postulantado. El paso de una etapa a la otra es señalado con fuerza por el hecho de que “presupone una decisión firme y libre para probar nuestra forma de vida” (31,1): al novicio es “requerida un decisión libre y madura”, no basta con “suponerla”. Las variantes introducidas en el primer párrafo intentan dar al texto un vigor mayor y hacer comprender que se accede al noviciado por los objetivos formativos de la primera fase de la iniciación han sido conseguidos.

La expresión “probar nuestra forma de vida” refleja la intención de Francisco cuando introdujo el año de prueba en el que se concedían “los paños de la probación” (Rnb 2,8; Rb 2,9.11). Ese elemento es recogido por el nuevo texto de las Constituciones en el nº 31,2, que une una parte totalmente nueva a las indicaciones de redactar un documento del comienzo del noviciado, anteriormente puesto al final del texto relativo al noviciado (cfr. 29,7). Mientras se dan indicaciones para la celebración de un rito el día del comienzo del noviciado, se exhorta explícitamente (“está bien”) a dar en tal circunstancia “los paños de la prueba”, de los que habla Francisco en las dos Reglas, posibilidad que el Rito Romano-Seráfico prevé y recomienda. Se trata de un elemento nuevo, ciertamente cargado de su significado simbólico, no presente en la tradición legislativa anterior.

El párrafo 3 destaca los valores de fondo sobre los que se basa “el proceso de iniciación durante el noviciado”. Ante todo, los valores propios de la vida consagrada, “conocidos y vividos a la luz del ejemplo de Cristo”. La etapa del noviciado está llamada, en primer lugar, a fundamentar de modo sólido la experiencia de la consagración, comprendiendo bien el significado cristológico explícito de los tres votos, su valor eclesial, el sentido de su testimonio en la Iglesia y en el mundo. En segundo lugar, los valores propios de nuestro carisma, comprendidos sintéticamente en la doble expresión “intuiciones evangélicas de san Francisco y de las sanas tradiciones de la Orden”. Todo esto regulado por un “ritmo” que “debe responder a los aspectos primarios de nuestra vida religiosa”, alimentado y sostenido por “una particular experiencia de fe, de oración contemplativa, de vida fraterna, de contacto con los pobres y de trabajo”, como dice el nº 31,4. El objetivo es adquirir una más profunda experiencia de la vida consagrada según la gracia y la forma de nuestro carisma, para alcanzar la meta de la consagración religiosa en la profesión de los votos. Siguiendo las indicaciones del Código de Derecho Canónico el texto insiste en que “la dirección de los novicios, bajo la autoridad de los ministros, se reserva en exclusiva al maestro”, profeso de votos perpetuos de la Orden (31,5). Los dos últimos párrafos, marcadamente jurídicos, legislan la duración del noviciado, para su validad, y la de la ausencia de la casa del noviciado.

En su carta sobre la formación inicial fray Mauro Jöhri escribe que “el noviciado parece ser la etapa que da menos problemas”, y subraya también “el peligro... de una excesiva idealización de esta etapa, por el que se puede ser llevados a pensar que este año es suficiente para sentar las bases para toda la vida que sigue” (Jöhri, Reavivemos 32). En realidad, no parece que el noviciado sea una etapa tan “pacífica” como podría parecer, sobre todo cuando permanece un poco una etapa “aislada”, en su aura un poco idealizada. Hay que preguntarse si un problema relativo al noviciado no es el hecho de que hay formandos que llegan a él sin haber alcanzado los objetivos propios de las etapas anteriores, produciendo en ellos un cierto cansancio al tener que integrar en un solo año cuanto no se ha adquirido anteriormente (elección libre y madura de la vida religiosa, suficiente madurez humana y de fe, idoneidad para la vida fraterna evangélica, suficiente “desintoxicación” de las lógicas antievangélicas del mundo, etc.) con los objetivos propios del noviciado. De este modo la que tiene el objetivo de ser una etapa en la se adquiere progresiva y serenamente el carisma franciscano-capuchino, corre el riesgo de transformarse para algunos en un camino fatigoso, que difícilmente permite interiorizar y consolidar los valores adquiridos, o también en una experiencia en cierto modo circunscrita, como un paréntesis dentro del recorrido formativo. Conviene preguntarse si la etapa del noviciado, con su estructura jurídica que “obliga” a concluir con la profesión temporal de los votos, o con la dimensión de la Orden (exceptuados los seis meses de prórroga, cfr. Const. 34,1), no es para muchos un poco prematura respecto a la “decisión libre y madura de probar nuestra forma de vida”, que las Constituciones requieren para el ingreso en el noviciado (cfr. 31,1). Puede suceder que, de algún modo “inducidos” por los plazos del Derecho Canónico, se llegue a la profesión de los votos temporales sin la necesaria preparación y decisión, remitiendo más o menos conscientemente la cuestión al postnoviciado; esto disminuye también el valor y el sentido de la misma profesión de los votos temporales, que corre el riesgo de configurarse como cualquier contrato ad tempus (de hecho, la mayor parte de las salidas vienen después de tal profesión). En consecuencia, el postnoviciado, más que ser una fase de naturaleza “mistagógica”, es decir, de experiencia guiada a la maduración en la propia vocación, corre el riesgo de ser una “fase de recuperación”, incluso de discernimiento vocacional (en la que un eventual “abandono del hábito” no estaría privado de dificultad), de crisis y malestar psicológico-espiritual (porque nos hemos consagrado y vestimos como consagrados sin una suficiente capacidad de vivir tal consagración).

Podemos preguntarnos si una solución no podría ser prolongar e intensificar el tiempo anterior del postulantado, como camino más adecuado y más atento a las diferencias individuales de los candidatos. En cualquier caso, se requiere una mayor relación entre las fases de acompañamiento, el postulantado y el noviciado. El objetivo es que un formando pueda emitir la profesión temporal de los votos de modo que, aun no siendo jurídicamente hoy como “perpetua”, sea vivida como tal en la decisión del propio corazón. En una decisión firme y cierta, también el camino mistagógico del postnoviciado podrá ser vivido con mayor fruto como preparación para la profesión perpetua que sella, también jurídicamente, la pertenencia a la Orden.

8. El nº 32 de las Constituciones está dedicado a la etapa del postnoviciado, que lleva a la conclusión de la iniciación a nuestra vida. La imagen bíblica propuesta por la Ratio formationis para el postnoviciado es la de la muerte de Jesús en la cruz, como imagen de gratuidad, disponibilidad y entrega de sí mismo, como acontecimiento que nos enseña que solo quien se da totalmente es capaz de amar hasta el fin (cfr. RF 274). Siguiendo los pasos de Francisco, que en la cruz descubrió la pobreza y la desnudez de Jesús, “el postnoviciado ‘[...] debe servir a los hermanos para configurar su vida a la del Maestro” (RF 275).

Las Constituciones identifican el postnoviciado como período en el que “progresan en una ulterior maduración y se preparan para la elección definitiva de la vida evangélica en nuestra Orden”. Además, la actual formulación, siguiendo los criterios aplicados también en las etapas anteriores, indica con precisión que se trata de la tercera etapa de la iniciación y establece la duración, señalando el comienzo y la conclusión: desde la profesión temporal a la perpetua (32,1). Tratándose de la última etapa de iniciación es claro que la finalidad coincide con la elección definitiva de nuestra vida

Con mayor claridad respecto al texto anterior de las constituciones (cfr. nº 30,2), el párrafo 2 precisa el carácter del postnoviciado que está intrínsecamente dirigido y orientado a la consagración religiosa y a la profesión perpetua según nuestro carisma, en el que la vida evangélica fraterna ocupa un puesto prioritario: “El itinerario formativo del postnoviciado debe ser igual para todos los hermanos por su esencial referencia a la consagración religiosa y a la profesión perpetua. Ya que en nuestra vocación la vida evangélica fraterna ocupa el primer lugar, désele también prioridad durante este tiempo” (32,2). En razón de tal finalidad, se reafirma de modo decidido que el itinerario formativo debe ser igual para todos los hermanos. Este principio es afirmado claramente ya en el IV CPO sobre la formación entre los criterios generales del nº 22: “Puesto que somos una Orden de hermanos y en razón de su misma vocación todos los hermanos son iguales, la formación a nuestra vida debe ser igual para todos”. En realidad, este principio de un itinerario formativo igual para todos los hermanos es mencionado por las Constituciones con relación solo a la etapa del postnoviciado, no en relación a las etapas anteriores de la iniciación, donde tal criterio aparece absolutamente claro. En la etapa del postnoviciado, en cambio, se reitera en razón quizá de la práctica, presente en muchas circunscripciones de la Orden, de introducir estudios académicos filosóficos y teológicos en vista a las órdenes sagradas -aunque, por sí mismo, el estudio académico no esté necesariamente orientado solo al ministerio ordenado. La Ratio formationis recalca con fuerza esto en el nº 296 -por otra parte, en una sección, la de la “formación inicial específica”, en la que aparece un poco fuera de lugar-, afirmando: “Las Constituciones establecen dos principios inequívocos: El primero dice que la vida fraterna evangélica y la formación a la consagración deben tener la prioridad durante el tiempo de la iniciación; el segundo afirma que la formación inicial debe ser igual para todos (Const. 32,3; CIC 659)”. La Ratio cita de hecho el nº 32,2 de las Constituciones relativo al postnoviciado, pero extiende – justamente por lo demás- a todo el tiempo de la formación inicial el criterio reclamado para el postnoviciado. Por eso la Ratio saca como consecuencia el hecho de que “la iniciación a la vida consagrada y la formación específica para las órdenes sagradas no se deben confundir, porque no son equiparables”. ¡El problema que surge es el de una posible confusión de finalidad ligada sobre todo a modelos “seminarísticos” de organización del postnoviciado!

En el párrafo 3 del texto se ofrecen los contenidos propios de la formación en el postnoviciado. El nuevo añadido, que introduce el texto, destaca el carácter de conformación a Cristo propio de la formación a la vida consagrada, ya subrayado de forma vigorosa en el nº 23. Las referencias al lado del texto remiten a un mensaje de Juan Pablo II a la Conferencia de los religiosos de Brasil (11 de julio de 1986), en el que se afirma que “Cristo es el eje de la formación”. El horizonte cristológico de la formación se manifiesta de manera particular en el postnoviciado, desde el momento en que el proceso de conformación con Cristo puede encontrar en esta etapa, más larga respecto a las otras anteriores, una ulterior posibilidad de crecimiento y de mayor identificación, reconociendo en Cristo la propia identidad misma. En la perspectiva de un camino iniciático, la etapa del postnoviciado asume las características del camino mistagógico propio del camino postbautismal de los cristianos adultos. Es desde esta perspectiva desde la que para esta etapa se propone profundizaciones particulares en el ámbito de la Sagrada Escritura, de la teología espiritual, de la liturgia, como también de la historia y espiritualidad de la Orden. De cara a la definitiva consagración a nuestra forma de vida se recomienda que los postnovicios “ejercítense en diversas formas de apostolado y de trabajo incluido el doméstico” (cfr. 32,3).

Sobre la etapa formativa del postnoviciado ha habido y continúa habiendo en estos años un debate encendido, testimoniado tanto por la Carta sobre la formación inicial ¡Reavivemos la llama de nuestro carisma! de fray Mauro Jöhri (2008), como también por todo el recorrido de reflexión que ha llevado a la elaboración de la Ratio formationis hace poco promulgada. El postnoviciado es considerado como el tiempo en el que los valores aprendidos en el noviciado son profundizados e integrados en la vida de cada hermano profeso temporal en las condiciones de la cotidianidad. Es el tiempo en el que, al entusiasmo de los inicios, debe obviamente seguir el compromiso paciente de una correspondencia diaria. La meta sigue siendo la de la consagración definitiva y la consolidación de una actitud de disponibilidad incondicional en la fraternidad para el bien y el crecimiento del Reino de Dios. Por eso, ninguno puede/debe ser admitido a la profesión perpetua, si los valores fundamentales, además de estar integrados, no están aún consolidados, de modo que cada candidato dé suficientes garantías de poder vivir con dedicación y serenidad sus votos.

En relación a esta etapa, una cuestión que a menudo aparece es la de los estudios, desde el momento en que en muchas circunscripciones de la Orden coincide, en todo o en parte, también con una formación de tipo académico, orientada, aunque no necesariamente, al ministerio sagrado. Como ya se ha visto, nuestras Constituciones afirman la importancia de un estudio que se oriente, en primer lugar, a reforzar la inserción en la vida consagrada y a profundizar los varios aspectos de nuestro carisma, teniendo en cuenta el criterio de que el itinerario formativo debe ser el mismo para todos los hermanos y esto prescinde de la opción de orientarse o no hacia las órdenes sagradas.

Más allá de la cuestión sobre la oportunidad de estudios de tipo académico en la etapa del postnoviciado, el proceso formativo debe tener clara la finalidad de la etapa y, por lo mismo, saber individuar modalidades y tiempos que especialmente permitan promover una progresiva iniciación a nuestra vida y a los valores que son su fundamento, contando con una dimensión “experiencial” que no puede ser desatendida. Se necesita claridad sobre la finalidad y los objetivos que hay que conseguir, porque es ciertamente real, en muchas circunscripciones, el riesgo de querer conseguir muchos objetivos al mismo tiempo, sea el de la preparación para la profesión perpetua, sea el de la formación de cara a las órdenes sagradas, sobre todo en aquellas zonas en las que, “de hecho”, es la orientación prevalente, si no casi del todo exclusiva, es la consecución de las órdenes sagradas con miras al ministerio presbiteral. Por ello, como sugiere fray Mauro Jöhri, en los casos en los que el programa del postnoviciado actualmente prevé la inserción de parte de la formación al trabajo o al ministerio, es necesario valorar su impostación y verificar hasta qué punto corresponde a las exigencias de la iniciación a nuestra vida en conformidad con las Constituciones; sobre todo se necesita elaborar un programa que salvaguarde efectivamente la referencia primaria a la consagración religiosa y a nuestra forma de vida fraterna, asegurando de hecho y en todo la misma formación a todos los candidatos (Jöhri, Reavivemos 35). No hay que olvidar, por otra parte, en esta discusión, lo que dice el nº 23 de las Constituciones, donde se afirma que “la preparación al trabajo y al ministerio [por lo mismo también el estudio filosófico-teológico] … puede comenzar durante la iniciación” (23,4), en concreto durante la etapa del postnoviciado, que lleva a la conclusión del camino de iniciación.

Claramente se trata de articular de modo orgánico y estructurado la dimensión del estudio, prevista en las Constituciones (si bien con diversos modelos de actuación), y la dimensión más marcadamente “experiencial” de vida junto a los pobres, de inserción en compromisos pastorales, de dedicación a los servicios domésticos y al trabajo manual, momentos formativos irrenunciables, junto a toda la dimensión de vida de oración y de contemplación que da contenido a la vida diaria. Esta dimensión más “experiencial” no puede ser un hecho episódico, quizá confiado a un solo período del postnoviciado, sino que debe acompañar al hermano en formación a lo largo del itinerario de esta etapa específica que intenta llevar a la profesión definitiva de nuestra vida. La cuestión verdadera en el proceso formativo del postnoviciado, al fin y al cabo, es la de “preguntarse seriamente sobre el camino que quizá hay que seguir para alcanzar el objetivo: la donación total, alegre y desinteresada de sí mismo en cada uno de los candidatos a nuestra vida” (Jöhri, Reavivemos 36).

Como curiosidad sobre la cuestión del estudio en el postnoviciado, resulta un poco curioso el texto de la Ratio formationis, que refiriéndose al nº 32,3 de las Constituciones sobre el estudio en el postnoviciado, dice así en el nº 301: “La formación común de base para todos los hermanos debe incluir el estudio introductorio a la Sagrada Escritura, a la teología, a la historia y a la espiritualidad franciscana (Const. 32,3). Es deseable que exista el reconocimiento académico de los estudios hechos por todos los hermanos que posteriormente continuarán el camino de las órdenes sagradas”. Es bastante sorprendente que, mientras antes se afirma que la formación específica para las órdenes sagradas –es decir, sustancialmente el recorrido académico que prepara a la ordenación- no debe (acertadamente) confundirse con el camino de iniciación (cfr. nº 296), ¡poco después se desea que tanto la acreditación académica del estudio -es decir, Sargada Escritura, teología, liturgia, historia y espiritualidad- para todos los hermanos que después continuarán el iter de las órdenes sagradas! Para tener tal acreditación es necesario que el nivel de los estudios tenga la calidad requerida para un currículo académico que concluye con la adquisición de un título. La formulación del texto de la Ratio posiblemente tiene en cuenta las perspectivas diferentes de algún modo integradas.

Respecto a la presencia de estudios también de tipo académico, de tipo filosófico-teológico, en el postnoviciado, me permito expresar aquí una valoración desde dos frentes. Ante todo, el estudio es un aspecto de nuestra vida que los postnovicios pueden tener la posibilidad de aprender a vivir junto a todos los otros, como también el proceso de iniciación pide. Ciertamente, el estudio académico tiene sus ritmos y sus exigencias según un orden de prioridad en la escala de las jornadas y de los programas formativos globales, pero no quita que su función de desafío y maduración, si se vive correctamente a la luz de la fe y está integrada con los otros aspectos necesarios, sea de hecho una oportunidad preciosa. Además, la posibilidad de vivir el estudio según una “media elevada” puede ayudar a hacer crecer y madurar la conciencia, cada vez más meditada, de sí mismo, de la propia llamada, de la propia identidad. En segundo lugar, si se consideran, en términos más generales, las exigencias del mundo actual, realmente resulta siempre más importante para la Orden la urgencia de recuperar una dimensión sapiencial del estudio (académico o no), que pertenece a nuestra historia y está estrechamente unida, entre otros, a la instancia evangelizadora y misionera en la sociedad en que vivimos, que plantea desafíos y preguntas, a las cuales somos llamados a responder. Las estructuras del postnoviciado pueden ser varias, el peligro de una clericalización está siempre presente, pero el estudio es una ocasión preciosa para nuestra vida y nuestra misión.

3.5 La profesión de nuestra vida (nn. 33-36)

El texto del artículo V gira en torno a la “gracia de la profesión”, ofreciendo apuntes teológicos sobre la consagración y sobre el signo externo, el hábito religioso (nn. 33 y 35), e indicaciones jurídicas relativas a los tiempos de la profesión temporal y perpetua y a la facultad sobre las dimisiones de la Orden y las dispensas unidas a ellas (nn. 34 y 36). Aquí nos detenemos sobre los dos números de carácter más teológico.

1. El nº 33 aporta modificaciones significativas respecto al texto anterior sobre todo en el párrafo 2, que presenta diferentes perspectivas de teología de la vida consagrada, dejando casi del todo inalterable el resto del texto. La profesión es vista como “gracia”, por ello en su origen del misterio del Dios trinitario, y en su ser camino para abrazar “una vida que nos estimula a la perfección de la caridad”. El texto subraya que esto sucede “por un nuevo y especial título”, queriendo con ello recalcar que la consagración religiosa se inscribe en la “consagración” bautismal, como está subrayado también en el Rito de la profesión religiosa en la pregunta que el celebrante hace a los profesantes: “Hermanos carísimos, estáis ya consagrados a Dios mediante el Bautismo, ¿queréis ser más estrechamente unidos a él con el nuevo y especial título de la profesión religiosa?”.

El párrafo 33,2 presenta la acción del Espíritu en la consagración religiosa, especificada mediante tres afirmaciones: 1) ante todo la unión a Cristo leída según la categoría bíblica fundamental de la alianza (“con una peculiar alianza”); indica, de una parte, la iniciativa de Dios, su promesa, de otra, el valor de la respuesta libre del ser humano que acepta entrar en alianza con Cristo; 2) el ser hechos partícipes del misterio de Cristo entendido en una indisoluble relación esponsal con la Iglesia “su Esposa”, según la perspectiva indicada en el texto de Ef 5,3 y en la gran visión de la Jerusalén esposa que desciende del cielo dispuesta para su Esposo (Apoc 21,2ss; 3) en tercer lugar el ser colocados en “estado de vida que preanuncia la futura resurrección y la gloria del Reino celestial”, signo del cumplimiento futuro. Dimensión cristológica y dimensión eclesiológica de la vida consagrada encuentran aquí una posterior especificación.

El camino principal para “para obtener mediante esta consagración un fruto más abundante de la gracia bautismal”, es, de una parte, la práctica de los consejos evangélicos (cfr. 33,3), de otra el ser liberados de los impedimentos que pueden apartar “de la caridad perfecta, de la libertad de espíritu y de la perfección del culto divino” (33,4). El párrafo 33,5, mientras nos recuerda que la profesión religiosa es “un don especial de Dios en la vida de la Iglesia”, del que somos invitados a gozar, por otra parte, nos hace presente que de este modo “cooperamos con nuestro testimonio” a la misión de salvación de toda la Iglesia. Don y tarea son aquí afirmados en un inseparable nexo: al don de Dios (la gracia de la profesión) está unida la responsabilidad de una tarea (la participación en la misión salvífica de la Iglesia). Se podría también decir que la cooperación a la misión eclesial es, en el fondo, el verdadero don que Dios nos hace a través de la consagración religiosa. De aquí la exhortación a prepararse para la profesión “con gran solicitud”, mediante una intensa vida sacramental, una ferviente oración, la gracia de los ejercicios espirituales (33,6).

2. El nº 35 de las Constituciones se detiene en el significado de nuestro hábito religioso, que es entregado durante la celebración de la primera profesión (cfr. 35,1). Según la Regla (RB 2,14-17: FF 81) y el uso de la Orden, se enumeran los elementos propios de nuestro hábito, es decir, la túnica de color castaño con el capucho, la cuerda y las sandalias o, por justo motivo, los zapatos. La barba, elemento característico e identificativo de los Capuchinos durante siglos, queda al criterio de la pluriformidad, reflejando de alguna manera la actual práctica y salvaguardando la diversidad de áreas geográficas y tradiciones. Las Ordenaciones en el nº 2/14 sugieren el uso de vestidos sencillos donde no es posible vestir el hábito propio de la Orden, dejando a las Circunscripciones dar indicaciones oportunas.

Más que elemento exterior, con todo, a las Constituciones les interesa destacar el valor del hábito y la importancia de actitudes interiores de las que el hábito quiere ser signo y recuerdo. El párrafo 35,3, sustancialmente nuevo, se apoya en la forma del hábito de penitencia en forma de cruz vestido por Francisco, para quien el cambio de vestido era signo exterior de su conversión, como recuerda el Tratado de los milagros de Tomás de Celano (3Cel 2: FF 826). Como para Francisco, las Constituciones muestran el hábito como “llamada a la conversión” (el hábito de penitencia/conversión de Francisco) al seguimiento de Cristo crucificad (“en forma de cruz”). Además, el hábito es “signo de la consagración a Dios y de nuestra pertenencia a la Orden” y expresa la condición de hermanos menores, en la medida en que “los vestidos que llevamos sean testimonio de pobreza”.

Los últimos párrafos están enriquecidos con referencias bíblicas para exhortar a actitudes propias de hermanos menores. El hábito con el que nos vestimos remite a ser “revestidos de Cristo, manso y humilde”. La doble referencia al apóstol Pablo, que utiliza la imagen de ser revestidos de Cristo (Rm 13,14; Gál 3,27), y al evangelista Mateo sobre la mansedumbre y la humildad de Jesús (Mt 11,29), sugieren que el vestir nuestro hábito debe ser testimonio del ser realmente “menores, no falsos”, en la totalidad de nuestro ser, de nuestro hablar y de nuestro obrar: “de corazón, de palabra y de obra”. Los “signos de humildad” que externamente llevamos y presentamos a quien nos encuentra y ve, no son de utilidad para el camino espiritual de los otros (“salvación de las almas”), si no están animadas por el “espíritu de humildad”; serían solo signo de hipocresía (cfr. 35,4).

De aquí el llamamiento a usar todas las formas para “ser buenos” y no solo para aparecer como tales, a vivir con coherencia al hablar y al obrar. Uniendo los dos textos paulinos, es decir, la invitación a no actuar con espíritu de rivalidad o vanagloria, sino a considerar a los otros superiores a sí mismos en actitud de humildad, según el texto de Filp 2,3, y la exhortación a “competir en la estima recíproca” propia de Rm 12,10, las Constituciones exhortan a considerarse “menores sometidos a todos”, según la palabra de la Regla, y a tener estima y honor a los otros (cfr. 35,3). Según Aquel que voluntariamente se sometió (cfr. Filp 2,5-11), el ser menores y sometidos a todos no es un acto de debilidad o de sumisión psicológica, ni renuncia al ejercicio personal de la responsabilidad, sino acto de liberad, gesto libre con el que se reconoce que originariamente Cristo mismo se ha “sometido” a nosotros por nosotros, se ha sometido a las circunstancias de la historia para cumplir a voluntad del Padre y realizar su plan (cfr. VIII CPO 2a). El estar sometidos a toda criatura es soberana y libre decisión de corresponder totalmente a aquel que totalmente se nos ha entregado y, por lo mismo, es participación en su señorío. En la elección libre de esta minoridad y “sumisión” se comprende también todo el valor de la exhortación paulina a los cristianos de Roma a crecer en la estima recíproca, o sea, a crecer en hacer llegar antes al otro, en anteponer al otro a sí mismo, estimando y reconociéndolo en su alteridad.

3.6. La formación para el trabajo y en ministerio (nn. 37-40)

1. Las anteriores Constituciones habían titulado este artículo VI: “la formación especial”, que tenía como finalidad el preparar a los hermanos para la vida apostólica o las actividades prácticas. Las actuales Constituciones intentan subrayar la igual dignidad de los hermanos fundada sobre la vocación común, que compromete a todos y cada uno a una preparación para el trabajo y el ministerio, sabiendo que toda nuestra actividad adecuada al carisma, expresa la dimensión apostólica de nuestra vida franciscana. En consecuencia, el trabajo y el ministerio (sagrado) son los dos ámbitos de la actividad de los hermanos, que unen a todos los hermanos y también la formación. Esto está expresado en el texto completamente nuevo introducido como primer párrafo del nº 37: “Llamados a la vida evangélica en la común consagración religiosa, todos nosotros, a imitación de san Francisco y siguiendo la tradición capuchina, debemos expresar la apostolicidad de nuestra vocación con el testimonio de la vida, en todas las tareas que desempeñamos en obediencia y comunión fraterna” (37,1).

Antes de meternos en el análisis de las perspectivas ofrecidas por el artículo VI, puede ser útil recordar cuando escribe la Ratio formationis en la sección dedicada a la “formación inicial específica” (la Ratio utiliza esta denominación de suyo no usada ya por las Constituciones). Partiendo de cuanto afirma el Código de Derecho Canónico según el cual el estado de la vida religiosa, por su naturaleza, no es ni clerical ni laical (CIC 588,1), por lo que tiene su valor propio independientemente del ministerio sagrado (cfr. VC 60), el nº 298 subraya nuestra única vocación de hermanos menores, vivida en sus manifestaciones laical o clerical. Esto origina, a nivel formativo, además de un camino común, también la posibilidad de caminos distintos para la formación para el trabajo o el ministerio: “La identidad de la Orden franciscana nos recuerda nuestra forma de vida evangélica, definiéndonos como Orden de hermanos, y no como congregación clerical. Por ello la única vocación de hermanos menores, vivida en sus expresiones laical o clerical, además de garantizar un itinerario formativo común a todos, abre a posibles caminos distintos para la formación específica: un itinerario para los que han recibido el don de vivir la vocación religiosa según la dimensión presbiteral, y otros recorridos para los que han recibido el don de vivirla en la dimensión laical (VIII CPO 42” (RF 298).

Desde esta óptica, las Constituciones intentan recordar a todos los hermanos el compromiso de adquirir “la debida preparación para todo servicio solicitado”, recordando la admonición de San Francisco en el Testamento: “Los que no saben trabajar, aprendan” (cfr. 37,2). En efecto, como continúa el párrafo siguiente, “con dificultad se puede realizar convenientemente un trabajo sin una formación específica y adecuada” (37,3). Después esto se fija como un “deber de la Orden”, llamada a “ayudar a cada hermano para que desarrolle la propia gracia de trabajar”; la “gracia” del trabajo (cfr. Rb 5,1), además de recordar que el trabajo es ocasión para experimentar en la propia vida la presencia del Señor, “lugar teológico del encuentro con Dios” (cfr. IV CPO 50), “anuncio profético de la presencia de Dios en el mundo y manantial de plenitud humana y espiritual” (VIII CPO 6), se manifiesta también en el hecho de que el trabajo se convierte en factor de apoyo recíproco en la vocación y de crecimiento en la armonía y en la comunión fraterna (cfr. 37,4),

El párrafo 5 entra más directamente en el meollo de la cuestión de una “formación para el trabajo y para el ministerio”, programada “de tal manera que los hermanos, según sus cualidades y vocación, se preparen adecuadamente en orden a los diversos oficios que habrán de ejercer”. De esto se sigue que “unos aprendan artes y oficios técnicos; otros, en cambio, dedíquense a los estudios pastorales o científicos, especialmente sagrados” (37,5). El texto, tal como está formulado, parece presuponer la equiparación: “trabajo” = trabajo manual y práctico, “ministerio” = actividad de apostolado que exige estudios pastorales y científicos, sobre todos ligados al ministerio sagrado. La distinción entre “algunos” dirigidos a oficios y actividades prácticas y “otros” dirigidos a los estudios pastorales y científicos parece un poco estricta e incluso artificial, desde el momento en que la misma persona puede tener la posibilidad de prepararse para los unos y para los otros, expresando de manera múltiple “la gracia propia de trabajar”, cualquiera que sea la expresión con la que vive su vocación de hermano menor laical o clerical.

Más importante desde el punto de vista de la actitud con la que hay que vivir la preparación para el trabajo y el apostolado, así como su acción concreta, es el recuerdo del “verdadero espíritu de servicio” en el cual debe desarrollarse la preparación, en coherencia con la consagración religiosa, aún más en cuanto hermanos menores, intrínsecamente basada en esta dimensión de servicio radical (cfr. 37,6). Vuelve de nuevo la preocupación por que tal preparación esté en consonancia con “el camino de la iniciación” –cuando tal preparación comienza a realizarse en el tiempo de la incitación, según el texto de las Constituciones en el nº 23,4- y se salvaguarde el primado de la vida fraterna -factor que hay que tener constantemente presente y asegurar en el camino diario de nuestras fraternidades.

2. El nº 38 centra la atención sobre todo en la actitud espiritual que hay que en todo y que hay que desear, o sea, “tener el espíritu del Señor y su santa operación” (38,1), recomendación de Francisco recurrente en sus escritos (cfr. en particular RB 10,8), como también en nuestras Constituciones, en relación a la oración (cfr. 45,7; 46,5) y al trabajo (cfr. 80,1). Puesto este principio, es lógica la consecuencia y de gran seriedad cuanto es afirmado en los dos párrafos siguientes, relativos al “hacerse santos y, al mismo tiempo, hacerse competentes en la gracia particular del trabajo” (38,2) y el prepararse para la vida apostólica “con espíritu de abnegación y de disciplina, según su ingeniosa capacidad” 38,3).

También los párrafos dedicados a los estudios –de cualquier género que sean- ponen el acento sobre el crecimiento de la propia vocación en el momento en que los hermanos, atendiendo a los estudios, que son “iluminados y vivificados por la caridad de Cristo” y deben ser “conformes con la índole de nuestra vida”, cultivan la mente y el corazón, según la intención de Francisco, que aparece con frecuencia en los textos de las fuentes (cfr. LM 11,1; 2Cel 102; 194-195).

3. El texto del nº 39 de las Constituciones anteriores ha sido reformulado con una nueva disposición de los párrafos, además de con la supresión de texto, agrupaciones y añadidos. Se parte oportunamente con el párrafo 1 (anteriormente era el par. 4) con el que se quiere subrayar que la “preocupación pastoral”, propia de nuestra Orden que se caracteriza como “apostólica”, debe prevalecer y animar toda la formación; el objetivo es que “todos los hermanos, según la capacidad de cada uno, puedan anunciar con obras y palabras, como discípulos y profetas de nuestro señor Jesucristo, el Reino de Dios, habida cuenta de las necesidades pastorales de las diversas regiones y de la tarea misional y ecuménica de la Iglesia” (39,1). Se trata de un texto de mirada amplia, justamente puesto al comienzo del número, que ilumina lo que sigue sobre los estudios y da razón de las indicaciones presentadas. En el párrafo 2 se recuerda el valor de la “doctrina franciscana”, tradición fecunda de pensamiento que debe, en cuanto sea posible, iluminar el estudio de las disciplinas filosóficas y teológicas, dado que tal formación “tienda de modo unitario a la apertura gradual de las mentes al misterio de Cristo”, verdadero objetivo del estudio teológico. En tal sentido se sugiere que tal formación se realice en los centros de estudio de la Orden, provinciales o interprovinciales, o, donde no sea posible, colaborando preferentemente con Institutos Franciscanos, en cualquier caso, procurando garantizar “siempre con esmero la formación religiosa franciscano-capuchina” (39,3). El último párrafo, el primero en el anterior texto, afirma que “los hermanos que son llamados a las sagradas órdenes sagradas”, sean formados teniendo en cuenta dos criterios: por una parte, las normas dadas por la Iglesia en los diferentes textos relativos a la formación de los ministros sagrados, por otra, el carácter de nuestra Fraternidad. Este segundo criterio es retomado por la Ratio formationis en el nº 299: “Es necesario, por un lado, profundizar en los modos de vivir el sacerdocio a partir de las exigencias propias de nuestra identidad carismática, teniendo en cuenta el carácter de nuestra fraternidad”. El único sacerdocio de la Iglesia, cuando es conferido a miembros de institutos religiosos, debe poder conjugarse con la espiritualidad y la tradición de la realidad carismática a la que pertenece el religioso.

4. El último número del artículo, nº 40, se refiere a los formadores llamados a acompañar la preparación para el trabajo y el ministerio; simplemente les recuerda que la primera responsabilidad incumbe a los mismos hermanos formandos, “artífices principales de la formación que deben adquirir”, en la misma línea de cuanto se ha afirmado en 25,4, en las líneas generales sobre la formación, en relación con los agentes de la formación (cfr. 40,1).

Los últimos tres párrafos son relativos a los hermanos encargados de la enseñanza, a los cuales se les ofrecen algunas sugerencias-criterios para su servicio: el testimonio de la vida; la promoción de una comunión de pensamiento y de acción entre ellos y con los alumnos; la adopción de un método activo en la enseñanza y en los diálogos con los estudiantes (40,2); el cuidado de preparar las lecciones en sintonía con el magisterio eclesial; la actualización respecto a las propias disciplinas (40,3); el compromiso de investigación y publicación, valiéndose también de los institutos franciscanos promovidos por la Orden (40,4).

5. Respecto a un camino de estudios que debe acompañar a toda etapa formativa de la formación inicial y proseguir después en la permanente, la Ratio formationis tiene un Anexo con un título sugestivo: Donde hay amor y sabiduría allí no hay temor ni ignorancia (Am 27,1), en el que se ofrecen pistas de reflexión e indicaciones de finalidad y de recursos para una Ratio studiorum de la Orden (Anexo II). En las consideraciones preliminares subraya que “nuestra Ratio studiorum tiene un carácter sapiencial, siendo el objetivo último del estudio la vida, el saber orientar la vida en la búsqueda del bien” (Anexo II,3), sabiendo transformar cuanto se ha aprendido en servicio (cfr. nº 1). La carta de san Francisco a Antonio, después, ofrece el marco para colocar el estudio en nuestra perspectiva carismática: el espíritu de oración y de devoción (FF. 251-252).

En tal sentido, resulta interesante cuanto aparece en el nº 16: “Ante una cultura del pensamiento único (forzosamente ideologizado) y del pensamiento débil (alimentado por el relativismo), nuestra alternativa consiste en el pensamiento humilde, que se ofrece, no se impone y se arraiga en los principios del bien y de la gratuidad. Nuestra propuesta carismática es una cultura de la colaboración, del acuerdo, del encuentro, del servicio a los más pobres y marginados”. Un “pensamiento humilde” es descrito por el texto del Anexo según tres directrices relevantes: 1) pensar juntos, para aprender a construir la fraternidad evangélica; 2) mejorar la escucha, para ponerse a la escucha de la Palabra de Dios, desde el momento en que en la experiencia franciscana la contemplación nutre el estudio y el estudio alimenta la contemplación; 3) abrir los ojos, para vivir la compasión por el dolor del mundo y para aprender a mirar desde las periferias, con los ojos de los pobres (cfr. Anexo II, 17-19).

Como afirmación sintética, así es presentado el estudio según la peculiaridad de nuestro carisma: “La especificidad carismática del estudio desde la perspectiva franciscana, tanto en sus contenidos como en sus metodologías, debe responder siempre a nuestro deseo de contemplar juntos, como hermanos menores, el misterio de la realidad a partir de las periferias con los ojos de los pobres” (Anexo II, 20). Palabras estas que ciertamente invitan a reflexionar sobre los nuevos paradigmas con los que hay que confrontar contenidos y métodos de nuestros itinerarios de estudio, tanto en la formación inicial como en la permanente.

3.7 La formación permanente (nn. 41-44)

1. El último artículo del capítulo segundo está consagrado a la formación permanente. La reciente revisión ha conservado el texto anterior, introduciendo dos nuevos párrafos (nn, 41,1; 43,1) y aportando algunos retoques a los otros. La Ratio formationis pone la imagen evangélica de los dos discípulos de Emaús para explicar el valor de la formación permanente como “la posibilidad de recomenzar siempre de nuevo y la necesidad de no dar jamás por acabada nuestra formación”. Desde el momento en que la persona es sujeto de renovación en todas las edades de la vida, “la formación permanente, proceso siempre en acto, es una exigencia intrínseca de nuestra vocación” (RF 182). Es cuanto se dice en el primer párrafo del texto de las Constituciones recordando la exhortación de san Francisco: «¡Comencemos, hermanos, a servir al Señor, porque hasta ahora poco o nada hemos hecho!” (41,1)

Como se afirma de manera firme en la carta sobre la formación permanente del Ministro general fray Mauro Jöhri ¡Levántate y camina! Apuntes sobre la formación permanente, la exigencia de una continua formación es ante todo cuestión de fidelidad a sí mismo, a las opciones tomadas, a lo que se ha prometido, al fin y al cabo, al propio corazón – en el sentido bíblico del término como lugar de la libre decisión; una fidelidad también en la prueba, cuando esta es vivida como momento de la verdad de sí mismo, cuando parece no haber ya evidencia de las cosas (Jöhri, Perm. 2-4).

La formación para nuestra vida es permanente desde el momento en que todos somos “educables”, hasta el final; además, porque la Verdad a la que somos llamados a conformarnos es infinita. Se puede decir que el signo de que se está en camino, es precisamente el deseo y la pretensión de cambiar y de profundizar. La “llegada” no es una figura cristiana. Porque es propio de la dinámica de la verdad, que se da a conocer en la fe, ser un itinerario inagotable. Desde este punto de vista hay formación permanente cuando hay capacidad en cualquier modo de dar credibilidad a sí mismo y al otro sobre la posibilidad y la confianza de un crecimiento y la capacidad de suscitar el deseo y la pretensión del bien para sí y para los otros. Cuando se dice de sí y de los otros: “aquí ya no se cambia nada”, se comete una especie de “homicidio o suicidio espiritual”.

Las exigencias y la responsabilidad de una formación permanente pueden ser considerada teniendo presentes tres horizontes con los que somos llamados a vivirla y hacerla propia:

- la formación permanente ordinaria, que está unida a la cotidianidad de la vida, a las relaciones y a los compromisos que constituyen el tejido de nuestra vida tanto ad intra como ad extra de la fraternidad en que estamos insertos;

- la formación permanente extraordinaria, que se compone de cursos, encuentros, asambleas, ejercicios espirituales anuales, jornadas sobre temáticas particulares y con relatores específicos etc.;

- la formación permanente como autoformación, una actitud de reflexión, de estudio, de renovación que todo hermano está llamado a aprender y alimentar, acabados los años y los estudios de la formación inicial.

2. El nº 41, dedicado al valor de la formación permanente, subraya que tiene que ver, en primer lugar, con la voluntad de renovarse en lo que es el corazón de nuestra opción de vida de consagrados: el don de nosotros mismos. En segundo lugar, debe prestar atención a la renovación de las actividades, para la misión confiada pueda ser desarrollada con la necesaria competencia, como dice el texto de las Constituciones: “La formación permanente es el proceso de renovación personal y comunitaria y de actualización coherente de las estructuras y de las actividades, gracias al cual nos encontramos capacitados para vivir siempre nuestra vocación según el Evangelio en las condiciones de la vida real de cada día” (41,2).

El párrafo 3 destaca esta perspectiva subrayando que “la formación permanente afecta de manera unitaria a toda la persona”, es un proceso que abarca la totalidad de la persona y del proceso de su vida, y afecta a dos aspectos: 1) “la conversión espiritual, mediante el continuo retorno a las fuentes de la vida cristiana y al primitivo espíritu de la Orden”; esto debe “realizarse según los tiempos y las culturas”, como justamente exige la creciente internacionalización de la Orden; 2) “la renovación cultural y profesional mediante una adaptación, que podemos llamar técnica, a las condiciones de los tiempos” (41,3).

El nº 42 dirige la mirada a los destinatarios de la formación permanente, que son todos los hermanos, desde el momento en que “esta no es otra cosa que el desarrollo continuo de nuestra vocación”. Por esta razón es “deber y derecho” de todo hermano procurarse la propia formación permanente; esto es afirmado “sin lugar a dudas y antes que nada” (42,1). Un derecho y un deber de todo hermano, cuya promoción, sin embargo, es para los ministros y guardianes, responsables de la formación a nivel de circunscripción o de convento, “un deber ordinario prioritario de su servicio pastoral” (42,2). La exigencia de una formación continua, que sepa abarcar todas las edades, es para los mismos ministros y para los otros formadores un elemento propio de la educación de los que son admitidos en la Orden, en el cuidado de hacer madurar su conciencia y convicción “de deber atender durante toda la vida a la propia formación”. El creerse plenamente preparados y equipados para toda la vida, una vez concluida la formación inicial, es una forma de insensata y vana “presunción”, además de culpable pereza, a la que ningún hermano puede considerarse autorizado (42,3).

3. La Carta ¡Levántate y camina! nos recuerda que toda edad tiene su desafío (Jöhri, Perm. 5-6). El paso de una edad a otra (generalmente no repentino) puede ser vivido negativamente como crisis y no como oportunidad para descubrir un modo peculiar del propio ser persona, en cada estación de la vida. Hay quien afronta el paso con agilidad, pero también quien sufre bastante o quien rechaza realizar el paso que se le pide dar. Cada edad, en realidad, tiene su sentido, su belleza, su posibilidad de maduración. Dice el Salmo 90,12: “Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato”; la oración del salmista es en el fondo la petición de una fuerza que por sí solo no puede encontrar, la de aceptar la verdad del enigma de la Esfinge: ¿quién es el ser que en la mañana camina a cuatro pies, a mediodía a dos y a la tarde a tres? En este sentido la formación debe poder prestar atención a las diversas etapas de la vida y los desafíos de algún modo unidos a ellas.

La Ratio formationis propone para mirar los tiempos de la formación permanente, una triple imagen:

1) Primera edad adulta, caracterizada por la plena inserción en la vida fraterna y en la actividad apostólica después de la profesión perpetua y/o la ordenación sacerdotal; representa una fase por sí misma crítica, marcada por el paso de una vida guiada a una situación de plena responsabilidad operativa. Una más clara identidad de la persona y una mayor integración fraterna marcan el comienzo de una edad, o época de la vida, particularmente rica y significativa. Se experimentan las capacidades de relación y de trabajo o se toma conciencia de la propia maduración frente a los nuevos compromisos. Pertenece a esta fase, además, el deber de hacer frente a situaciones nuevas con entusiasmo no alimentado aún por la experiencia. El mundo interior, la vida de fe y de relación en la fraternidad, la capacidad de trabajo apostólico, son las áreas en las que se pueden presentar obstáculos, dificultades y fallos. Posibles crisis afectan, de manera específica, a la autoestima, la utilidad del propio trabajo, las relaciones interpersonales a veces marcadas por la incomprensión de los otros, la soledad, una cierta fatiga psicofísica. Estos años piden propuestas formativas que refuercen e incentiven tanto las energías psíquicas como la entrega a la oración y a la vida fraterna, orientando al hermano a los valores evangélicos, con mayor conciencia y generosa adhesión. En esta primera fase de plena inserción en la vida fraterna apostólica, se pide a los ministros provinciales una atención especial para ofrecer a los hermanos un acompañamiento específico, personal y comunitario, que les ayude a vivir plenamente la juventud de su amor y de su entusiasmo por Cristo (cfr. en este sentido RF 206).

2) Edad adulta media, caracterizada por la “plenitud” de vida activa y de testimonio. En ella la estructura de la persona puede alcanzar un buen equilibrio de contemplación y servicio, de fuerza y comprensión, de competencia y simplicidad. Tal período ve la realización de varios proyectos fraternos y eclesiales, profesionales, y asiste a la alternancia de satisfacciones y frustraciones particularmente en el período de transición a la edad adulta tardía. El progresivo paso, en la vida de consagración y servicio, de las ideas a la concreción, conduce a una búsqueda de la esencialidad y de la interioridad. La fase de la edad madura, junto al crecimiento personal, puede comportar el peligro de cierto individualismo, acompañado tanto del temor a no estar adaptado a los tiempos como de fenómenos de rigidez, de cerrazón, de relajación. En esta fase es importante saber gestionar las posibilidades positivas de la edad media. El experimentar la desilusión y la disminución del entusiasmo, el sentirse desgastado en las relaciones interpersonales, el constatar no poder recomenzar desde el principio, son oportunidades para madurar una más profunda interioridad y una fe purificada. Las iniciativas de formación en este período pueden atender a una continua cualificación de las competencias, a la valoración de la responsabilidad vivida con generosidad, al ofrecimiento de instrumentos para alargar los horizontes más allá de cualquier cierre sectorial.

3) Edad madura avanzada, caracterizada por la ralentización en la actividad y las “etapas de las entregas”. Puede ser tiempo de bendición y de “sabiduría” guardada y transmitida a las nuevas generaciones. Es también momento en el que más fácilmente disminuyen (voluntariamente o no) las caretas y se aparece como lo que se es. El sentido del fin como posibilidad cada día más concreto y la sensación de sentirse superados por las generaciones más jóvenes pueden crear momentos de embarazo. El disminuir de las energías y el deber de renunciar a presencias y tareas, antes percibidas como vitales, provocan un sentimiento de desconcierto. Pero tanto el trabajo como el sentido de desconcierto son oportunidad para una renovado centrarse sobre la esencialidad y unicidad de la propia vida de fe y de donación.

Cada edad tiene, pues, sus oportunidades y la posibilidad de expresar, de modos diferentes, una “juventud de espíritu”, como reclama el texto de Vita consecrata: “hay una juventud del espíritu que permanece en el tiempo: ella se relaciona con el hecho de que el individuo busca y encuentra en cada ciclo vital un compromiso diverso para desarrollar, un modo específico de ser, de servir y de amar” (VC 70).

4. El nº 43 se detiene sobre los instrumentos formativos, partiendo de la exigencia de que la Orden en cuanto tal tenga instrumentos formativos que respondan a nuestro carisma (43,1). Este párrafo, nuevo respecto al anterior texto, quiere manifestar la responsabilidad institucional de la Orden en lo que afecta a la formación permanente de todos los hermanos. Quizá sin explicitarlo, probablemente aquí se hace alusión a la Ratio formationis de la Orden, que ahora se ha realizado ya con la reciente promulgación. A cada circunscripción se le confía la tarea dar normas (43,2) y fijar programas de formación permanente que sean orgánicos, dinámicos y completos, capaces de abrazar “toda la vida religiosa a luz del Evangelio y del espíritu de fraternidad” (43,3). La Ratio formationis sugiere que cada circunscripción o grupo de circunscripciones tenga un hermano o un equipo de hermanos responsables de la formación permanente (RF 208), que pueda reflexionar y elaborar propuestas y programas, también en coordinación con el Secretariado general de la formación y las propuestas que este organismo central ofrece en diferentes niveles (cfr. RF 209).

El texto de las Constituciones afirma después que la vida fraterna diaria favorece la formación permanente, con la convicción de que “la primera escuela de formación” es precisamente “la experiencia cotidiana de la vida religiosa con su ritmo normal de oración, reflexión, convivencia fraterna y trabajo” (43,4). Precisamente porque “permanente”, no puede reducirse la formación a acontecimientos excepcionales, “extraordinarios” (cursos de renovación, asambleas provinciales, ejercicios espirituales, etc.). Es la vida en su cotidianidad, en su “ordinariedad”, la que tiene que ser formativa y nuestra vida se desenvuelve en el interior de una fraternidad, con todos sus ritmos y cotas sus relaciones. Los momentos de la vida fraterna son espacios de conocimiento y de confianza fraterna y ayudan a nuestro crecimiento; dentro de esta dimensión, la cotidianidad con sus ritmos estructurados no debe ser vista como rigidez, sino como un estilo de vida que interpela. Los momentos de comunicación y de apertura hacia los hermanos, los capítulos locales y las reuniones fraternas, son preciosos instrumentos de formación permanente “ordinaria”: una posibilidad concreta para crecer en la fraternidad a través de la escucha recíproca y el diálogo y para no reducir nuestra convivencia a un habitar bajo el mismo techo.

Después de haber hablado de los “medios extraordinarios”, es decir, iniciativas nuevas o renovadas de formación permanente, existentes en cada provincia o regiones o Conferencias de los superiores mayores (43,5), se afronta el tema del perfeccionamiento de la preparación para el trabajo y el ministerios a través de estructuras especializadas: “Los ministros procuren que los hermanos idóneos se preparen de manera especial en institutos, facultades y universidades, en ciencias sagradas y en otras ciencias, como también en artes y oficios, según pareciere oportuno para el servicio de la Iglesia y de la Orden” (43,6). En las Constituciones anteriores este párrafo estaba colocado en el artículo VI sobre la “formación especial” (39,). Pero, habiendo repensado los contenidos de la formación inicial, ha parecido más coherente y más correcto colocar la continuación de la preparación para el trabajo y el ministerio en el campo de la formación permanente. Y es siempre en este contexto donde se recomienda el Colegio internacional, precisamente con el fin de “fomentar el espíritu de fraternidad en toda la Orden, perfeccionar la formación y promover la cultura franciscana” (43,7). Otro instrumento formativo son las bibliotecas y otros bienes culturales de la Orden que hay que proteger y valorar en el reconocimiento de su función formativa, en cuanto testimonio de nuestra identidad y nuestra espiritualidad y acción apostólica (43,8).

5. El nº 45 cierra la parte consagrada a la formación permanente y, al mismo tiempo, todo el capítulo segundo dedicado a la vocación a nuestra vida y a la formación de los hermanos. Creando como un puente ideal entre el comienzo y el final del capítulo, se recuerda el don de la vocación franciscano-capuchina, a la que Dios ha llamado a cada hermano, respecto a la cual las Constituciones exhortan a comprometerse para caminar dignamente en el don recibido (44,1). Se trata de “conservar el don de la vocación religiosa y de la perseverancia, la nuestra y la de los demás”, y hacerlo sólido y firme cooperando con la gracia divina, con prudente vigilancia y con oración constante (44,2). El texto señala que somos responsables de nuestra vocación, pero también de la de los otros (“de nuestra perseverancia y de la de los otros”); este es quizá el primer ministerio fraterno.

Partiendo del texto paulino de Rm 12,2, en el que el apóstol exhorta a no amoldarse al “esquema” del mundo, a no asumir su mentalidad, el párrafo 44,3 pone en guardia para no caer en la “apostasía del corazón”. Se manifiesta “cuando alguno, por tibieza, bajo apariencia religiosa lleva un corazón mundano y se aparta del espíritu y del amor a su propia vocación y cede al espíritu de soberbia y de sensualidad de este mundo”. Se trata de huir de todo “cuanto sepa a pecado” y “debilite la vida religiosa”, la debilita hasta volverla una actitud exterior sin luz ni pasión. Este texto retoma sustancialmente un párrafo ya presente en las Constituciones de 1925 que atribuye la imagen de la apostasía del corazón a San Bernardo de Claraval.

En contraste positivo, el párrafo 44,4 exhorta a esforzarse a fin de que, una vez dejado “el mundo” -un cierto tipo de mentalidad podríamos decir con las palabras de Francisco en el Testamento: “cuanto estaba en pecados” (Test 1: FF 110)- “ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra cosa queramos, ninguna otra nos deleite sino seguir el espíritu del Señor y su santa operación, y agradarle siempre, de manera que seamos realmente hermanos y pobres, mansos, deseosos de santidad, misericordiosos, puros de corazón, tales, en fin, que el mundo reconozca en nosotros la paz y la bondad de Dios”. Esta conclusión del capítulo segundo nos indica un “camino elevado”, nos exhorta a “una medida grande”, nos recuerda la belleza y la grandeza de nuestra vocación, a través de expresiones de san Francisco presentes en las dos Reglas (cfr. Rnb 17,17-19; 22,9-10; Rb 3,10-13; 10,8) y llenas del “espíritu de las bienaventuranzas” (“hermanos pobres, mansos, deseosos de santidad, misericordiosos, puros de corazón”). La consecuencia de todo esto, es decir, “que el mundo reconozca en nosotros la paz y la bondad de Dios”, parece sellar el capítulo entero dedicado a la formación de los hermanos indicándoles la finalidad última: el testimonio al mundo, a los hermanos hombres, del Dios de la paz y la bondad.

6. Al concluir de las reflexiones sobre el texto de las Constituciones sobre la formación permanente, puede ser útil retomar algunas observaciones del documento de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, A vino nuevo odres nuevos. Desde el Concilio Vaticano II la vida consagrada y los desafíos aún abiertos. Orientaciones (3 de enero de 2017).

A propósito de la formación continua, que necesita de un cuidado especial, este documento en el nº 35 afirma de modo significativo que “la formación continua está orientada según la identidad eclesial de la vida consagrada”. Es decir que no se trata solo de renovarse en las nuevas teologías, en las disposiciones eclesiales o en la propia historia y el propio carisma, sino que se trata, en primer lugar, de “consolidar, o a menudo incluso de recuperar el propio puesto en la Iglesia al servicio de la humanidad”. Es el sentido y el valor del testimonio de nuestra Orden en la Iglesia y en el mundo que siempre hay que volver a recuperar y verificar.

En segundo lugar, precisamente reconociendo que “todos estamos convencidos de que la formación debe durar toda la vida”, aun así, es preciso admitir que es difícil consolidar “una cultura de la formación continua”, por el motivo de una mentalidad parcial y reduccionista respecto a la formación permanente. A nivel de la praxis pedagógica es preciso encontrar itinerarios concretos, en el plano individual y comunitario, que hagan de la formación permanente real camino de crecimiento en la fidelidad creativa con efectos apreciables y duraderos en la vida concreta.

Sobre todo -afirma de modo claro el documento-, “es difícil inculcar la idea de que la formación es verdaderamente continua solo cuando es ordinaria, y se realiza en la realidad de cada día. Permanece aún una interpretación de la formación continua unida a un simple deber de actualización o a la exigencia eventual de una recuperación espiritual y no de una continua actitud de escucha y de compartir llamadas, problemáticas, horizontes”.

Se trata de consideraciones que tal documento hace a nivel general de vida consagrada, en las cuales, con todo, nos reconocemos fácilmente; pueden ser acogidas y apropiadas también por nosotros como invitación a no detenerse, sino a retomar siempre el camino, a dar un paso adelante en nuestro compromiso de vida, según las palabras mismas del Señor: “¡Levántate y anda!” (Mt 9,5).

4. Para una conclusión

Llegando a la conclusión de estas anotaciones y reflexiones sobre el capítulo dedicado a la formación dentro de nuestra Orden, podemos señalar algunos elementos para una conclusión.

La lectura del texto de las Constituciones podría dar la sensación de una cierta idealización de los factores constitutivos del recorrido formativo dentro de la fraternidad capuchina. Es indudable que un texto como el de las Constituciones -otro tanto se podría decir de la Ratio Formationis de la Orden- se propone identificar los ideales-objeticos a los que hay que tender, apuntando alto - ¿cómo podría ser de otro modo, considerados también nuestras referencias inspirativas? Igualmente es verdad que sea capaz de suscitar entusiasmo. Con todo esto sería poco útil si el proceso formativo prescindiese de la conciencia de una cierta dificultad formativa en el contexto actual. No se puede ocultar, por hacer algún subrayado, que lo vivido por nuestras fraternidades es tal vez laborioso y plantea preguntas a quien se asoma a nuestra vida; que la adhesión a un camino vocacional requiere por parte de los jóvenes -junto a la labor de la gracia de Dios- una decisión existencial radical y contracorriente, no siempre evidente; que el seguimiento, al que todos somos llamados, es el del Crucificado-Resucitado, allí donde la función formativa de la “cruz” no puede ser olvidada o edulcorada. La belleza de la empresa formativa, que el texto de las Constituciones intenta esbozar y motivar, está constantemente unida a su complejidad. La vida consagrada no pertenece a la espontaneidad de las opciones naturalmente humanas, mucho más en la presente cultura.

Esto, no “para enterrar la esperanza” sobre el valor y la belleza del desafío educativo, sino al contrario. La objetiva “complejidad” de la tarea formativa nos recuerda el valor de la formación (permanente e inicial) como “verificación” de la grandeza del “vivir según la forma del santo Evangelio” en relación con la propia vida y la humanidad. Parece decisivo que a nivel del trayecto formativo se ayude a comprender y experimentar que la vida en el seguimiento de Cristo, la vida evangélica como conformación con él dentro del carisma franciscano-capuchino, es el factor, el principio de una auténtica “personalización”, como comprensión de la propia identidad y de la propia misión, constituyendo la posibilidad de un florecimiento de la propia humanidad.

El desafío de la formación entones está quizá sobre todo en el poder verificar concretamente, en relación con la realidad y las circunstancias de la vida, que vivir según la forma del Evangelio (la sequela Christi), es verdaderamente lo más para la vida. La formación está llamada a ayudar a brotar toda la propia humanidad, que se expresa y es valorada en la adhesión a un objetivo. En el momento en que, en la concreción de lo experimentado, falta esta verificación de la “seducción” del evangelio -para que uno pueda con libertad y razonablemente decir: “esto quiero, esto pido, esto deseo hacer con todo el corazón” (cfr. 1Cel 22)- antes o después la vida le pedirá cuenta. El signo de que el seguimiento de Cristo en la forma de vida que nos ha sido dada, es factor real de personalización, que pone en movimiento todos los elementos de nuestra humanidad, es la experiencia de la alegría, de aquella paz última que acompaña incluso en los momentos inevitables de cansancio y de sacrificio, como nos atestigua de modo admirable Francisco de Asís. El sentido y el valor de un texto como las Constituciones -y ahora también la Ratio formationis- está también en la capacidad que tiene de acompañar y sostener tal verificación.

Francisco nos ha señalado a todos nosotros sus “seguidores” un gran camino, en el que por gracia hemos sido colocados y en el que libremente nos hemos colocado nosotros mismos, porque es convincente para la vida. Para que la “vida según el Evangelio” dé fruto, se necesita una comparación continua con el carisma y también con quien hoy tiene más responsabilidad. Participamos como “herederos” de esta historia: pero para ser verdaderamente “herederos” del carisma es necesario ser “hijos” (cfr. Rm 8,14-17); y para ser hijos se necesita dejarse engendrar por el carisma mismo que hemos recibido. Las Constituciones nos piden reconocer la riqueza que nos es dada a través de nuestro carisma franciscano-capuchino. El carisma es un bien, un don generoso del Espíritu, para que la vida se realice, dé fruto y esté siempre más decidida y alegre en el seguimiento de Jesucristo y en la edificación de la Iglesia hoy, según sus necesidades.

[Traducción del original italiano: hno. Jesús González Castañón OFMCap]

Modificado por última vez el Martes, 26 Mayo 2020 21:24
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