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fr. Bernardo Molina OFMCap

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Capítulo VII

Nuestra vida de penitencia

Por fr. Bernardo Molina OFMCap

Los orígenes de la espiritualidad franciscana y los de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos están caracterizados por el ideal y la práctica de la penitencia. En las páginas siguientes trataremos de adentrarnos en el significado y el alcance que tiene el término penitencia a la luz de las nuevas Constituciones de la Orden. Para facilitar la lectura y meditación hemos agrupado el contenido en tres puntos fundamentales que, a su vez, explican las dimensiones más características que asume el concepto en el capítulo VII de las Constituciones Capuchinas: “Penitencia y conversión”, “Penitencia y vida ascética” y “Penitencia, reconciliación y misericordia”.

1. Penitencia y conversión

Las Constituciones inician con una explícita relación entre conversión y penitencia desde la perspectiva neotestamentaria: Jesucristo, anunciando el Evangelio del Reino, llamó a los hombres a la penitencia, a un cambio total de sí mismos, mediante el cual comienzan a pensar, a juzgar y a conformar su vida con aquella santidad y amor de Dios que se manifestaron en el Hijo”[1]. Este es el fundamento que servirá como punto de referencia para la compresión del concepto. En el NT aparecen dos términos griegos para designar la penitencia: metameleia y metànoia. El primero se refiere a una actitud de contrición o dolor sin satisfacción, mientras que el segundo abarca ambas, contrición y satisfacción. En tiempos de Jesús algunos grupos religiosos identificaban el pecado con la inobservancia de la Ley en sus aspectos formales. La predicación de Cristo supera esta visión e insiste en que la conversión no se reduce a un fenómeno ético sino ontológico, por cuanto implica la adhesión total a Dios. Esta adhesión exige que la persona reconozca su pecado y busque el perdón, lo cual supone el compromiso de guiar la vida según las exigencias del Evangelio, o sea, siguiendo al Maestro, cuya predicación se resume en estas palabras: “Convertíos y creed en el Evangelio”[2] y cobra una elocuente plasticidad en la parábola del hijo pródigo[3]. La predicación del Bautista se podría resumir en la invitación apremiante a convertirse (metanoeite), que es casi una exigencia que implica cambiar de vida, de juicio, de opinión, o sea, desaprobar una acción que antes se había aceptado. Muchos son los textos del Evangelio en los que la penitencia entendida como conversión aparece en estrecha relación con la vida de los seguidores de Cristo[4].

Jesús, al predicar el Reino, invitó a sus discípulos a una respuesta de fe y de conversión, así fue constituyendo la nueva comunidad mesiánica, en la que hunde sus raíces la Iglesia y, por ende, la Orden de los Hermanos Menores[5]. La conversión nace de la gracia de Dios, tiene como raíz y motivo la bondad de Dios, así lo expresa Francisco de Asís: “el Señor me concedió a mí el hermano Francisco comenzar a hacer penitencia”[6]. Si el Señor regala la penitencia, esta es en primera instancia una gracia, una expresión de su misericordia y no el reconocimiento a los méritos del ser humano. Es el fruto de la gratuidad de Dios y no el resultado de los esfuerzos del cristiano. Es Dios, en el Verbo encarnado, quien se acerca al hombre y le abre la posibilidad de ser y sentirse nuevamente un hijo del Padre[7]: supone alterar radicalmente la manera y dirección de toda la vida en sus motivaciones, actitudes y objetivos básicos. Es una transformación de la persona desde la misma raíz, es decir, un arrepentimiento total, para re-orientarla y re-organizarla según los criterios del Reino de Dios, lo que exige una nueva jerarquización de valores. Es un cambio fundamental del modo de pensar, sentir y actuar. Consiste en educar y ordenar la vida al estilo de Jesús para llegar a la configuración con él. El Hijo del Padre invitó a volver a Dios, pero a volver ahora; entonces es una llamada inminente y urgente, pues está orientada en relación a la venida del Reino. Esto implica dar la prioridad absoluta al Señor, reconocerlo como Señor y Padre, lo cual conlleva una ruptura con la vida anterior para asumir un nuevo estilo de pensar, sentir y actuar. La respuesta a la llamada del Reino de Dios requiere también la fe, pero una fe firme y segura, esto es: una confianza inquebrantable en Dios. El bautismo confirma y sella estos dos pilares fundamentales de la vida cristiana y la vida consagrada será luego una radicalización de la original vocación cristiana: “esta conversión en una nueva creatura, que comienza por la fe y el bautismo, exige un esfuerzo continuo, mediante el cual renunciamos a nosotros mismos”[8]. La vida en penitencia conduce y estimula a la renuncia de sí mismo que introduce al fraile menor en el largo camino hacia la alteridad, entendida como la salida de sí y del siglo, es decir, del círculo de la carne y de los criterios del mundo[9]. Esta idea está aún mejor explicada en los siguientes puntos:

a. Penitencia y proceso

La vida en penitencia es un proceso que se inicia, pero no acaba. El camino no está orientado hacia un fin o una meta, sino más bien hacia una plenitud. Así lo entiende Francisco de Asís cuando, en sus escritos, emplea formas verbales en gerundio: “viviendo”, “prometiendo”[10], etc. Este es el plus del proceso de conversión del fraile menor y de las exigencias evangélicas, cuyo objetivo no es la meta, sino el camino. Esta es la dimensión escatológica de la vida en penitencia que está orientada a una realización sublime, pero que es absolutamente responsable del momento presente. La penitencia, entonces, es un proceso que involucra toda la vida del creyente. De este modo colaboramos con el plan de la salvación, con la vida y misión de la Iglesia y con la humanización de todas las estructuras sociales[11].

Francisco de Asís afirma en su Testamento que el Señor le concedió “comenzar a hacer penitencia”, esta acción comporta un gran dinamismo, pues indica que la penitencia no es un episodio aislado de la propia historia ni un momento o una situación estática; el comenzar presupone el proseguir o dar continuidad. Francisco la concibe como una fuerza dinámica que induce a abandonar permanentemente el pecado (búsqueda del propio yo) y a regresar al Señor que incesantemente está llamando. La penitencia es, por tanto, una condición de la vida cristiana caracterizada como un proceso marcado por un comienzo, una persistencia y una terminación; es un itinerario que se sostiene a todo lo largo de la existencia de la persona, tiene una función mediadora para conquistar la vida eterna, cuando ya no será necesaria la conversión, pues se estará gozando de la plena posesión del amor. Esta característica que tiene la penitencia como un permanente comienzo se encuentra expresada de forma existencial en unas palabras que Tomás de Celano, el primer biógrafo de San Francisco, pone en sus labios después de haber narrado ese acontecimiento culminante de su vida que fue la estigmatización en la cima del Monte Alvernia. En efecto, dice el biógrafo que aunque en ese momento: “el glorioso Padre estuviese ya consumado en gracia ante Dios y resplandeciese en santas obras entre los hombres del siglo, sin embargo, estaba siempre pensando en emprender cosas más perfectas,… Y cuando por la enfermedad se veía precisado a mitigar el primitivo rigor, solía decir: “comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso o poco lo que hemos avanzado” [12]. La penitencia es un itinerario que abarca toda la vida, es lo que Francisco entiende por “servir al Señor” [13].

b. Penitencia y disposición del corazón

La penitencia es una disposición del corazón que, a su vez, se concretiza en la praxis: “La penitencia, como éxodo y conversión, es una actitud del corazón que exige una manifestación externa en la vida diaria, a la que ha de corresponder una verdadera transformación interior”[14]. Existe una indisoluble vinculación entre interior y exterior. El punto de partida es el corazón del fraile menor que debe estar ordenado de una forma coveniente para que pueda vivir la vida evangélica. Esta disposición permite acoger el don de la gracia y hacerla efectiva. Desde esta perspectiva se entiende que la penitencia es un largo y lento camino de éxodo y conversión que exigue a cada fraile el cuidado y cultivo del don recibido. Esta es la responsabilidad de la autoformación que requiere una actitud protagónica y proactiva de cada fraile. Afirmar que el punto de partida es la persona abre diferentes perspectivas. Por una parte, es un objetivo positivo y enriquecedor, por otra, es una tarea ardua y desafiante. Cada persona es distinta y esto conlleva aprender a ser paciente con el proceso que cada uno realiza, pero que exige una comunión de ideales que permita orientar positivamente el camino y evitar cualquier tipo de justificación o estancamiento.

El significado de la penitencia implica, por tanto, una doble dimensión: la interior y la exterior. Como acto interior, la conversión es la moción del corazón que en muchos casos se materializa y encuentra su complemento en la celebración del sacramento de la reconciliación y, en otros, su expresión en la penitencia como mortificación, o sea, en los signos externos que manifiestan un cambio moral; esta última acepción es la que ha predominado en las lenguas modernas, como queda dicho. Esta lógica recíproca entre interior y exterior permite vivir de un modo gozoso y dinámico la vida en penitencia.

c. Penitencia y cruz

La penitencia es una gracia y un punto de partida de la vocación, esto no significa que se la entienda y asuma solo como una exigencia del primer momento de la conversión, sino como una opción permanente de la vida cristiana. Este sentido se expresa de algún modo en la Carta que dirige Francisco a todos los frailes de la Orden en la que, al exhortarlos a recitar el oficio divino según la Regla, usa una de las expresiones más tajantes de todos sus escritos: “Pero cualesquiera de los hermanos que no quisieren observar estas cosas, no los tengo como católicos ni hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta que hicieren penitencia[15]. La convicción de que la penitencia es una condición de vida era tan firme en la mente del santo, que en una de sus exhortaciones no duda de colocar a los penitentes al lado de los justos y los bienaventurados que dan gloria a Dios[16].

La vida de los frailes menores, en consecuencia, está llamada a una práctica real a fin de poder encarnar de mejor forma los valores evangélicos. La consecuencia directa y concreta que recomiendan las Constituciones es que nuestra vida: “se ha de conformar con el precepto evangélico de la penitencia, y por ello ha de ser sencilla y frugal, como corresponde a los pobres”[17]. En este sentido el estilo de vida de los pobres es un referente para la vida de penitencia de los frailes. En efecto, el texto acentúa dos actitudes importantes, que son la sencillez y la moderación. El fundamento de la práctica personal y comunitaria de la mortificación es la pasión de Cristo. La pasión y muerte del Señor educa los sentimientos y las acciones de los frailes. De esto es un verdadero ejemplo Francisco de Asís y todos los santos de la Orden. Ellos han encarnado en un modo excepcional el carisma de la vida evangélica que Dios ha regalado a la Iglesia: “los penitentes franciscanos deben distinguirse siempre por una delicada y afectuosa caridad y alegría, al igual que nuestros santos, austeros consigo mismos, pero llenos de bondad y condescencia con los demás”[18]. El conjunto de sus vidas, trasparentan la presencia de Dios. Ellos son una escuela, un lugar de formación, para los frailes. La mortificación antes de ser un deber es una opción libre que nace en la intimidad de cada fraile: “en memoria de la pasión de Jesús y a ejemplo de San Francisco y de nuestros santos, practiquemos también la mortificación voluntaria moderándonos de buen grado en la comida, en la bebida y en las diversiones, para que todo sea testimonio de nuestra condición de extranjeros y peregrinos”[19]. Todo debe expresar la condición de extranjeros y peregrinos, ya que los frailes menores son hombres que están en camino hacia una meta futura y que ordenan sus opciones inmediatas, grandes y pequeñas, en perspectiva de la bienaventuranza futura. La penitencia, desde esta perspectiva, solo se puede entender desde la opción creyente, pues quien crece en la vida de fe debe crecer también en la vida de penitencia y quien persevera en una debe perseverar en la otra.

d. Penitencia y novedad de vida

Francisco cuando habla de la penitencia recurre con frecuencia a la idea de la perseverancia. En efecto la RegNB contiene una exhortación que los frailes debían decir en la predicación: “Bienaventurados los que mueren en penitencia, porque estarán en el Reino de los cielos. ¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo! (1Jn 3,10), cuyas obras hacen (cf. Jn 8,41), e irán al fuego eterno (Mt 18,8; 25,41)”[20]. El texto es una bienaventuranza que implica las ideas de promesa y bendición; en este caso, está contrapuesto a una maldición con la antítesis entre los que mueren y no mueren en penitencia. La antítesis tiene valor por su carácter escatológico, pues perseverar en la penitencia abre las puertas del Reino de los cielos a los hijos de Dios, mientras que no morir en ella hace “hijos del diablo”. Esta antítesis acentúa el dinamismo que posee la vida de penitencia en la mente de Francisco, pues no puede reducirse a ciertos momentos esporádicos de la vida, sino que se debe prolongar hasta la muerte. Con ello se quiere significar que la vida en penitencia no consiste en hacer penitencias, sino que exige ser penitentes. Hacer penitencia o convertirse no es una acción especulativa, un ejercicio mental, un raciocinio; es una acción que implica dar frutos, es decir, acciones concretas, demostrar que se está en camino hacia el Reino de Dios.

En la espiritualidad franciscana se podría decir que la vida se camina y para vivir plenamente hay que caminar. Sentirse en camino: es estar orientado, proyectado hacia delante, en movimiento hacia la felicidad, con confianza en el resultado final de la propia historia de vida. El autor del Sl 139 constata que, cuando creía huir, estaba haciendo camino hacia Aquel de quien había querido alejarse. Y se da cuenta, sobrecogido, que no es posible emprender una marcha que aleje de Dios, de que toda vida es un camino, con Él y hacia Él, en su presencia. Israel vivió el don de ser guiado y conducido a lo largo del camino hacia la tierra como sobre las alas protectoras de un águila[21]. Cuando el fraile menor logra narrar su historia como camino está haciendo una confesión de fe, porque se le ha dado el don de verla reorganizada en torno a un sentido, atravesada por una dirección, que es el Hijo de Dios y el anuncio del Reino. Sin embargo, el camino esconde a veces una sorpresa de gracia en la paradoja de un viaje inesperado que deshace nuestros planes, de un acontecimiento que nos deja desorientados y perdidos, sin saber ya dónde estamos ni hacia dónde vamos, sin referencias personales o fraternas, sin entender por qué hacemos lo que hacemos y vivimos como vivimos. El que se atreve a seguir adelante, aunque esté perplejo y buscando sin perder el ánimo, está afirmando, en cada uno de sus pasos, que se fía de Alguien que es el Camino, la Verdad y la Vida[22]. En este sentido, la vida en penitencia puede ser definida como el amor que busca, es decir, que está siempre en camino: “con íntimo dolor por los pecados propios y ajenos y con deseos de emprender una nueva vida, practiquemos obras de penitencia, acomodadas a la diversa mentalidad de las regiones y tiempos”[23].

2. Penitencia y vida ascética

Francisco quiso que sus frailes fueran hombres de penitencia, que vivieran en un constante proceso de conversión. El ejercicio de la penitencia contribuye a la re-educación del modo de pensar, sentir y actuar; por eso, en sí misma, conlleva una dimensión ascética, que tiene un valor pedagógico, cuya finalidad es alcanzar la verdadera imagen del hombre nuevo, es decir, la santidad de vida: “practiquemos por tanto el ayuno, la oración y las obras de misericordia, que nos conducen a la libertad interior y nos abren al amor a Dios y al prójimo”[24]. En este mismo sentido entra el dinamismo de la austeridad y la ascésis que son características de la tradición de la Orden. Sin embargo, para algunos la ascesis es un término cargado de asociaciones negativas, como la fuga mundi y la represión de la corporalidad, que alientan prácticas nocivas para el cuerpo y una minusvaloración del mismo. Más aún se entiende como la renuncia al placer, la promoción de la mortificación y del sacrificio personal, exhorta a controlar los apetitos desenfrenados y la excesiva atracción por lo placentero y por el gozo. No obstante, la ascesis está lejos de estos prejuicios. No se trata de refrenar, controlar y suprimir; más bien, la ascesis apunta a explorar, desplegar y discernir. La ascesis entendida como práctica y ejercicio, y no como auto-perfección, despliega y encausa las potencialidades del ser humano. Una forma de vida ascética, ayuda a discernir y reorientar los deseos de dominar, consumir y poseer, así como hace florecer los buenos deseos: amor, justicia, misericordia, humildad y caridad. En este sentido, no solo es posible separar el término ascetismo de las asociaciones negativas que puede evocar en algunos, sino que, además, puede abarcar y vincular de manera significativa una gran variedad de prácticas, actitudes y esfuerzos que los frailes menores están llamado a vivir.

La acción del Espíritu Santo y el ejercicio constante de la penitencia contribuyen a establecer una relación sana y equilibrada consigo mismo, con Dios, con los otros y la creación y, en modo, especial con los pobres. Esto desemboca en la edificación de la fraternidad evangélica universal. Francisco predicó la penitencia y lo mismo quiso que hicieran los frailes. Esta primitiva predicación estuvo caracterizada por dos elementos fundamentales: la invitación a la alabanza y a hacer penitencia[25]. Así mismo presentaba una coherencia existencial, pues la palabra proclamada reflejaba y sintetizaba la vida de los frailes. Por esto, mirando la figura de Francisco, las Constituciones señalan: “con gran fervor de espíritu y gozo interior, ordenó su vida según las bienaventuranzas del Evangelio, predicó incansablemente la penitencia, animando de obra y de palabra a todos los hombres a llevar la cruz de Cristo y quiso que los hermanos fueran hombres penitentes”[26]. La practica y la predicación de la penitencia solo se pueden entender desde el gozo y la alegría que provoca la obra de Dios en cada uno de sus hijos. Este es el elemento constitutivo de lo que conocemos como “la verdadera alegría” que es la participación en el misterio pascual de Cristo: “con empeño, completando en nosotros lo que falta a los sufrimientos de Cristo, participamos en la vida de la Iglesia, santa y siempre necesitada de purificación, al tiempo que favorecemos la unidad de la familia humana en la caridad perfecta, promoviendo de este modo la venida del Reino de Dios”[27]. En este sentido, la penitencia en las Constituciones capuchinas, es vista desde sus diferentes ángulos; no se refiere a una fe conceptual y abstracta, sino que adquiere una gran concretización en la persona misma de Jesucristo. La RegNB nos ofrece una dimensión de la penitencia muy original a la vez que sorprendentemente actual, en cuanto es entendida no como una actividad de auto-perfección sino, ante todo, como una virtud social: “Y te damos gracias porque el mismo Hijo tuyo vendrá en la gloria de su majestad a enviar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron, y a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: «Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino, que os está preparado desde el origen del mundo» (cf. Mt 25,34)”[28].

Como se puede fácilmente observar, el texto hace directa referencia al juicio escatológico[29], en el que Jesucristo se identifica con los hambrientos, los sedientos, los presos, etc. Se introduce el concepto de penitencia tanto en la parte negativa como en la positiva y en ambos casos es presentado unido al conocimiento del Hijo. En la parte positiva, además del conocimiento del Hijo, la penitencia aparece al lado de la adoración y del servicio de ese mismo Hijo. Es interesante notar la sucesión de verbos usados por Francisco en la parte positiva: “te conocieron y adoraron y te sirvieron”, es decir, que conocer y adorar y servir en penitencia al Hijo es lo mismo que conocer, servir y adorar a los que están en situación de marginalidad por causa del hambre, la pobreza o la falta de libertad. A la luz de este texto, la penitencia no se reduce a una praxis individualista que, por lo mismo, casi siempre resulta evasiva, sino que, por el contrario, tiene una profunda repercusión social, en cuanto supone un esfuerzo de re-conocimiento de Jesucristo y de servicio a Él en los pobres y los más marginados de la sociedad. Francisco mismo confirmó esta concepción de la penitencia a través de su encuentro con los leprosos, quienes le causaban repugnancia “cuando estaba en pecados”, pero cuando “el Señor lo condujo entre ellos” y practicó “misericordia con ellos”, lo que antes le parecía amargo se convirtió en “dulzura del alma y del cuerpo”[30]. Una de las exigencias de la penitencia según el pensamiento de Francisco es que está llamada a producir frutos. Esto quiere decir que no es una virtud intimista, sino que debe manifestarse a través de signos que hagan creíble a quien dice practicarla. Además, esta es una práctica que involucra y responsabiliza a toda la fraternidad: “individualmente y en fraternidad, sobre todo en el Capítulo local, interroguémonos a la luz del Evangelio acerca de nuestro estilo de vida y opciones, para que sean siempre expresión de un camino de conversión comunitaria”[31]. Desde esta perspectiva las Constituciones proponen la siguiente praxis:

a. Caridad delicada y afectuosa y la alegría

La vida en penitencia tiene su fundamento en el amor de Dios expresado en Cristo. En el Hijo amado, muerto y resucitado, el amor alcanza el extremo más alto que es la caridad. En la escuela de la meditación y contemplación de la pasión y de la cruz de Cristo, elementos característicos de la tradición capuchina, los frailes forman entrañas de misericordia y compasión: “es característica peculiar de nuestra Orden el espíritu de penitencia, mediante una vida austera; nosotros, en efecto, a ejemplo de Cristo y de San Francisco, hemos elegido la estrecha vía del Evangelio”[32]. La belleza de la penitencia radica en donar y entregar la vida y no solo en la auto-perfección o ascética personal[33]. La belleza del fraile penitente radica, en efecto, en la misericordia y la compasión, a ejemplo de “nuestros santos, austeros consigo mismos, pero llenos de bondad y condescendencia con los demás”[34].

b. Obras de penitencia

La vida en peniencia y la práctica de la penitencia engendran felicidad. Estar unficados a nivel espiritual, relacional y existencial genera coherencia, evitando así las contradicciones que generan división y fragmentación, lo que desemboca en la experiencia de una vida gozosa y libre. En este sentido, la ascesis de la penitencia es un elemento pedagógico que esta muy bien expresado en las recomendaciones prácticas: “en consecuencia, ofrezcamos por nuestra salvación y por la de los demás la pobreza, la humildad, las molestias de la vida, el fiel cumplimiento del trabajo cotidiano, la disponibilidad para servicio de Dios y del prójimo y el compromiso de cultivar la vida fraterna, los achaques de la enfermedad o de los años e, incluso, las persecuciones por el Reino de Dios, a fin de que sufriendo con los que sufren nos alegremos siempre de nuestra conformación con Cristo”[35]. Estos elementos no son expresiones de una rigidez de vida que buscan al autoperfección, sino que son una ocasión oportuna y un punto de partida para realizar el mandamiento del amor y de la vida en conversión. La vida en penitencia es una respuesta al amor: “ante todo, recordemos que nuestra misma vida consagrada a Dios es una extraordinaria forma de penitencia”[36] y por este motivo solo se puede comprender desde el gozo y la libertad. Participamos y celebramos el misterio pascual de Cristo, reproduciendo el movimiento misericordioso de Dios expresado en la kénosis de la encarnación y de la cruz, fundamento y principio de la vida en penitencia.

c. Algunas prácticas penitenciales

Cristo, el Hijo Amado, es el enviado del Padre. Al inicio de su misión y guiado por el Espíritu Santo, ayunó en el desierto: “Cristo Señor, recibida la misión del Padre y guiado por el Espíritu Santo, ayunó en el desierto durante cuarenta días y cuarenta noches”[37]. Francisco, fiel discípulo, asumió el ayuno y la oración como espacio de formación y de encuentro con Dios. En la práctica de la vida en penitencia existen tres elementos que estan intrínsecamente unidos: el ayuno, la oración y las obras de misericrodia. Estos son elementos que caracterizan la ascética cristiana y que están ordenados a la formación y donación de la persona. A continuación, presentamos algunos de los elementos más importantes de estos aspectos fundamentales:

  • Ayuno: Esta práctica está incluida dentro del seguimiento de Cristo como un elemento concreto que permite al fraile menor formar los sentimientos del Hijo, especialmente el primado de Dios y la compasión con los que sufren cualquier tipo de fragilidad. El objetivo de ayunar es ayudar al fraile a salir de sí mismo e ir al encuentro de los otros para dejarse llevar de la mano del Maestro en el servicio y la entrega confiada a los demás. Cuando la persona se convierte en su propio centro, todo da vueltas a su alrededor, haciéndose egoísta y egocéntrico, autorreferencial, incapaz de ver y de escuchar el clamor de los otros y de escuchar la voz de Dios. El ayuno y otras prácticas de penitencia vistos, a la luz de la Palabra de Dios, pueden ser instrumentos que ayudan a corregir algunas actitudes típicas de la cultura del derroche, en la medida en que contrarresta el egocentrismo y fomenta un sentido de gratitud, de solidaridad y el redescubrimiento de la belleza.
  • La oración: La verdadera vida y práctica de la penitencia consiste en una vida centrada en Dios, sostenida por la fe, que se alimenta del encuentro con Él y con la realidad y se expresa en el seguimiento radical de Jesús, desde un proceso continuo de conversión y vivencia radical y libre del Evangelio. Esto significa entrar en la dinámica de los sentimientos de Jesús de tal modo que la mente, corazón y voluntad sean “cristo-formados”.
  • Las obras de misericordia: Si no hay un autentica vida de penitencia, no hay gratitud ni generosidad. En este caso las obras de misericordia se transforman en el modo concreto, a través del cual, el fraile menor hace fecunda la penitencia. De este modo se evita que la penitencia se concentre exclusivamente en la autoperfeción, que puede llevar al engaño del egoísmo, expresado en una rigurosa vida ascetica. Francisco es un maestro en desesmascarar este tipo de actitudes que disfrazan una seudo-santidad[38]. El mismo texto de las Constituciones corrobora lo antes dicho: “compartamos fraternalmente con otros pobres lo proveniente de la mesa del Señor, a causa de nuestra mayor moderación, y practiquemos con mayor fervor las obras de misericordia, según nuestras tradiciones”[39]. Los frailes están invitados a abrirse a la acción del Espíritu Santo. Es el Espíritu quien hace nuevas todas las cosas, es Él quien crea y recrea la existencia y hace capaz de emprender nuevos caminos. Sin una vida fundamentada en el Espíritu es impensable cualquier camino de bien y de bondad.

d. Los tiempos litúrgicos de especial penitencia

La liturgia es la celebración anual y diurnal del plan de la salvación. A través de ella el fraile menor celebra y aprende el movimiento miseriordioso de Dios: se transfroma en menor y en hermano. En este sentido, la liturgia es un espacio de formación y motivación para la praxis de la vida en penitencia[40]. Las Constituciones proponen algunos momentos importantes:

  • Cuaresmas: esta práctica es una forma de unirse a Cristo y a la Iglesia. Se trata de orar, meditar y contemplar la pasión y muerte de Cristo, con el fin de crear en el fraile los sentimientos del Hijo Amado.
  • Viernes: Esta práctica tiene como finalidad vincular la vida de los frailes con la pasión y muerte de Cristo: una memoria agradecida y una actualización del misterio de la salvación. Habilita al fraile para la compassio.
  • Vigilias: La acción vigilante y siempre atenta alimentan en el fraile menor la esperanza y nutren la dimensión escatológica propia de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, un anticipo del Reino de los cielos.

Estas y otras prácticas están orientadas a hacer la vida del fraile menor más gozosa y coherente; así lo expresa el mismo Francisco: “no se manifiesten tristes e hipócritas”. Los frailes están llamados a vivir una penitencia alegre. Es preciso rescatar también la mención de la recepción del Cuerpo y la Sangre de Cristo. La unión de estos dos aspectos, penitencia y Eucaristía, explica que la penitencia logrará ser una condición de vida en la medida en que esté sostenida por el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

3. Penitencia, reconciliación y misericordia

Otro núcleo temático importante que presentan las Constituciones es la relación entre penitencia, reconciliación y misericordia. Se podría decir que en el pensamiento de Francisco hacer penitencia y hacer misericordia están intimamente vinculados, tal y como lo expresa en el Testamento[41]. En este proceso tuvieron un protagonismo fundamental los leprosos. Vivir entre ellos y hacer misericordia con ellos estimuló su éxodo del mundo, es decir, abandonar un determinado modo de pensar, sentir y actuar, incluso cambiar el espacio geográfico y, por ende, un nuevo modo de ubicarse en la socidad y en la Iglesia, siendo conducido por Dios hacia la periferia, a lo frágil y pequeño: “San Francisco comenzó, con la gracia del Señor, una vida de penitencia-conversión usando de misericordia con los leprosos y saliendo del siglo”[42]. Este proceso lo llevó a pasar del joven Francisco al hermano Francisco. La conversión estuvo marcada por la misericordia y los pobres y por arrepentimiento y el cambio de vida. En este sentido se presentan algunas ideas importantes:

a. Penitencia y arrepentimiento

Francisco invita a los frailes a evitar el pecado porque las consecuencias que trae consigo son extremas, pues desintegra al hombre, desarmoniza el proyecto original de Dios para cada persona, rompe y daña los niveles fundamentales de la relación humana: consigo mismo, con Dios, con los otros y con la creación. El pecado crea un desorden en las relaciones. Esto genera un mundo des-armonizado que genera una circularidad de vicios que atrapan la existencia del fraile menor creando un imperio de luchas internas que cada vez dividen más a la persona. Esto genera un corazón agresivo y violento, es decir, esa constante tendencia a atacar o actuar con provocación o violencia; es el ímpetu de la destrucción, que no solo es en un lugar geográfico, sino que tiene origen y morada en el corazón desintegrado del hombre. Todavía esta situación de “no-paz” se expresa, según Francisco, en aquella prohibición que hace a los hermanos: “no litiguen ni contiendan con palabras (cf. 2 Tim 2,14), ni juzguen a los otros”[43]. Consciente de las consecuencias de la ruptura con Dios el texto de las Constituciones invita a reconocer, “el pecado en nosotros y en la sociedad humana” y a “empeñarnos constantemente en la propia conversión y en la de los demás, para configurarnos a Cristo crucificado y resucitado”[44].

b. Penitencia y vida sacramental

A través de la remisión de los pecados, operada por el Espíritu Santo, recibimos los beneficios de la pasión y muerte de Cristo. El Padre mira al mundo, mediante la cruz del Hijo; así restituye a cada persona su dignidad original de Hijo. La pasión y muerte sanan, liberan y fotalecen porque son la potencia de la misericordia del Padre. Así, los frailes quedan íntimamente unidos a la Iglesia, que es el espacio teológico donde se experimenta la acción misericordiosa y vivificante de la gracia: “en el Sacramento de la penitencia o de la reconciliación, gracias a la acción del Espíritu Santo, que es la remisión de los pecados, al experimentar los beneficios de la muerte y resurrección de Cristo, participamos más íntimamente de la Eucaristía y del misterio de la Iglesia”[45]. La penitencia evangélica se vive dentro de la comunidad de los bautizados, pues la vida renovada de los frailes es un testimonio del amor de Dios. El sacramento de la reconciliación purifica y sana no solo al fraile en forma individual, sino también en su dimensión comunitaria restableciendo “la unión con el salvador y la reconciliación con la Iglesia”. Los frailes reconciliados y pacificados, como auténticos menores, promueven la reconciliación y conversión fraterna con todos los hombres: “en este sacramento no solo se purifica y regenera cada hermano, sino también la comunidad de hermanos, pues se restablece la comunión con el Salvador y, al mismo tiempo, la reconciliación con la Iglesia”[46]. La celebración comunitaria del perdón abre la perspectiva a una dimensión universal e inclusiva de la experiencia de la misericordia del Padre. En este sentido la gracia celebrada y recibida en los sacramentos es una ayuda que sirve a para que “purificados y renovados por medio de los sacramentos de la Iglesia, seamos también robustecidos en el compromiso de fidelidad a nuestra forma de vida”[47]. La fidelidad y la perseverancia van más allá de la permanencia en la Orden, ya que están principalmente orientadas a la encarnación de la vida evangélica, lo cual conlleva un proceso diario y concreto, que exige poner en práctica la Regla y vida de los Hermanos Menores. En esto consiste la pertenencia y participación en la vida de la Orden y de la Iglesia. Desde esta perspectiva se entienden algunas recomendaciones prácticas:

  • La celebración frecuente y consciente del sacramento de la Reconciliación. Los frailes reciben la facultad de confesar según las normas de la Iglesia y de la Orden. Además, ellos mismos están invitados a confesar sus pecados con cualquier sacerdote autorizado: “teniendo en gran estima el sacramento de la reconciliación, acudamos a él frecuentemente. Reconciliados con Dios, esforcémonos en difundir su amor entre nosotros a través del perdón recíproco y promoviendo la reconciliación fraterna”[48]. Al mismo tiempo, los frailes confesores deben cultivar y formar un corazón bondadoso para evitar airarse y turbarse por el pecado del prójimo[49]. Esto exigiría tener en cuenta no solo la frecuencia con que se practica el sacramento sino también el modo como se celebra y las repercusiones reales que tiene en la vida ordinaria.
  • El examen de consciencia cotidiano y el acompañamiento espiritual. Esta es una práctica no solo recomendada para los demás, sino un instrumento eficaz en la vida de los mismos frailes, lo cual refleja la seriedad del cuidado y del cultivo de la vocación del fraile menor: “valoremos también el examen de conciencia de cada día y el acompañamiento espiritual, para poder responder a las mociones del Espíritu con generosidad y orientarnos resueltamente hacia la santidad”[50]. La animación del guardián toca también estos aspectos importantes, incentivando la experiencia de una vida penitencial orientada al proceso y desarrollo del fraile.
  • Celebración comunitaria de la penitencia. Este medio ayuda a los frailes a no perder de vista la dimensión social de la conversión que atañe en primer lugar a la fraternidad, a la Iglesia y a la sociedad: “procuremos practicar también la celebración comunitaria de la penitencia tanto en nuestras fraternidades como con el pueblo de Dios, conscientes de la dimensión social de la conversión”[51]. Estas iniciativas pueden ayudar a restablecer la paz y la concordia entre los frailes y entre los hombres. La misericordia de Dios celebrada y compartida ayuda a originar y promover los ambientes de reconciliación, solidaridad y justicia.

c. Penitencia y misericordia

Toda la fraternidad está involucrada en el pecado o en la falta del fraile: “amándonos mutuamente con la misma caridad con que Cristo nos amó, no rehuyamos al hermano que se encuentra en peligro, antes bien ayudémoslo con solicitud. Y, si llegara a caer, no seamos sus jueces sino amémoslo más, pensando que cualquiera de nosotros caería en situación peor si Dios, por su bondad, no nos protegiera”[52]. Se trata de hacerse cargo de toda la vida de los frailes y de abrir las puertas del perdón sin condenar o separar[53]. No huir del fraile que está en dificultad. Se trata de acoger y aceptar, de llevar sobre sí, cargar con el peso del otro: “dichoso el hombre que, en su fragilidad, soporta a su prójimo en aquello que querría que le soportara a él si estuviera en una situación semejante”[54]. Llevar sobre sí la fragilidad del otro tiene un paradigma cristológico, el cual el fraile está invitado a recrearlo en el movimiento misericordioso: “miremos atentamente todos los hermanos al buen pastor, que por salvar a sus ovejas soportó la pasión de la cruz”[55]. Esto implica el gran desafío de crear ambientes de misericordia a través de actitudes concretas, como bien lo señalan las Constituciones, basándose en la Carta a un Ministro. Entre estas actitudes conviene señalar las siguientes:

  • No avergonzar y difamar. Estas acciones son del todo opuestas a la minoridad porque el fraile se atribuye a sí mismo el derecho de juzgar y por lo tanto ponerse sobre los demás, bajo el criterio de la autoridad moral. Francisco llamará a estos vicios: detracción y murmuración; aquellos que los practican son odiosos a Dios[56]. El no juzgar a otro es el fruto de conocerse y encontrarse a sí mismo, porque en este caso la persona se centra en sus propias faltas, reconoce sus lados oscuros, sabe que también puede caer en lo mismo que critica en los demás. Aún más, cuando otro peca, él no se escandaliza, sino que recuerda sus propios pecados.
  • La misericordia y el sigilo. Estas actitudes activan los sentimientos de compasión y ternura hacia el sufrimiento y error ajeno. Se podría decir, en sentido metafórico, que comprende levantar un muro de contención o una protección magnética ante la figura del fraile, evitando toda clase de prejuicios o de etiquetas; es el arte de aprender a honrar la vida de los demás, con sus virtudes y defectos. Mantener en secreto el pecado del fraile significa reserva y sigilo. Estas actitudes surgen de un corazón pacificado y humilde, actitudes fundamentales de la pobreza de espíritu y de la minoridad[57].

El guardián tiene un rol importante y fundamental. El término “guardián”, en efecto, lleva en sí la connotación afectiva de cuidar y atender a los frailes. Sin embargo, no se queda solo en este aspecto básico de las relaciones humanas, sino que va más allá abriendo la comprensión a un horizonte más amplio que es el seguimiento de Cristo. El guardián no solo defiende, protege y atiende a los frailes en sus diversas necesidades, sino que cumple estas funciones especialmente en relación a la fidelidad evangélica de los frailes que están a su cuidado. La función del guardián y del ministro es llevar los frailes a Dios. Ellos, teniendo el modelo del Buen Pastor, deben procurar recrear en sí los sentimientos de Jesús que por “salvar las ovejas soportó la pasión de la cruz”[58]. Ellos deben acoger a los frailes con una gran disposición de corazón y con una mirada buena: “los ministros y guardianes muestren paternal misericordia a los hermanos que pecan o están en peligro, y ofrézcanles la ayuda oportuna y eficaz, según Dios”[59]. Los frailes, especialmente aquellos que se encuentran en una situación de fragilidad, están invitados a dejarse ayudar y acompañar, acoger con humildad el don de la gracia y de la solidaridad fraterna. Otro aspecto importante del rol del guardián y del ministro es la reparación en caso de presuntos daños por la conducta impropia de los frailes: “los ministros y guardianes actúen con el mismo cuidado, en cuanto sea posible dentro de sus posibilidades y competencias, con las personas o comunidades, eventualmente perjudicadas por el pecado de los hermanos”[60].

Las Constituciones se basan en el espíritu del hermano Francisco expresado en la EpMin. Este hermoso texto ofrece una maravillosa pedagogía de la misericordia que vale la pena tener como fundamento y telón de fondo en las relaciones interpersonales entre los frailes y con todas las demás personas. De este modo, la disciplina y la corrección quedan revestidas de paciencia y humildad, como señalan las misma Constituciones: “con amor y verdad, tratemos de practicar la corrección fraterna que Jesús nos enseña[61]. El texto de la EpMin dice: “Y en esto quiero conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos”[62].

La autentificación del amor al Señor es el amor al hermano; más aún, es el ejercicio del amor en una situación particular que comporta el pecado y la ofensa. El amor se hace carne en el movimiento misericordioso con el otro, “en esto quiero conocer que amas al Señor”. El texto de la EpMin señala algunos elementos y actitudes fundamentales de la penitencia desde la óptica de la misericordia que son útiles para cualquier situación y que deberían regir las relaciones fraternas entre los frailes menores:

  • La situación de pecado. La realidad que advierte Francisco no es solo un pecado cometido por el fraile, sino “habiendo pecado todo lo que pudiera pecar”, es decir, es una situación moral y existencial en la cual se encuentra atrapado, corriendo el grave riesgo de atender y escuchar la voz del mal y ensordeciendo la voz del amor, lo cual se expresa en desconfianza, subterfugios, etc. La situación del fraile, en este caso, no es objeto de rechazo, juicio o castigo, sino que es ocasión para “hacer misericordia” con él.
  • Haber visto tus ojos. El texto no usa la pedagogía discursiva, no dice absolutamente nada de usar palabras, decir alguna cosa, etc. Se usa, por el contrario, el lenguaje de los signos: ver, mirar, etc. La mirada es la que hace evidente la misericordia: sin embargo, antes que la misericordia se transparente en la mirada debe haber hecho morada en el corazón pacificado y reconciliado del siervo de Dios. Dios mira a sus hijos con misericordia. De esta lógica se desprende que la expresión “tus ojos” significa el espejo y la misericordia de Dios para el otro. La existencia del fraile menor se transforma en una presencia, es decir, en el lugar teológico de la misericordia. En el encuentro y en la acogida el fraile que ha pecado experimenta la misericordia de Dios: en este caso el fraile se transforma en el rostro visible de la misericordia de Dios para el hermano.
  • La perseverancia de la misericordia. La misericordia ante la realidad y el pecado del fraile no puede terminar jamás y no puede ser nunca sustituida, incluso si el fraile “volviese a pecar mil veces ante tus ojos”. El movimiento misericordioso de Dios no se ha detenido por el excesivo pecado e infidelidad de su pueblo; él sigue fiel. Francisco no señala, en este caso, permanecer fieles a la vigilancia de la conducta moral, sino que invita a los frailes a permanecer fieles a la misericordia de Dios. Ella no se agota y no se cansa. Esta constancia hace que el círculo del pecado sea vencido por la espiral del amor gratuito de Dios recreado en el encuentro y en la acogida del fraile.
  • Atraerlo a Dios. El objetivo final de la praxis de la misericordia es atraer al fraile a Dios. En este sentido, la finalidad es mucho más alta: la misericordia que el fraile experimenta con el otro es solo un preámbulo, un trampolín, un empujón que lo impulsa a la misericordia de Dios. La pedagogía de Francisco, en este caso, no es primeramente la corrección, sino la misericordia, cuya finalidad es arrastrar, llevar tirando (trahas), al fraile a Dios. Es la lógica evangélica del setenta veces siete[63]. Esto pone en dinamismo al fraile al extremo de tomar él mismo la iniciativa: “y si no busca misericordia, pregúntale tú si quiere misericordia”.
  • Ofrecer misericordia. Francisco es consciente de que la situación de pecado o fragilidad no es siempre agradable para quien la sufre. Muchas veces ni siquiera se siente en derecho a pedir. Invitando a los frailes a ofrecer gratuitamente la misericordia supera este límite e invita a hacer efectiva la misericordia en la vida de quien ha empobrecido y enfriado su existencia, queriendo vivirla lejos del amor pleno y desbordante de Dios.

Estos versículos de la EpMin tienen como objeto evidenciar la misericordia de Dios, el cantus firmus es la misericordia divina, que es la medicina eficaz para sanar las heridas humanas, especialmente aquellas generadas por el pecado. Sin embargo, la corrección, ejercitada con caridad y prudencia, es la otra cara de la misericordia que busca restablecer el interior y la dignidad del hombre, así lo señalan las Constituciones, en el caso extremo, cuando los guardianes o ministros deben imponer alguna sanción: “no impongan sanciones, especialmente canónicas, a no ser que se vean obligados por manifiesta necesidad y aún entonces con gran prudencia y caridad, observando, sin embargo, lo prescrito por el derecho universal”[64]. Un aspecto importante es la prevención de cualquier tipo de conducta que vaya en desmedro de la dignidad personal y la de los demás, especialmente de los frágiles y marginados.

Conclusión

Los aspectos anteriores que presenta la penitencia según las Constituciones capuchinas ubican la importancia insustituible que tiene para el seguimiento de Jesucristo. Entendida como metànoia o conversión, exige la transformación total del ser humano en la imagen del hombre nuevo recreado en Jesucristo. La penitencia no es ante todo producto del esfuerzo humano sino un don de Dios y, por lo mismo, sitúa a los que la viven en el camino de la conversión, pues queda comprendida en el plan misericordioso de la salvación; por este mismo motivo ellos entran en la categoría de los pobres, para quienes todo es gracia. La penitencia consiste en un dinamismo que supone un comienzo, pero que se debe asumir como una tarea que acompaña e impulsa toda la vida del cristiano. En este sentido, le exige perseverancia, pues es una situación permanente que lo pone en tensión fundamental en función de la fidelidad a la vocación divina, por lo cual, sobrepasa los límites de un simple comportamiento ascético y de una visión individualista de la perfección en cuanto lleva al re-descubrimiento de Jesucristo. Una de las exigencias de la penitencia es que está llamada a producir frutos. Esto quiere decir que no es una virtud intimista, sino que debe manifestarse a través de signos que hagan creíble a quien dice practicarla. Se debe tener en cuenta que la penitencia es a su vez la decisión de cambiar de vida y que se debe exteriorizar en el arrepentimiento, la contrición y el propósito de perseverar en el bien. A la luz de todo cuanto precede, la penitencia es un requisito indispensable para alcanzar la verdadera imagen del hombre, aquella de Cristo el enviado del Padre, que es el rostro visible y concreto de la misericordia del Padre, la cual, a su vez, es el fundamento de la fraternidad y minoridad.



[1] Const. 109,1.

[2] Mc 1,5.

[3] Cf. Lc 15,11-32.

[4] Cf. Por ejemplo: Mc 6,12; Lc 5,32; Hech 26,20; Mt 3,8; Lc 3,8; 13,35; Hech 2,38; 8,22; 17,30: Ap 2,5.21;3,3.19; 9,21; 6,11; Mt 3,1-2; 4,17; 11,17.20; Lc 3,10-14; 5,32; 15,7.10; 24,47.

[5] Cf. CPO 36b; 41ss.

[6] Cf. Test 1,1.

[7] Cf. Lc 15, 11-32.; 18, 9-14.

[8] Const. 109, 2.

[9] Cf Test 1; RegB 10, 7.

[10] Cf. RegB 1,1; 2,11.

[11] Const 109, 3, 8.

[12] 1C 103.

[13] Cf. RegNB 23, 7; Cánt 30.

[14] Const. 110,1.

[15] EpOrd 44.

[16] “…de quien y por quien y en quien [Dios] es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos” (RegNB 23,9).

[17] Const. 112,1.

[18] Const. 110, 2.

[19] Const. 112, 2.

[20] RegNB 21,7-8; cf. Frag 1,64-65.

[21] Cf. Dt 32,11.

[22] Cf. Jn 14,6.

[23] Const. 113,1.

[24] Const. 111,3.

[25] Cf. RegNB 17.

[26] Const. 109, 5.

[27] Const. 109,8.

[28] RegNB 23,4.

[29] Cf. Mt 25,31-46.

[30] Cf. Test 1-3.

[31] Const. 113, 3. s

[32] Const. 109, 6.

[33] Cf. VICPO 5.

[34] Const. 110,2.

[35] Const. 110,5.

[36] Const. 110,4.

[37] Const. 111,1.

[38] Cf. Adm 12.

[39] Const. 111,6.

[40] Cf. Const. 111,3-5.

[41] Cf. Test 1-3.

[42] Const. 109, 4.

[43] Cf. RegB 3, 13.

[44] Const. 109,7.

[45] Const. 114,1.

[46] Const. 114, 2.

[47] Const. 114,3.

[48] Const. 114,4.

[49] Cf. 115, 1-4.

[50] Const. 114,5.

[51] Const. 114,6.

[52] Const. 116,1.

[53] ICPO II,9ss.

[54] Adm 18, 1.

[55] Adm 6, 1.

[56] Cf. RegNB 10, 7ss.

[57] Cf. RegNB 3,11.

[58] Cf. Adm 6.

[59] Const. 116,2.

[60] Const. 116,3.

[61] Const. 113,2.

[62] EpMin 9-1.

[63] Cf. Mt. 18,22.

[64] Const. 116,4.

Modificado por última vez el Viernes, 12 Junio 2020 10:49
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