Ordo Fratrum Minorum Capuccinorum ES

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updated 11:54 AM UTC, Mar 20, 2024

Fr. Prospero Rivi OFMCap

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Notas de introducción a la oración contemplativa

por fr. Prospero Rivi OFMCap

 (V. Carducci, S. Francisco recibe las llagas, Madrid 1630)

Cuando sea elevado en alto, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32):

San Francisco atraído por el remolino del amor de Cristo.

***

El título que he dado a estas páginas delimita y aclara la dirección del recorrido que se propone aquí. No se intenta describir la naturaleza y los caracteres de la que normalmente se llama oración contemplativa o de recogimiento, y que la tradición franciscana ha definido preferentemente como oración mental. Solo se quieren sugerir algunas disposiciones interiores que pueden favorecer un provechoso itinerario de oración personal tal como la tradición de los capuchinos ha intentado cultivar siempre y que también sus actuales Constituciones recomiendan con fuerza en el profundo capítulo III.

A lo largo del camino se manifestará también la interrelación fecunda que hay entre los dos ámbitos fundamentales de toda experiencia cristiana auténtica. La oración y las relaciones fraternas.

***

“Tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará” (Mt 6, 6).

“El cristiano existe o desaparece con la oración” (H. U. Von Baltahasar)

“Creo porque oro” (K. Ranher)

“Mi secreto es muy simple: oro,

y en la oración me enamoro de Jesús.

Y comprendo que orarlo es amarlo,

 y que esto significa cumplir su Palabra” (Madre Teresa de Calcuta)

“Si habéis perdido el gusto por la oración,

sentiríais nuevamente el deseo

poniéndoos humildemente a orar(Pablo VI, Ev. Test., 42).

“La oración es la respiración del alma y el oasis de paz

en el que podemos conseguir el agua

que alimenta nuestra vida espiritual

y transforma nuestra existencia” (Benedicto XVI).

Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y fortaleza, con todo el entendimiento, con todas las fuerzas, con todo el esfuerzo, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y voluntades al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará” (San Francesco, Rnb XXIII, 8: FF 69).

***

PREMISA

En septiembre de 2017 concluí mi servicio de formador de jóvenes en camino hacia la vida religiosa. Habiendo comenzado en 1972 y habiendo hecho una pausa de tres años para realizar estudios superiores en Roma, son 42 años en los que he estado en contacto con adolescentes, antes, y con jóvenes, después. Desde 1985 en adelante he tenido la tarea de formar candidatos a la vida franciscana-capuchina del noroeste: 20 años como Maestro de Novicios, cinco años con los Postulantes, tres años con los Estudiantes del Postnoviciado.

En 1989-90, durante mi servicio como maestro de novicios en Vignola habíamos visitado muchas veces la cercana comunidad monástica de Monteveglio (BO), fundada en los años 60 por Don Giuseppe Dossetti. Queríamos ser ayudados a profundizar en el tema de la oración, con una particular atención a la “Oración del Nombre”. Se nos aconsejó hacer una serie de encuentros con la Madre Inés Magistretti, durante muchos años superiora y formadora de las hermanas de la “Pequeña Familia de la Anunciata”. Nos pidió el texto de nuestras Constituciones para poder examinar con atención el capítulo sobre la oración. Cunado volvimos para el siguiente encuentro, la Madre Inés no dejaba de manifestar su admiración por las extraordinarias características que había encontrado en nuestro texto legislativo. No había visto jamás nada semejante en muchos otros documentos análogos que había consultado en su largo servicio de cofundadora y formadora. Nuestras Constituciones le habían encantado por el sabio equilibrio que tienen entre el aspecto normativo y el inspirativo, consiguiendo transmitir así, en su totalidad, en un solo texto la riqueza de nuestro carisma. Manifestaba un reconocimiento especial después por el capítulo III, que consideraba una verdadera obra de arte y que quiso seguir como guía en todos los sucesivos encuentros que tuvimos. Fue hermoso para nosotros que tal valoración viniese de una persona que dejaba transpirar una profunda experiencia interior y que ejercía desde hacía tiempo un papel importante en una comunidad que se distinguía por la fuerte dimensión contemplativa. Un estímulo para estudiar, estas nuestras benditas Constituciones, para conocerlas y amarlas más y para tratar de vivirlas mejor. Y esto, a partir de este extraordinario capítulo III, que es como el corazón de nuestro texto fundacional y que personalmente he considerado siempre un punto fuerte en la formación de los jóvenes.

Las notas que he tratado de referir aquí, que responden también a la petición de numerosos hermanos, hermanas y laicos a quienes se las he propuesto en retiros y cursos de ejercicios espirituales, son, en buena parte, el fruto de esa larga “escuela de oración”. Han sido pensadas y formuladas, en primer lugar, para los que pertenecen a la familia franciscana y querrían ser una modesta contribución para continuar una reflexión que favorezca la recuperación de esta dimensión contemplativa que es un elemento esencial de nuestro carisma, y esto no solo para nuestro provecho, sino en beneficio del Pueblo de Dios, que tiene necesidad urgente de recuperar también él, esta “oración profunda” a fin de conservar la fe apreciando su belleza.

Como nos pedía la Novo millennio ineunte[1], cada fraternidad nuestra debería ser una “escuela de oración”, entendida precisamente como comienzo y acompañamiento a la oración contemplativa, la única que puede garantizar el mantenimiento de la fe entre nuestra gente[2].

Mi generación ha trabajado mucho para aceptar la recuperación de este valor peculiar de la tradición franciscana, y las resistencias han sido -y en parte son aún- múltiples y argumentadas de forma asidua. Los jóvenes, en cambio, en general, están deseosos de recibir este alimento, y sé que los que han decidido positivamente la elección definitiva de nuestra forma de vida la practican fielmente y con alegre convicción.

He considerado un gran don la hermosa carta circular que en 2016 el Ministro General fr. Mauro Jöhri envió a todos los miembros de la Familia Capuchina. Refiriéndose al capítulo III de las Constituciones, insistió en la importancia de la oración en general, pero, sobre todo, ha señalado con delicado y fraterno vigor precisamente la necesidad de recuperar la oración mental, tanto en común como en privado. Por este llamamiento y por su posterior estímulo se me ha pedido que redacte estas notas.

INTRODUCCIÓN

Aclaremos los términos. ¿Qué se entiende por “oración mental”?

El Catecismo de los adultos de la Conferencia Episcopal Italiana (nº 997) llama a la oración mental “oración de recogimiento” y habla de ella en estos términos:

“Con el correr del tiempo el ejercicio de la meditación (que consiste en reflexionar sobre alguna verdad de la fe, para creerla con más convicción, amarla como un valor atrayente y concreto, practicarla con la ayuda del Espíritu Santo... implica reflexión, amor y propósito práctico: nº 996) se simplifica, el corazón prevalece sobre la reflexión. Se llega gradualmente a la oración de recogimiento. Te liberas de imágenes y pensamientos particulares, de recuerdos, preocupaciones y proyectos. Se dirige una simple atención amorosa a Dios, a Jesucristo, a cualquier perfección suya, cualquier acontecimiento salvífico. Se permanece en actitud de amor silencioso ante el Señor presente en nuestro interior. Se deja transformar por su Espíritu, que puede causar consolación o desolación, pero sin duda purifica y fortalece en la caridad. Cuando el fervor de esta experiencia se atenúa, es bueno volver a la meditación discursiva o a la oración vocal”.

1. El combate de la oración

En un hecho que, quien se propone orar más y mejor, descubre muy pronto que orar es difícil. ¿Por qué?

è La oración es un acto interior, espiritual: y los actos interiores resultan difíciles para nosotros que estamos hechos de materia y dirigidos hacia las cosas que afectan a los sentidos. Esto es verdad sobre todo hoy para nosotros, que vivimos inmersos en un río de imágenes, de palabras, de sonidos y de sensaciones.

è La oración es un acto que involucra a la inteligencia y al corazón y, por lo mismo, es un acto fatigoso. En general, nosotros trabajamos más voluntariamente con las manos que con la cabeza; e incluso quien se tiene por un intelectual trabaja bastante más a menudo con la fantasía o con la sola inteligencia, que con el corazón y la inteligencia juntos.

è La oración es un comunicarse con el invisible: orando nosotros no vemos, no sentimos y no tocamos a nuestro interlocutor, que es el Señor (nuestros sentidos están todos in tilk): no nos maravillemos si nos cansamos de mantener en Él nuestra atención (es el problema de tantas distracciones, sobre lo que volveremos).

è Por naturaleza somos perezosos (quien más, quien menos). La verdadera oración cuesta también por causa de nuestra congénita pereza para llevar adelante las cosas comprometidas y serias. Si se requiere esfuerzo y buena voluntad para aprender una profesión o un arte, aprender, en fin, algo difícil y no instintivo, no nos admiremos de que al comienzo también la oración requiera un notable esfuerzo: es normal, y sería equivocado pensar que no es para nosotros simplemente, porque no nos resulta fácil y espontánea. Decía un anciano y sabio hermano, es “el arte de todas las artes”.

è Está después el misterio del mal y la acción del gran Tentador-Acusador (Satanás o Diablo, el separador, el divisor) que, por definición, busca separar al ser humano de la unión con Dios y, por lo mismo, pone tantos obstáculos en nuestro camino hacia una oración más profunda y verdadera. Pero con la Pascua del Señor se nos ha dado el Paráclitos: el Abogado-defensor que está sentado a nuestro lado y alimenta en nuestro corazón la confianza-parresía que es propia de quien ha conocido y acogido la “buena noticia” de haber llegado a ser hijo amado en el Hijo Unigénito.

è “Cuando oréis, no uséis muchas palabras, como los gentiles” (Mt 6,7). El amor y la amistad son verdaderamente profundos solo cuando es posible permanecer en silencio con el otro. Mientras se tiene necesidad de hablar para mantener el contacto, quiere decir que la relación es aún superficial. Así sucede en la relación con el Señor: nuestra oración ha llegado a la madurez cuando hemos aprendido a sentirnos bien junto a Él, a no tener miedo a estar en silencio bajo su mirada. Si estamos comprometidos a amar no con la boca, sino con los hechos y en la verdad, “en esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón ante él, en caso de que nos condene nuestro corazón, pues Dios es mayor que nuestro corazón y lo conoce todo” (1Jn 3,19-20). Él sabe que somos pequeños y frágiles, y nos ama, así como somos; solo nos pide mantenernos en camino... “¿Qué es el ser humano? – se preguntaba don Primo Mazzolari- ¡Alguien en camino hacia Cristo![3].

è Pero el obstáculo mayor para conseguir una auténtica experiencia contemplativa me parece que es la inquietud de nuestro corazón, nos hace sentir poco amables y nos lleva a dudar continuamente de ser agradables al Señor[4]. Y estar largamente en silencio cerca de una persona que consideramos no está contenta con nuestra presencia y que no percibimos bien dispuesta hacia nosotros, nos incomoda y nos resulta difícil. Insatisfechos como estamos a menudo de nosotros mismos, tememos que también lo esté el Señor, y entonces estamos tentados de apartarnos de su mirada. Pero se trata de un tema delicado y complejo que será profundizado y sobre el que deberemos volver.

2. Oración personal y oración litúrgica.

Sobre la importancia absoluta de la oración litúrgica (S. Misa, Sacramentos, Liturgia de las Horas...) me parece que no es el momento de insistir: está fuera de discusión, puesto que todos sabemos que el Señor Jesús viene “objetivamente” a nosotros como Agua viva (ex opere operato, se decía antes) a través de los canales de la Palabra de Dios, de las acciones litúrgicas, por lo mismo a través de los Sacramentos, de modo particular en la Eucaristía, culmen et fons de toda la vida de la Iglesia.

Pero para acceder “de hecho” a la salvación de esta Agua viva que pasa junto a nosotros a través de los canales que el Señor ha dado a su Iglesia, debemos disponer de un recipiente capaz de contener tal Agua viva, y se manifiesta en nuestra fe más o menos viva (las disposiciones interiores que tenemos y la intensidad de nuestra fe son aquello que se llamaba el ex opere operantis).

Cualquiera podría preguntarse: pero ¿de versas la oración personal es tan importante? ¿No es suficiente la comunitaria, en particular la que vivimos con la Iglesia a través de la Liturgia y los Sacramentos?

Una primera respuesta nos la da san Juan Crisóstomo: “La oración personal y la litúrgica están entre sí como la brasa: si no hay brasa, no quema el incienso”.

Otra respuesta nada sospechosa nos la da Y. Congar, el gran teólogo dominico considerado el padre de la Constitución Conciliar Lumen gentium. Decía: “Con la oración recibimos el oxígeno para respirar, con los sacramentos nos alimentamos. Antes del alimento, está la respiración; y la respiración es precisamente la oración personal”.

Estamos en perfecta sintonía con la tradición franciscana que siempre ha entendido la oración como respiración de amor, y que admirablemente -aunque sobriamente- está incorporada en las actuales Constituciones de los Capuchinos, las cuales abren el hermoso capítulo III sobre La vida de oración de los hermanos con estas palabras: “La oración a Dios, como respiración de amor, comienza con la moción del Espíritu Santo por la que el hombre se pone interiormente a la escucha de la voz de Dios que habla al corazón” (Const. 45,1).

Téngase presente además que “la oración cristiana, incluso hecha en soledad, tiene lugar siempre dentro de aquella «comunión de los santos» en la cual y con la cual se reza, tanto en forma pública y litúrgica como en forma privada. (...) El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia[5].

3. Conocimiento de Dios y conocimiento de sí mismo.

¿Quién eres Tú, dulcísimo Señor mío, y quién soy yo?” (San Francisco).

El estar bien consigo mismo y con los otros depende en gran medida de nuestro estar bien con el Señor. La calidad de nuestra vida está en relación con la calidad de nuestra oración y viceversa.

El modo de orar de una persona revela su modo de ver/sentir a Dios y el tipo de relación que tiene con Él. Pero, además de la revelación del rostro que damos a Dios, la oración es precisamente revelación de nuestro rostro más profundo y secreto, el que dejamos aparecer solo ante Él. Tiene, pues, su verdad el doble refrán: dime cómo oras y te diré cómo es tu Dios – dime cómo oras y te diré quién eres.

Por una parte, es verdad, en efecto, que uno de los frutos de la oración es el hecho de entrar progresivamente en un conocimiento de Dios más profundo. No un Dios respecto al cual nos conformamos con algunas ideas heredadas de nuestra educación o de nuestra cultura, o incluso un Dios que sería el producto de nuestras proyecciones psicológicas, sino el Dios verdadero. La oración nos permite pasar de nuestras ideas sobre Dios, de nuestras representaciones (a menudo falsas o demasiado estrechas) a una experiencia de Dios. Es muy distinto. El objeto principal de esta revelación personal de Dios, fruto esencial de la oración, es conocerlo como Padre. Por medio de Cristo, a la luz del Espíritu, Dios se revela como Padre tierno y misericordioso.

Pero es verdad también que el ser humano puede conocerse verdaderamente solo a la luz de este Dios. Todo lo que puede conocer de sí mismo mediante medios humanos (experiencia de la vida, psicología, ciencias humanas) no hay que despreciarlo, bien entendido. Pero esto proporciona solo un conocimiento limitado y parcial de su ser. El ser humano ha llegado a su identidad profunda solo a la luz de aquel Dios que se ha revelado plenamente como Padre tierno y misericordioso en el rostro de Cristo crucificado y resucitado. Este descubrimiento de Dios como Padre, fruto que madura con la fidelidad a la oración, es la cosa más preciosa del mundo, el más grande de los dones del Espíritu[6].

4. Saber estar en silencio

Este es el itinerario sugerido por la gran Maestra de vida espiritual que ha sido Santa Madre Teresa de Calcuta:

DEL SILENCIO, A LA ORACIÓN – DE LA ORACION, A LA FE -

DE LA FE, AL AMOR – DEL AMOR, AL SERVICIO -

DEL SERVICIO A LA PAZ, LA SERENIDAD, LA ALEGRÍA DEL CORAZÓN.

Si no aprendemos a cultivar tiempos de silencio, tendremos solo dis-tracciones, di-versión, aquel divertimento que Pascal indicaba como el obstáculo principal para la con-versión a la que nos llama el Señor y que constituye el único recorrido hacia una vida plenamente humana. En efecto, llegamos a la cima de nuestra humanidad solo cuando vivimos como hijos de Dios en aquel Hijo Unigénito “que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste” (Rnb, 23, 5; FF 66). La contemplación -como parada silenciosa y serena bajo la mirada de aquel Dios cuyo rostro es el mismo de Jesús- es entonces la expresión más alta del amor. Se actúa cuando, del coloquio hecho con las palabras, se llega a la posibilidad de dialogar con un silencio que expresa mejor el bien que se quiere. La experiencia, en efecto, nos enseña que una amistad es verdaderamente profunda solo cuando es posible permanecer en silencio al lado del otro. Cuando se tiene necesidad de hablar para mantener el contacto, quiere decir que la relación es aún superficial. Lo mismo sucede en la relación con el Señor: nuestra oración ha llegado a la madurez, cuando hemos aprendido a sentirnos bien a su lado, en silencio.

También en la práctica clásica de la Lectio divina la “contemplatio” es el punto de llegada de los tres momentos que la preceden: la lectio (lectura atenta del texto escogido), la meditatio (relación de la Palabra que he examinado con mi experiencia concreta) y la oratio (invocación de la Gracia para poder vivir cuanto he comprendido). En nuestro caso “contemplatio” quiere decir favorecer aquel silencio interior que me permite reconocer la presencia fiel del Señor en el tramo de vida que he recorrido ya y, a la luz de la Sagrada Escritura, saber leer la “historia de salvación” que Él, el Señor, está llevando adelante también conmigo.

Para evitar malentendidos y para no ser ingenuos, creo que es útil precisar desde ahora que el tipo de oración del que estamos hablando, no se improvisa, no puede partir y ser llevado adelante así, al azar, confiados en la buena estrella, y no es una propuesta para hacerla a los principiantes en la fe. Pero puede ser el punto de llegada de una experiencia cristiana que ha adquirido ya cierta madurez: requiere (¡y presupone!) un trasfondo teológico correcto, fruto de una seria y constante lectura de la Palabra. Como tendremos la ocasión de resaltar más veces, podemos experimentar la relación de confidencia filial y de humilde audacia que la oración mental quiere favorecer y hacer crecer[7] solo si en nosotros hemos hecho sitio al verdadero rostro del Dios verdadero, el que hemos conocido en plenitud en el Hijo clavado en la cruz y con el corazón rasgado, y no a otras imágenes de la divinidad que creadas a la medida de nuestros pequeños pensamientos o fruto de los miedos atávicos de nuestro corazón.

Debemos reconocer, con todo, que del silencio, en vez de una oración verdadera y pacificadora, pueden derivarse el tedio y la frustración.

De hecho, solo ante aquel Dios que tiene el rostro de Cristo y por el cual sé que soy amado con un amor “agápico” (esto es, prescindiendo de mis méritos y también de mi pobreza estructural), puedo detenerme en silencio, venciendo la tentación de huir ante mi miseria, ante esa fragilidad que es inseparable de la finitud propia de mi condición creatural.

Con sus múltiples expresiones de límite en el plano físico, ético y espiritual, mi finitud me acusa y me pone en un malestar interior que me hace “estar fuera de mí mismo” (estar, por consiguiente, “alienado”), prefiriendo a la soledad que el silencio me hace experimentar, la compañía ruidosa de la TV, internet, música más o menos continua.

Solo si me dejo educar por el Señor -como el zorro del Principito- puedo llegar a vivir reconciliado con mi limitación y siempre en camino hacia la madurez en Cristo. El paciente y progresivo acercamiento al Dios que en Cristo se ha inclinado sobre mi finitud, la ha asumido sobre sí y así la ha redimido, hace crecer en mí la gratitud emocionada por un amor siempre inmerecido que cura las heridas y permite a mi corazón experimentar una paz profunda. “Siéntate, corazón mío -diría Santa Clara- porque el que te ha creado, también te ha amado y redimido; y tú, Señor que me has creado, seas bendito” (cfr. Proceso 3,20-22: FF 2986; y Leyenda 46: FF 3252).

En el ocultamiento y en el silencio se realiza la obra de la Redención, en el silencioso coloquio del corazón con el Señor se preparan las piedras vivas con las que es levantado el Reino de Dios, y se forjan los instrumentos elegidos que cooperan en su construcción” (Edith Stein).

Saber hacer silencio. . .

Busca hacer silencio dentro de ti,

un silencio profundo y tranquilo,

que no crea el vacío, sino que abre el corazón a la escucha

y permite advertir poco a poco una Presencia

discreta pero real, la presencia de tu Dios,

que se ha revelado plenamente en el Rostro de Cristo

y que se ha enamorado de ti....

Él te conoce y sabe todo de ti, y te escucha:

quiere que tú le digas la profunda nostalgia que tienes de Él...

después te habla para decirte que te ama,

y se te da para que tú estés lleno de Él,

haciéndote finalmente capaz de amar a los hermanos.

Haz callar tus palabras,

para escuchar su Palabra viviente,

el “Evangelio/alegre noticia”

solo de la cual estás realmente hambriento...

Y déjate reconstruir por ella, sumisamente, con ternura

hasta que el corazón se asienta y se dilata

en una confianza audaz que es don del Espíritu:

la de quien sabe ser “hijo amado en el Hijo Unigénito” ...

¿Tienes valor para estar solo con Él?

¿Quieres entrar en esta comunión de amor,

 la única capaz de dar solidez a tu vida?

El Señor tu Dios te está buscando hace tiempo.

Ahora está a la puerta de tu corazón y llama.

Es el Dios-amor que quiere hablarte de su amor por ti...

No tengas miedo... escucha... y bendice...

CAPÍTULO I

ALGUNOS PRESUPUESTOS

En este capítulo intentaremos ver algunos temas que pueden jugar un papel precioso para favorecer el despegue en la experiencia de oración que hemos tratado de describir hasta aquí.

Un primer tema será el correcto “enfoque” del verdadero rostro de Dios, desde el momento en que la imagen de Dios que “naturalmente” el ser humano tiende a hacerse está bastante alejada de la que nos ha sido revelada por Dios mismo en la Pascua del Hijo Unigénito.

Otro punto importante es el de aprender a leer, bajo la guía del Espíritu, nuestra peripecia personal en los términos de “historia de la salvación”, realizando el salto enorme que nos hace pasar de la religión a la fe.

En fin, haremos una presentación sobria de la “Oración del Nombre”, un tipo de oración de la que muchos han podido haber oído hablar, puesto que desde hace tiempo ha llegado a conocimiento de los cristianos también en Occidente, pero que quizá pocos han podido tener el coraje de acercarse más para intentar incluirla permanentemente en su propia vida espiritual. También ella, en efecto, no se deja acercar y no concede la riqueza de su perfume si no a quien la ha profundizado y cultivado el sentido verdadero y ha tenido después la constancia de practicarla con fidelidad. “Repetida a menudo desde un corazón humildemente atento, la invocación del Nombre de Jesús es el camino más simple de la oración continua” (CCC nº 2667). Hablaremos brevemente de ella, porque creemos que es un instrumento útil para quien ha decidido afrontar el desierto de estar en silencio bajo la mirada del Señor.

***

1. Cristo crucificado, revelación plena y definitiva del rostro del Dios-Amor

“¡Felipe, quien me ha visto, ha visto al Padre!” (Jn 14, 8)

Para llegar a una auténtica experiencia de Dios, como puede hacerse en la oración contemplativa, es necesario que esté enraizado en nosotros el conocimiento del rostro de Dios que nos ha sido revelado en plenitud por el Hijo Unigénito: “Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,8). Y para hacer esto, es preciso revisar el significado de la muerte en cruz del Señor.

La teología se ha preguntado siempre sobre la razón por la que el Hijo de Dios se ha dejado clavar en la cruz. Y la respuesta más relevante que hoy va emergiendo[8] es que solo así Él ha podido llevar a cabo la misión que el Padre le confió: la de corregir/curar las graves distorsiones que sobre la identidad de Dios había elaborado el ser humano en el tiempo, comprendida la imagen que de él nos ofrecen muchas páginas del Antiguo Testamento. En otras palabras, solo en Jesús, y en Jesús crucificado y resucitado, nos es dado conocer el verdadero rostro del único Dios verdadero, que no es ya el “Dios desconocido”, sobre quien proyectar las imágenes “obscenas”[9], o sea engañosas, que hemos atribuido a nuestros ídolos, sino que es ya para nosotros el Padre del nuestro Señor Jesucristo, y es solo con Él con quien nos es posibilitado (¡y dado!) entrar en relación mediante el Hijo Unigénito y guiados por el Espíritu Consolador.

Un obstáculo que hemos de superar es la interpretación aún difundida -sea en las altas esferas de una cierta teología como a nivel de la piedad popular- de la muerte de Cristo en cruz como expiación necesaria pedida por Dios Padre por la ofensa infinitamente grave hecha a Él, el infinitamente grande, por el pecado de Adán y por las innumerables, realizados por los seres humanos a lo largo de los siglos. Un Dios entendido así no se diferencia de los ídolos sedientos de sangre que los seres humanos han construido en las diversas culturas[10]. Desgraciadamente esta interpretación “expiatoria/satisfactoria”, presentada con sutil silogismo por un teólogo influyente como fue Anselmo de Aosta (1033-1109), ha dominado la teología occidental y la catequesis hasta un pasado reciente. El Jansenismos, surgido en Francia en el siglo XVIII, ha sido su expresión más sombría y duradera. Se puede decir que solo con el Concilio Vaticano II se han tomado distancias ante esta lectura y se ha comenzado a pasar página, recuperando una interpretación más correcta de los datos bíblicos[11].

¿Cuál es, pues, el significado profundo de la muerte de Jesús? ¿Qué ha sucedido de tan decisivo en la cruz para justificar su absoluta centralidad ya en el primer anuncio cristiano, y con una fuerza especialmente particular en Pablo? Ha sucedido que Dios ha vencido definitivamente el mal sin destruir con ella la libertad que lo ha producido. No lo ha vencido destruyéndolo con su omnipotencia y arrojándolo fuera de los confines de su Reino, sino tomándolo sobre sí, sufriendo él, en Cristo, sus consecuencias y venciendo el mal con el bien, que es como decir: el odio con el amor, la rebelión con la obediencia, la violencia con la mansedumbre, la mentira con la verdad. Sobre la cruz, Jesús “ha hecho la paz, destruyendo en sí mismo la enemistad” (Ef 2,15). Destruyendo la enemistad, no el enemigo; destruyéndola en sí mismo, no en los otros.

Así lo explica con su acostumbrada claridad el Papa-teólogo:

Las primeras comunidades cristianas, a las que Pablo se dirige, saben muy bien que Jesús ya ha resucitado y vive; el Apóstol quiere recordar no solo a los corintios o a los gálatas, sino a todos nosotros, que el resucitado es siempre el que fue crucificado. El “escándalo” y la “insensatez” de la Cruz están precisamente en el hecho de que donde parece haber solo fracaso, dolor, derrota, precisamente ahí está todo el poder del Amor desmesurado de Dios, porque la Cruz es expresión de amor y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad. Para los judíos la Cruz es skandalon, esto es, trampa o piedra de tropiezo: ella parece obstaculizar la fe del israelita piadoso, que se esfuerza por encontrar algo semejante en las Sagradas Escrituras. Pablo, con no poco coraje, parece decir aquí que lo que está en juego es altísimo: para los judíos la Cruz contradice la esencia misma de Dios, que se ha manifestado con signos prodigiosos.

Por lo mismo aceptar la cruz de Cristo significa realizar una profunda conversión en el modo de representarse y relacionarse con Dios. Si para los judíos el motivo del rechazo de la cruz se encuentra en la Revelación, es decir, en la fidelidad del Dios de los Padres, para los griegos, es decir, los paganos, el criterio de juicio para oponerse a la Cruz es la razón. Para estos últimos en efecto, la cruz es moría, estupidez, literalmente locura, es decir una comida sin sal; por lo mismo más que un error, es un insulto al buen sentido... Pero ¿por qué san Pablo precisamente de esto, de la palabra de la Cruz, ha hecho el punto fundamental de su predicación? La respuesta no es difícil: la Cruz revela “el poder de Dios” (1Cor 1,24), que es diverso del poder humano; revela, en efecto, su amor: “Lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1Cor 1,25). Distantes de Pablo en siglos, vemos que en la historia ha vencido la Cruz y no la sabiduría que se opone a la Cruz. El Crucificado es sabiduría, porque manifiesta verdaderamente quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la Cruz para salvar al ser humano.

Dios se sirve de modos y de instrumentos que a nosotros nos parecen a primera vista debilidad. El Crucificado desvela, por una parte, la debilidad del ser humano y, de otra, el verdadero poder de Dios, es decir la gratuidad del amor: precisamente esta total gratuidad del amor es la verdadera sabiduría[12]

Puede bastar para mirar en una perspectiva más correcta el Misterio de la Cruz y comprender por qué los santos han sido todos atraídos irresistiblemente por Aquel que ha prometido: “¡Cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí! (Jn 12,32:9. Pero para poder atraernos, el Señor necesita que consintamos acercarnos a él: el imán de su corazón atravesado debe estar a la distancia correcta que le permita apresar a nuestro corazón inquieto. Y por eso es necesario que nos dirijamos a Él, que nuestra mirada se pose sobre sus llagas y las lea correctamente como expresión suprema del Dios-Amor: “Mirarán a quien traspasaron” (Jn 19,37). El tiempo de oración ante el Crucificado, si es captado en la luz correcta, puede convertirse para nosotros -como lo fue para Francisco- en el tiempo en que el imán poderoso de su corazón traspasado logra alcanzar la frágil realidad de nuestro corazón (siempre sediento de un amor verdadero, es decir, desinteresado e incondicional: agápico) y lo atraiga hacia sí. Y es el Espíritu el imán que suscita y puede hacer crecer también en nosotros el enamoramiento que han vivido los santos.

Históricamente la contemplación del Señor Crucificado ha jugado siempre un papel de primerísimo relieve en quien ha practicado la oración contemplativa. Entre los franciscanos después, en la amplia senda de Francisco, de Antonio y de Buenaventura, el Corazón traspasado del Salvador no ha dejado jamás de inflamar los corazones de los santos y suscitar en ellos una gratitud conmovida, haciendo precisamente de su “oración mental” una fuerte experiencia de “oración cordial”[13].

2. De la Biblia a la vida: la historia personal como historia de salvación.

Como hemos dicho, para escalar humildemente en la práctica de la Oración mental son necesarios algunos recursos que permitan el encuentro con el rostro verdadero del verdadero Dios y no las falsificaciones que normalmente elaboramos a partir de nuestra experiencia humana. Uno de estos recursos es el de aprender a leer, bajo la guía del Espíritu, nuestra historia personal en términos de “historia de la salvación”[14], realizando el salto enorme que nos hace pasar de la religión a la fe. La religión es la relación que nace del hombre y se dirige a la búsqueda de Dios para atraerlo a nuestra parte. Es esta la estructura de fondo de toda experiencia religiosa que por instinto es elaborada por nuestro corazón: me ligo al Absoluto con una serie de ritos y sacrificio en la esperanza de que se me vuelva favorable.

La fe, en cambio, es abrirse a la iniciativa salvífica de Dios que en Cristo ha venido a nuestro encuentro, nos ha amado primero y nos ha revelado la posibilidad de entrar con él en una relación de amor, una relación que abandona los gestos y los modos de obrar del esclavo para entrar en la libertad de los hijos amados en el Hijo amantísimo. Abrirse a esta experiencia de fe es posible en la medida en que la frecuencia asidua de la Sagrada Escritura nos hace familiares con el modo de obrar de Dios con su pueblo y con cada uno de sus miembros, y nos enseña así a leer nuestra peripecia personal a la luz de la Palabra de Dios. Es lo que trataremos de ver brevemente en las páginas que siguen.

****

El camino que nos conduce a una fe madura es el que nos deposita lentamente en el corazón la certeza de una presencia fiel de Dios en nuestra vida, y que tal presencia fiel abraza cada día nuestra existencia, porque “cada día es hecho por el Señor”. En otras palabras, la gratitud entendida como memoria del corazón, es el primer componente de la experiencia de fe: “Cuán pobre es aún nuestra experiencia religiosa nos lo dice el hecho de que estamos poco ejercitados en comprender a Dios partiendo de nuestra misma vida, o nuestra vida tomando los pasos de su guía. No obstante, forma parte integrante de la fe la convicción no solo teórica, sino profunda y ‘cordial’ -que Él ha estado, está y estará presente en cada instante de nuestra vida” (R. Guardini).

No es la inteligencia por sí sola la que abre a la fe, sino el hacer memoria y depositar en el corazón las intervenciones del Señor en la historia general y en mi historia personal. Tenemos necesidad de aprender a re-cordar para poder re-leer como creyentes el misterio de nuestra existencia.

La teología espiritual conoce un concepto rico y eficaz para ayudar a este trabajo nuestro de “recuperación” de nuestro pasado a la luz de la Presencia misteriosa, pero fiel y bondadosa de nuestro Dios: es el concepto de memoria bíblica, como modo típico de creer del israelita piadoso, que creía recordando y recordaba creyendo: memoria que Moisés recomienda repetidamente no perder (“Re-cordad todo el camino que el Señor tu Dios te hizo recorrer en estos cuarenta años en el desierto”: Deut 8,2).

En efecto, ¿por qué creía un israelita? No ciertamente porque su mente era capaz de llegar a Dios a través de complicados razonamientos, sino porque ... sus ojos habían visto (Deut 11,3-7 y 29,1-6), porque sus padres le habían narrado (Deut 32,7), porque en el desierto había experimentado la fascinación de la cercanía de Dios y había sido puesto a prueba (Deut 8,3).

Como he dicho, tal memoria bíblica supone una cierta familiaridad con la Palabra de Dios para ser practicada también por nosotros. Es como si la Biblia se convirtiese en un espejo en el que el creyente ve reflejada su aventura existencial. En el fondo, la historia de Israel cuenta lo que Dios hace hoy en la vida de cada creyente, cuenta su modo de comportarse respecto al ser humano.

En consecuencia, leer la propia vida a la luz de la Biblia quiere decir descubrir la verdad, aquello que nuestra vida puede y debe ser según el proyecto de Dios, que actúa con nosotros como una vez actuó con nuestros padres. En concreto significa comprender los acontecimientos centrales y más significativos de la aventura del pueblo de Israel como parámetros desde los cuales medir o las claves de lectura con las que interpretar nuestra historia personal. Es el concepto de categoría bíblica. Categorías bíblicas son, por ejemplo, la creación, la tentación, la caída, la esclavitud en Egipto, el Mar Rojo, la liberación, la llamada, etc.

A través del concepto de categoría bíblica, la Biblia se convierte en el paradigma sobre el que aprendemos a conjugar nuestra vida de verdaderos discípulos del Señor y la Palabra de Dios se convierte en la clave que nos permite interpretar correctamente nuestra historia.

Por esto necesitamos releer a menudo con los ojos de la fe nuestra aventura personal para discernir los pasos misteriosos pero reales de Dios, lo que Él ha hecho para venir a nuestro encuentro, para hacernos reconocer y manifestarnos su amor. Es así como toda historia humana llega a ser también historia de Dios, pensada y proyectada por Él, así como la historia de Israel es Palabra y manifestación de Dios. Y solo así nos es concedido pasar del Dios de los filósofos (una entidad abstracta y sin rostro que vive en sus inmensos cielos y cerrado en su silencio impasible) al Dios de la revelación bíblica, el Padre del Señor Jesucristo, de quien podemos vislumbrar y narrar las maravillas de amor en el desarrollo a veces tortuoso de acontecimientos siempre sostenidos por su Providencia.

Y es posible, por este camino, hacer la experiencia real -esto es, también emotivamente significativa, capaz de involucrar el corazón- que la acción y la presencia de Dios en la propia vida abraza todo lo vivido, comenzando por sus inicios, de manera que mi simple “ser” se convierte en “ser así porque así he sido pensado y amasado con amor por Dios”: “Eres tú quien me ha tejido en el seno de mi madre”, Sal 139,13; “En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías”: Sal 71,6: “Tus manos me han hecho y me han plasmado”, Sal 119,73; “Tu bondad me ha hecho crecer”, Sal 18,36...

Educándome para leer así mi vida desde su comienzo, preparo el terreno para acoger la presencia fiel del Señor como realidad más fuerte que cualquier desafío y decepción: “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá” (Sal 27,10) (pero podemos adaptar el texto a nosotros: mi marido, mi esposa, mis hijos, mis hermanos, la persona que me es más querida... y es el estupendo mensaje que no es propuesto por el Señor mismo en aquella joya que encontramos en Ezequiel, 16,1-14, una clave gozosa para releer nuestro itinerario de crecimiento en términos de misericordia).

Y crece en mí la certeza de que también en el futuro el Señor se mantendrá fiel en su amor: “He sido niño y ahora soy anciano, no he visto jamás al justo mendigar el pan”, Sal 27,10; que me hará capaz de afrontar los hechos de la vida con confianza y optimismo, sabiendo que Dios es Padre y continuará siendo Padre incluso en medio de las adversidades: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?... Si un ejército acampa conta mí, mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo”, Sal 27,1.3.

Crecer en la fe es hacer memoria cada día de esta “paternidad-maternidad” de Dios, y afrontar la vida con la seguridad que procede de esta memoria, predisponiendo mi corazón a actuar como hijo en toda circunstancia. Tal experiencia del amor divino se convierte en matriz de toda experiencia y acción; en efecto, el encuentro experiencial con la paternidad-maternidad de Dios y el acto de fe son verdaderos y profundos, cuando se convierten en matriz de cualquier experiencia posterior de vida. Es esta fe auténtica la que nos hace posible reconocer y asumir lo positivo y lo negativo presente también en nuestra vida, que, como la de cada ser humano, está compuesta de luz y de sombra.

En primer lugar, hay algo positivo que reconocer e integrar: es todo lo que la vida nos ha dado de bien desde el primer día de nuestra existencia, y ciertamente es mucho. Precisamente haciéndolo aflorar a la conciencia durante la oración silenciosa podemos educarnos a leerlo con agradecimiento y unirlo a la presencia fiel del Señor en nuestra vida. Es un entrenamiento que requiere una conversión de nuestra mirada, porque no estamos habituados a asumir una actitud de agradecimiento conmovido con respecto a nuestra historia. No nos brota espontáneamente reconocer el haber sido amados muy por encima de lo que hemos merecido, ni sabemos interpretar tales actos de bondad en nuestras relaciones como providencial mediación humana del amor de Dios. No obstante, como nos recuerda Lewis, “no tenemos derecho a esperar ser amados por nuestros familiares, pero podemos cultivar una razonable expectativa, siempre que nosotros y ellos seamos más o menos personas normales[15]

Tal ingratitud es hija del narcisismo hoy difundido que predispone un poco a todos a poner de relieve más lo que se considera no haber recibido que no a cultivar un reconocimiento por cuanto nos ha sido dado. Sí, debemos reeducar nuestro modo de recordar, para no caer en el frecuente fenómeno realmente expresado por el proverbio: Los seres humanos, si reciben el mal, lo escriben sobre el mármol; si reciben el bien, lo escriben sobre el polvo. Mientras es precisamente de la certeza de haber recibido ya tanto amor como podemos nosotros extraer los ladrillos para construir nuestra madurez afectiva: nada, en efecto, es tan exigente y responsabilizadora como la certeza de haber sido ya muy amados.

Pero hay también un elemento negativo en la vida de cada uno que requiere ser integrado, es decir, reconocido a todos los efectos como parte integrante de la propia identidad y recuperado como lugar y ocasión de una peculiar experiencia de Dios, y también tal recuperación es favorecida por la oración mental, donde en el silencio sentiremos aflorar el dolor de las heridas aún abiertas.

A tal fin las etapas pueden ser estas:

- Reconocer y llamar por su nombre el mal en su valor de pecado, manifestando un sincero malestar en cuanto no correspondencia a un Amor que cada día se me revela a través de la Palabra y de tantas otras mediaciones.

- Reconciliarme con mi profunda debilidad personal, reconociéndome y aceptándome también yo como un ser siempre necesitado de perdón: si la misericordia es el amor que va más allá de la justicia, todos nosotros hemos sido creados por un acto de misericordia, hechos por manos misericordiosas, pensados por una mente misericordiosa e insertados juntos en un inmenso plan de misericordia...

Y, si las cosas son así, el perdón -darlo y recibirlo- es la expresión típica de quien se siente un ser humano reconciliado.

- Transformar y transfigurar el mal moral: cuando lo he experimentado como perdonado, se convierte en ocasión y lugar de crecimiento en el bien, aunque solo sea porque libera a la persona de la tentación de cultivar manías de grandeza (es la experiencia de Pablo que “se enorgullece” de su debilidad después de haber pedido muchas veces ser liberado de ella: 2Cor 12,9).

Y cuando, bajo la mirada del Señor y releídas a la luz de su Pascua, las situaciones dolorosas del pasado son revisadas teniendo en cuenta lo que después sucedió, también a nosotros nos es concedido podre reconocer al Señor, aunque solo “de espaldas”, o sea, en los efectos benéficos que a través del sufrimiento Él ha dispuesto sobre nuestra vida[16].

En síntesis, se trata de reconstruir nuestro pasado para curarlo de aquellos componentes que pueden continuar influyendo negativamente sobre el presente. Y para hacer esto, es preciso liberarnos de los prejuicios que una cierta visión psicológica ha difundido a manos llenas en todos estos años, prejuicios según los cuales nuestro pasado condiciona de modo irreversible nuestro camino de hoy y de mañana.

Conviene tomar nota, en cambio, -precisamente en base a lo que las mismas ciencias humanas sugieren hoy- de que el pasado del ser humano, de todo ser humano, no puede jamás ser considerado como un destino, como cualquier cosa que tiene y debe tener un resultado fatal sin ninguna posible alternativa.

El nuevo principio base es este: el ser humano puede no ser responsable de su pasado, pero es responsable en todo caso de la actitud que en el presente asume frente a él y es libre de dar un significado. Ninguno le puede quitar esta libertad-responsabilidad, ni él mismo puede sustraerse a la tarea de aprender a introducir sentido allí donde parece que no hay ni ha habido.

Ante hechos incomprensibles la pregunta que hay que formular no es: ¿por qué ha sucedido esto?, sino: ¿qué actitud he de asumir para que lo que ha sucedido adquiera sentido? El ser humano, en efecto, puede modificar el valor de las situaciones históricas y puede introducir orientaciones nuevas en los mismos acontecimientos de la creación. En el fondo, es lo que ha hecho Jesús transformando incluso su muerte, insensata y absurda, en un acontecimiento de salvación universal: Dios estaba realmente ausente, y fue solo el amor incondicionado de Jesús el que lo hizo presente en el lugar de la desolación y de la muerte. De este modo Él ha introducido sentido y valor donde no existía, ha hecho presente a Dios donde los seres humanos le habían hecho ausente[17]

La fe -como recordaba Manzoni en relación con la Monja de Monza-, cuando es auténtica, permite a la persona dar sentido a todo lo vivido, comprendiendo su carga de contradicciones y de eventuales desgracias. Y esto sucede mediante la lectura de la Palabra, siempre leída para descubrir la luz de un amor misericordioso que nos es ofrecido continuamente no para que hagamos un uso personal consumístico de él, sino para que sea la clave interpretativa de nuestra historia, sobre la que el perdón continúa fluyendo: del amor hacia nosotros, y de nosotros hacia quien pensamos que somos deudores...

El TESTAMENTO DE SAN FRANCISCO es un ejemplo claro de la actitud típica del ser humano bíblico. En él, el Santo “hace memoria” de la propia historia salvífica y el recordar se convierte en bendición y entrega de lo vivido a los hermanos. Cuando él se vuelve hacia atrás para releer cuanto ha vivido, todo momento importante se le aparece como un don de Dios: “El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia... Y el Señor me dio tal fe en los sacerdotes... Y después que el Señor me dio hermanos...” (Test. 1ss).

Es lo que debemos aprender a hacer también nosotros para llegar a ser, como Francisco, personas eucarísticas: siempre más capaces de ver el bien que la misericordia del Señor ha sembrado ya en los surcos de nuestra vida y comprometidos a devolverlo gozosamente a Aquel que es la Fuente de todo bien, en la alabanza y en el servicio a los hermanos[18].

Podemos probar a hacer nuestra la actitud interior expresada en estas palabras:

Bajo tu mirada y a la luz de tu presencia amiga

que voy descubriendo, oh, Señor, de modo siempre más claro y profundo,

puedo repasar las principales etapas de mi camino de crecimiento,

también las más difíciles y dolorosas,

deteniéndome con gratitud sobre las personas y sobre los hechos

a través de los cuales has sembrado ya tanto bien en los surcos de mi vida,

para descubrir ahora mejor tus intervenciones discretas y delicadas,

signos de tu amor gratuito y fiel

que ha orientado poco a poco mis pasos hacia ti,

hasta conducirme aquí, a la situación concreta en la que me encuentro

donde me pides continuar mi camino de crecimiento humano y espiritual.

Con la fuerza de tu espíritu, es aquí, con estos mis hermanos/hermanas,

donde tú harás más fuerte mi fe, para que yo llegue a ser siempre más capaz

de entregarme confiado en tus manos

que ahora por experiencia sé que son manos fiables.

3. La “oración del nombre” u “oración del corazón”

Nos queda por ver un tipo de oración que puede resultar preciosa usándola incluso durante buena parte del “tiempo de la oración mental”. Tiene nombres diversos: oración del corazón – oración del Nombre – oración de Jesús – oración hesicástica (del griego esikia=silencio, quietud, simplicidad).

Es un modo de orar que permite centrar las energías del alma en torno a una idea simplicísima (porque está centrada toda en el Señor Jesús), pero completa (porque lo en todas sus características fundamentales, y nos relaciona con Él de la única manera correcta: como mendigos de misericordia). Se la puede considerar como una síntesis de todo el Evangelio.

Surgida antiguamente entre los monjes de Próximo Oriente y cultivada posteriormente por la tradición ortodoxa rusa[19], desde hace algunos decenios se ha hecho familiar también en occidente. El Catecismo de la Iglesia Católica le dedica cuatro párrafos (2665-2668), que merecen ser leídos enteros.

Es una oración que se funda en las exhortaciones apostólicas: “orad continuamente” (1Tes 5,17); “orad incesantemente con toda clase de oraciones y de súplicas en el Espíritu” (Ef 6,19); pero también en la palabra del mismo Jesús, que en diversas parábolas se refiere a la “necesidad de orar siempre, sin cansarse” (Lc 18,1) e invita a los discípulos a “vigilar y orar en todo momento” (Lc 21,36). En la tradición espiritual cristiana siempre se ha preguntado con una búsqueda a menudo fatigosa cómo poner en práctica esta exhortación tanto de Jesús como del Apóstol sobre la oración sin interrupción. Los padres del desierto han privilegiado una fórmula que encontramos atestiguada en el Evangelio, un grito dirigido a Jesús por enfermos y pecadores. Es este grito el que ha venido a ser la oración de Jesús. Consiste en repetir incesantemente la invocación “Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, ten piedad de mí, pecador”: una invocación que une el grito del ciego de Jericó que pide la curación (“Jesús, hijo de David, ten piedad de mí” en Mc 10,47) y la oración del publicano en el templo (“Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador”, en Lc 18,13)[20]

¿Por qué es preciosa esta oración? Nuestra mente tiende a vagar continuamente; y por un instinto que ahora está marcado por el pecado, se orienta preferentemente hacia el mal más que hacia el bien: resentimientos y animosidad contra alguno, deseos vagos y pensamientos impuros, arrepentimientos o remordimientos por hechos que se hunden en el pasado, temores o sueños irreales respecto al futuro (estar en otro lugar distinto de donde se está, quiere decir no acoger la gracia que el Señor nos da “aquí y ahora”, y es la causa más frecuente de la dispersión y del cansancio interior). De la mente, todo pasa al corazón, y como dice Jesús “del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, malicias, fraudes...” (Mc 7,21-22). Recuérdese que las “actitudes” cultivadas dentro de nosotros tienden a traducirse en “comportamientos”, es decir, en acciones concretas, buenas o malas...

El “recogimiento de la mente en el corazón” es el momento crucial en el que se produce la unificación bajo la acción del Espíritu Santo, unificación de todo el ser humano en sí mismo y apertura a la comunión con Dios. Este es el fuego secreto, la chispa que se enciende por gracia, después de una larga dedicación a la oración. El Señor, viendo nuestro deseo y nuestro esfuerzo de orar, nos da su ayuda: a quien ora con simplicidad, Él le concede el don de la oración del corazón.

Ciertamente, la oración litúrgica tiene, y debe tener, la primacía porque la liturgia es el culmen de toda la acción de la Iglesia y fuente de toda su fuerza. Pero la oración litúrgica encuentra su prolongación en el tiempo de la vida cotidiana, en lo íntimo del corazón del cristiano, e intenta hacerse constante: cuando comemos, cuando trabajamos, cuando descansamos...

La oración del Nombre representa el humilde intento de arraigar y conservar viva en nosotros la Jesu dulcis memoria. Y entre sus beneficios está este: el conocimiento de sí al que ella conduce, no revela en nosotros ni al gigante de nuestros sueños ni al enano de nuestros miedos, sino que nos hace tomar conciencia de nuestra objetiva y real condición de pecadores necesitados de la misericordia del Señor, de la que siempre nuevamente volvemos a ser llenos. Invocarlo como “Señor” significa, en efecto, reconocerle esta señoría sobre nosotros, significa reconocer que somos criaturas conformadas a imagen del Hijo: es la imagen que debe dominar en nosotros, en nuestros pensamientos, en nuestras acciones, en nuestros sentimientos, en nuestro inconsciente, hasta nuestras profundidades no evangelizadas.

Nuestra mente -decía Don G. Dossetti en Monteveglio al final de los años ochenta- es como una damajuana: si la dejamos vacía y abierta, le entra de todo. Podemos, sin embargo, llenarla de buen vino con la Oración del Nombre. Una invocación breve, que se repite una y otra vez, acaba por grabarse en nuestro corazón y aflorar cada vez que la mente no está directamente comprometida en algo específico. Como un tejido fibroso, va a llenar todos los espacios vacíos y los aparta del mal, teniendo viva en nosotros la memoria del Señor. El cristiano que se detiene en las palabras de la oración de Jesús, tratando de concentrarse en su verdad profunda, “unificando la mente”, descubrirá un instrumento poderoso para crecer en la fe, en la esperanza y en la caridad; pero también un camino que permite entrar cada vez más y permanecer en el silencio contemplativo. El Rosario puede considerarse, en cierto sentido, como la versión occidental de la Oración del Nombre, que en su forma más simple y más fácilmente accesible puede ser esta: Señor Jesús Salvador / ten piedad de mí, pecador!

***

CAPÍTULO II

LA ORACIÓN MENTAL EN LA TRADICIÓN FRANCISCANA

Algunos textos fundacionales

1. La palabra y el ejemplo de san Francisco

a. De la Regla no bulada XXII e XXIII (FF 60-61 e 69-71)

Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios (cf. 1 Jn 4,16), ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas” (FF 60).

Y hagámosle siempre allí habitación y morada (cf. Jn 14,23) a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre (Lc 21,36)” (FF. 61).

Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza (cf. Mc 12,30) y fortaleza, con todo el entendimiento (cf. Mc 12,33), con todas las fuerzas (cf. Lc 10,27), con todo el esfuerzo, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y voluntades al Señor Dios (Mc 12,30 par), que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará (cf. Tob 13,5), que a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos” (FF 69).

Por consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno (cf. Lc 18,19), piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien (cf. Rom 11,36) es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos” (FF 70).

1Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman a él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable (cf. Rom 11,33), bendito, laudable, glorioso, ensalzado sobremanera (cf. Dan 3,52), sublime, excelso, suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén” (FF 71).

b. De la Regla bulada V e X (FF 88 e 104)

Los hermanos, a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir” (FF 88).

Y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación,9orar siempre a él con puro corazón” (FF 104).

c. De la Segunda carta a los Fieles (FF 200-202)

4Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf. Jn 14,23). Y serán hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,45), cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo (cf. Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20), por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo” (FF 200).

¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros” (FF 201).

Y a aquel que tanto ha soportado por nosotros, que tantos bienes nos ha traído y nos traerá en el futuro, y a Dios, toda criatura que hay en los cielos, en la tierra, en el mar y en los abismos rinda alabanza, gloria, honor y bendición (cf. Ap 5,13), porque él es nuestro poder y nuestra fortaleza, y sólo él es bueno, sólo él altísimo, sólo él omnipotente, admirable, glorioso y sólo él santo, laudable y bendito por los infinitos siglos de los siglos. Amén” (FF 202).

d. De las Biografías 

• De la Vida Primera (115) y de la Vida Segunda (94-95) de Tomás de Celano

Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros…. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo” (FF 522).

El varón de Dios Francisco …buscaba siempre lugares escondidos, donde no solo en el espíritu, sino en cada uno de los miembros, pudiera adherirse por entero a Dios. Cuando, estando en público, se sentía de pronto afectado por visitas del Señor, para no estar ni entonces fuera de la celda hacía de su manto una celdilla … Cuando oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos los bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí -como quien ha encontrado un santuario más recóndito- hablaba muchas veces con su Señor. Allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo. Y, en efecto, …reducía a suma simplicidad lo que a los ojos se presentaba múltiple… Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración” (FF 6811-682)

• De la Leyenda de los Tres Compañeros, 7

Y sucedió que súbitamente lo visitara el Señor, y su corazón quedó tan lleno de dulzura, que ni podía hablar, ni moverse, ni era capaz de sentir ni de percibir nada, fuera de aquella dulcedumbre. Desde este momento empezó a mirarse como vil y a despreciar todo aquello en que antes había tenido puesto su corazón; todavía no de una manera plena, pues aún no había logrado librarse del todo de las vanidades mundanas. Mas, apartándose poco a poco del bullicio del siglo, se afanaba por ocultar a Jesucristo en su interior, y, queriendo ocultar a los ojos de los burlones aquella margarita que deseaba comprar a cambio de vender todas las cosas, se retiraba frecuentemente y casi a diario a orar en secreto. A ello le instaba, en cierta manera, aquella dulzura que había pregustado; visitábalo con frecuencia, y, estando en plazas u otros lugares, lo arrastraba a la oración” (FF 1402).

• De la Leyenda Mayor de san Buenaventura, X

Francisco … se esforzaba, orando sin intermisión, por mantener siempre su espíritu unido a Dios. Ciertamente, la oración era para este hombre contemplativo un verdadero solaz, mientras, convertido ya en conciudadano de los ángeles dentro de las mansiones celestiales, buscaba con ardiente anhelo a su Amado, de quien solamente le separaba el muro de la carne. …Afirmaba rotundamente que el religioso debe desear, por encima de todas las cosas, la gracia de la oración; y, convencido de que sin la oración nadie puede progresar en el servicio divino, exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio” (FF 1176).

Si en público le sorprendía de improviso la visita del Señor, siempre encontraba algún medio para evadir la atención de los presentes de forma que no apareciesen al exterior sus familiares encuentros con el Esposo... Muchas veces dijo a sus compañeros más íntimos: «Cuando el siervo de Dios recibe durante la oración una visita de lo alto, debe decir: "Señor, pecador e indigno como soy, me has enviado del cielo este consuelo; yo lo encomiendo a tu custodia, porque me reconozco ladrón de tu tesoro". Y cuando vuelve de la oración debe mostrarse de tal modo pobrecillo y pecador cual si no hubiera conseguido ninguna nueva gracia” (FF 1180)

Cuando volvía de su oración privada -en la que venía a quedar como transformado en otro hombre-, tenía sumo cuidado en adaptarse a los demás, no fuese que las exteriorizaciones le granjeasen el aplauso humano, y quedara por ello desprovisto del premio en su interior” (FF 1181).

• De los Recuerdos de fray León

[FF 2693] Contaba el hermano Pedro este hecho que le había confiado el hermano León, compañero de san Francisco: “Cuando era un sacerdote joven, solía prolongar la celebración de la Misa: sentía el consuelo de Dios y por eso era tan dulce detenerme. Un día el bienaventurado Francisco me llamó y, hablándome cariñosamente, me dijo: “Hijo mío, fray León, haz como te digo yo. Celebra tu Misa con devoción, sí, pero sin pararte mucho durante la celebración, como hacen los otros sacerdotes. Si después el Señor te da alguna gracia, acabada la Misa, recógete en la celda y allí medita y goza las divinas consolaciones, si se te ha concedido esto del cielo. Pienso que este comportamiento es mejor y más seguro. En efecto, por motivo de los que asisten a Misa, fácilmente podría sobrevenirte cualquier pensamiento de vanagloria u otro sentimiento fuera de lugar, y el diablo te arrebataría rápidamente el mérito de la devoción aparente. Pero en la celda, donde nadie te ve, podrás abandonarte con más seguridad a la oración, y el diablo no encontraría fácilmente ocasión de tentarte. También podría ocurrir que alguno de los que asisten a una Misa demasiado larga, se deje llevar por algún mal juicio, quizás pensando que ese sacerdote, que celebra con tanta devoción, lo hace por presumir, o dejarse llevar por el aburrimiento, etc.”.

2. La oración mental entre los Capuchinos

El primado de la vida de oración, especialmente contemplativa, ha representado un valor típico de la espiritualidad franciscana y ha sido reafirmado con fuerza en todas las Reformas. Una recuperación particularmente vigorosa se dio entre los primeros Capuchinos, hasta condicionar algunas opciones de vida, también a nivel existencial. Los Estatutos de Albacina (1529) son llamados “de los hermanos menores de la vida eremítica” y son la expresión auténtica, aunque no completa, del espíritu de la primera fase de la reforma. La opción de una vida eremítica estaba en función de un mayor espacio reservado para la contemplación, con horas y horas de oración y en formas de soledad que favorecían el recogimiento.

La expresión vida eremítica aparece ya en el breve Ex parte vestra (18 de mayo de 1526) y después en la bula Religionis zelus (julio de 1528, nº 2). La tendencia eremítica, no totalmente de acuerdo con el ideal de san Francisco, se corrigió en las Constituciones de 1536, en las que se consiguió un admirable equilibrio entre vida contemplativa y vida apostólica. Un notable número de escritores Capuchinos ha tratado de difundir el uso de la oración mental afectiva también entre el pueblo simple.

2.a. Las Constituciones de los Hermanos Menores Capuchinos (1536)

[n. 41] Y porque la oración es la maestra espiritual de los hermanos, a fin de que el espíritu de devoción no se debilite en los hermanos, sino, al contrario, ardiendo continuamente sobre el altar del corazón, se encienda cada vez más, como deseaba el seráfico Padre; y aunque el verdadero hermano menor devoto ore siempre, se ordena, con todo, que se destinen a la oración para los menos fervorosos dos horas, una después de Completas y otra después de Maitines.

[n. 42] Y recuerden los hermanos que orar no es otra cosa que hablar a Dios con el corazón. Por lo tanto, no ora quien habla a Dios solo con la boca. Cada uno, pues, esfuércese en hacer oración mental y, según la doctrina de Cristo el óptimo Maestro, adorar al eterno Padre en espíritu y verdad, tratando diligentemente de iluminar la mente y de inflamar el afecto, más que de formular palabras. Antes de la oración díganse las Letanías, invocando a todos los santos para que rueguen a Dios con nosotros y por nosotros. No se añada ningún otro Oficio en el coro, excepto el de la Señora, a fin de que los hermanos tengan más tiempo para la oración secreta y mental, mucho más fructífera que la vocal.

2.b. La voz de los escritores espirituales

La fuga y la adhesión al calvinismo del superior general Bernardino Ochino en 1542 fueron explicadas por los cronistas por el abandono de la vida de oración a causa de una actividad excesiva. Pablo Vitelleschi refiere un diálogo emblemático entre el vicario Bernardino de Asti y Bernardino Ochino. El primero reprendía al segundo por estar “preocupado por los asuntos seculares y los estudios y no le vemos jamás haciendo oración”; Ochino responde que “no cesa de orar quien no cesa de hacer el bien”, y Asti le responde: “pero no continuará haciendo el bien quien cesa de orar[21].

Los escritores espirituales Capuchinos del primer siglo que han practicado y difundido la oración mental entre el pueblo, son muchos y de calidad. Bastará citar algunos nombres y ofrecer después un par de citas que nos permiten comprender las modalidades y contenidos de su vigorosa experiencia contemplativa. Entre los numerosos escritores espirituales de la primera y segunda generación, merecen ser recordados Bernardino de Asti (1484-1557); Francisco Tittelmans (1502-1537), Francisco Ripanti de Jesi (1470-1549), Juan Pili da Fano (1469-1539), Batista de Faenza (1496-1562), Bernardino de Montolmo (1492-1565), Bernardino de Balvano (1500-1568), Gregorio de Nápoles (1576-1601), Mattia Bellintani de Salò (1534-1611), Cristóbal de Verucchio (1545-1630), el beato Tomás de Olera (1563-1631), Francisco Gagnand de Chambéry (+1634).

El autor capuchino autor anónimo de un opúsculo impreso en 1640, que se esconde bajo el nombre del fraile conventual saboyano Bonnito Combasson, nos muestra la manera con que se hacía la oración mental:

[1155] “El tranquilo y tenaz eje de los capuchinos, en el seno y protección del cual reposa la serenidad de la paz feliz, es la oración frecuente, a la cual estos seráficos minoríticos se dedican casi sin interrupción, día y noche; pero particularmente, según sus constituciones, se ejercitan cada día sin excepción en la oración mental durante dos horas enteras en común, una muy temprano por la mañana, incluso de noche en invierno y al amanecer del sol en verano, la otra por la tarde, después de completas, durante todo el año, estando todos congregados en el coro, con las ventanas y puertas cerradas, en una semioscuridad que favorece el recogimiento... Esta oración comunitaria, prescrita para todos juntos y de la cual ninguno puede ausentarse sin permiso del superior... no he oído ni leído que haya sido jamás usad por otras Órdenes religiosas... Ella es la guía de nuestro camino, la compañía de nuestra vida. Da vigor y fuerza para realizar todo trabajo, es la madre y nodriza de toda vida religiosa...[22].

Mattia Bellintani da Salò, en su Práctica de la oración mental nos dice qué se entiende por “oración afectiva”. Se desarrolla en el alma meditando, porque meditar es como poner leña en el fuego del amor para reavivarlo; y cuando el fuego está encendido, debe permanecer en él: esta es la dimensión afectiva de la oración, que él llama “actividad del corazón”. Veamos cómo habla[23]:

[4348] “Comprométete, pues, carísimo, en las santas meditaciones... La meditación sirve como leña para encender el fuego afectuoso de la voluntad, porque, meditando nosotros en algún misterio sagrado, siempre encontramos dentro algún motivo eficaz que impulsa y mueve a hacer cualquier acto virtuoso con el afecto, como sería temer, desear, amar, alegrarse, dar gracias, esperar, dolerse, imitar, compartir, o semejantes. Y este es la intención principal por la que se hace la meditación.

[4351] Se ha de saber que el ejercicio de los afectos se debe hacer con vigor y fervor y encenderlos tanto cuanto sea posible. Se encienden los afectos ponderando bien el misterio que los produce; pero el amor tiene un modo particular además de este común, porque, siendo excitada el alma al amor por la meditación, puede, abandonándola, elevarse a Dios, admirando y suspirando por su amor, y puede hacer tres cosas: una es amarlo diciendo: “Señor, te amo a ti solo, me alegro contigo”, y palabras semejantes del corazón; otra es desear amarlo, diciendo: “Señor, ¿cuándo te amaré perfectamente? ¿Cuándo seré todo tuyo por amor?”. La tercera es orar para que te dé el amor. Y estas podemos hacerlas una detrás de l otra, como el Espíritu lo inspire, y este es un utilísimo ejercicio que inflama en el amor, en el cual debe permanecer cuanto sea posible todo tipo de orantes, tanto los principiantes como los perfectos, porque a todos conviene”.

[4352] Se ha de saber que todos los frutos afectivos que se sacan de la meditación o, sin ella, son concedidos al alma ejercitada, se reducen a dos capítulos, y uno se llama “sobrevenido” (“intratto”), es decir, sacar de dentro, y el otro “emprendido” (“estratto”), esto es, sacar fuera.

Lo “sobrevenido (“intratto”) es cuando el alma es empujada hacia Dios por un ímpetu de amor y está fija mirándolo con gran placer, y mantiene sus ojos fijos en los de Dios, por quien se ve igualmente mirada y en quien descansa, o incluso en silencio se están mirando y el alma se va sintiendo asaetada dentro del corazón con heridas mortales de amor que le hacen languidecer, como si ella con su mirada pura hiriese el corazón de Dios, el cual no perdona a nadie, sino que, cuanto es herido, tanto más hiere él.

Lo “emprendido(“estratto”) es cuando el alma se siente encendida por un gran deseo de servir y agradar a Dios y se anima a sí misma a servirlo y complacerlo, y a este deseo se unen y siguen, en los aún imperfectos en este arte (que todavía están envueltos en las imperfecciones y pasiones propias), actos de dolor, de petición, de orar pidiendo la liberación de los males propios, como sucede en nuestras prácticas. Pero los perfectos están más altos en tal deseo, si bien alguna vez también añaden el pedir a Dios que les dé fuerza y gracia para servirlo perfectamente.

[4353] En lo “sobrevenido (“intratto”), pues, el alma tiene por objeto solo a Dios. En lo “emprendido” (“estratto”) ella se convierte por encima de sí misma dándose agudos empujes para correr hacia Dios. Estos dos actos se van haciendo el uno y el otro alternativamente, para que el alma, amando a Dios, se encienda en el deseo de servirlo y este deseo la empuja por dentro de nuevo y la inflama para amar. El más perfecto de estos dos actos es lo “sobrevenido (“intratto”), como fin de lo “emprendido” (“estratto”), y es el que en la patria beatífica los santos y ahora en la tierra hace feliz al alma devota. Por eso debemos aspirar siempre a él, pero, con todo, no intentarlo inoportunamente, por eso es llamado “sobrevenido (“intratto”), esto es, atracción interna, con la que Dios nos atrae hacia él. Dejémosle, pues, atraernos y no nos inmiscuyamos; debemos, sin embargo, estar muy atentos para correr detrás de la atracción divina y darle trabajo. Y porque es más noble, ordinariamente dura poco y la oración siempre acaba con lo “emprendido” (“estratto”), especialmente con la súplica pidiendo ayuda.

Tomás de Olera, proclamado beato el 21 de septiembre de 2013, en su Fuego de amor nos ofrece el contenido de la oración mental entendida como oración afectiva. A pesar de haber estado implicado en los acontecimientos políticos y eclesiásticos de su tiempo[24], practicó y difundió una verdadera y propia “oración cordial”, es decir, una oración que brota de un corazón lleno de amor seráfico. Su vocabulario, aunque deudor del estilo de su tiempo, está en profunda sintonía con el de san Francisco.

[5297] Te hablo a ti, que quieres ascender en la perfección; porque, si quisieras ascender en esta escala de perfección, te debes esforzar mucho en la oración mental; porque por medio de ella llegarás a la cima de la escala, donde encontrarás el verdadero descanso, así como encontrarás al mismo Dios, autor de todo descanso y de toda perfección. Y no pienses ya jamás en poder subir tan alto sin la santa oración. Y cuando quieras hacer esta santa oración, debes buscar lugares solitarios y alejados, y no te debes acercar a los divinos misterios (sobre los que quieres meditar) como cosa lejana. Quiero decir que no debes pensar que hace 1600 años que Cristo padeció por su amor, sino que te debes poner en oración como si ahora estuviese presente.

[5315] Esta contemplación no es por vía del entendimiento, sino la vía del afecto, porque en todas las cosas se deja guiar por el afecto; y estos serán los que tendrán gran aprovechamiento en la contemplación, porque el afecto amoroso que tiene el alma hacia Dios es un fiel guardián que tiene el alma humilde y devota. El afecto amoroso es como las alas del pájaro, que vuela sobre los montes, las colinas, los árboles, los aires etc. Así el afecto amoroso hacia Dios es precisamente como las alas, porque vuela en los divinos misterios deteniéndose ahora en uno, después en otro; y qué saborea el alma amante, te diré que no es lícito hablar de ello con seres humanos mortales, porque es una caricia de Dios tan suave, tan feliz, que solo el alma y Dios lo pueden saber...

[5316] Se encuentran estas almas tan bien preparadas que tienen deseos tan eficaces, que continuamente arden en ganas de hacer por Dios cosas grandes y donde no pueden llegar con las obras, llegan con los ardientes deseos de padecer cosas grandes por amor de Dios. Querrían poder amar a Dios de aquel modo que es amado por los santos del cielo; y no acaban aquí los deseos de un verdadero contemplativo, sino que imagina con su idea miles de amores, porque excede su capacidad, querría amar a Dios en todo bienaventurado; quiero decir que en cualquiera de los bienaventurados querría el alma servir a Dios, ella sola, lo que hacen todos los santos, y con ardientes deseos se abaja, se humilla a todos los bienaventurados espíritus, para que quieran alabar, amar, adorar a su Dios a instancia suya; y no contenta con esto, querría el alma, si pudiese, dar sentimientos racionales al sol, la luna, las estrellas, los animales y todas las criaturas, para que amasen y sirviesen al Dios que ella ama y sirve. Y, no pudiendo hacer esto, ofrece a su Dios su voluntad y deseo; y no contenta con ello, querría que todas las criaturas, hombres y mujeres, ricos y pobres etc. amasen a su Dios. Oh, cuántas veces se levanta el alma en contemplación que arde como llama ardiente, donde todavía por fuera muestra cosas tales que a veces parecerá justamente como loca.

[5317] Mostrará exteriormente voces y palabras de tanto amor, de tanto afecto dirigido a su Dios, que le parecerá que se le rompe el corazón. Dirá: “¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Creador! ¡Oh, Redentor mío! ¡Ayúdame, yo muero, yo me abraso, yo me consumo, muero muero! ¡Oh, Esposo de mi alma, nunca más! Señor, vos sois mi Dios queridísimo, amabilísimo, clementísimo. Vos sois toda mi gloria, mi felicidad, mi paz. Vos, oh, inefable Dios, sois todo mi cometido. ¡A vos recurro, oh, dulcísimo Jesús! En vos espero. Vos, oh, precioso Cristo, seréis mi defensa. No quiero otro bien, no anhelo otra riqueza, no deseo otro tesoro, ni otro paraíso quiero. Vos, oh, santo Jesús, seréis mi paraíso, y gozaría más con vos en el infierno, que sin vos en el cielo. A vos, a vos anhelo. Solo a vos deseo y busco, no quiero, tanto en esta como en la otra vida, más que a vos solo, a vos y vos por vos daría el cielo, la tierra y todas las cosas creadas. Mi corazón no puede comprender otra cosa que a vos. ¡Oh, clementísimo Dios! ¿Cuándo me uniré, me transfiguraré, me licuaré, me consumiré, me abrasaré en lo horno de vuestro amor? ¡Ven ya, Dios del cielo, a habitar en mi corazón! ¿Oh, vida del alma mía! ¡Cuándo me sumergiré en el profundo mar de vuestra caridad? ¿Y cuándo, oh, Dios mío, me desharé todo en cuerpo y alma por vuestro amor?” ...

[5319] ¡Oh, gloria de los bienaventurados! ¡Oh, sostén de los cielos! ¡Oh, alivio de los pobres! ¡Qué inenarrables e ininvestigables son vuestras maravillas! ¡Oh, indecible, oh, ininvestigable altura y profundidad! Oh, excelso Dios, ¿cuándo mi alma estará unida toda a vuestra Majestad? ¿Y cuándo me volveré loco por vuestro amor? ¿Y cuándo, Dios mío, estaré yo en aquella patria celestial alabándote y bendiciéndote?... ¡Oh, Jesús, oh, buen Jesús, toma mi corazón y no me lo des más! ¿Y cómo podré vivir sin vos? Vos, oh, Dios, sois mi vida, mi memoria, mi inteligencia, mi voluntad, mi corazón. Todos mis sentimientos internos y externos están sujetos a vos. ¿Y dónde iré yo, oh, íntimo de mi corazón, sin vos? ¡Oh, grandeza, oh, sabiduría, oh, poder de aquel Dios que es la gloria de los bienaventurados!... ¡Vos sois mi queridísimo, amabilísimo y dulcísimo Dios!... Yo querría que todas las hojas de los árboles fuesen lenguas para alabaros y bendeciros. Oh, inefable Dios ¿por qué no puedo convertir a todas las gentes del mundo a la verdadera fe, a vuestro verdadero conocimiento? ¿Y por qué, esposo de mi alma, no puedo yo hacer que las escamas de los peces, las plumas de los pájaros, los pelos de los animales fuesen lenguas con las que os alabasen y bendijeran? Y si pudiese hacerlo, sabed, oh, amor mío, que yo de buena gana lo haría. Al menos, oh, gloria de mi alma, os ofrezco mis deseos. Recibid, oh, Dios, al menos mi voluntad, que sabe lo que yo haría, si pudiese hacerlo. ¡Oh, Santo! ¡Oh, misericordioso Dios, ayúdame!... Haced que yo camine con veloz carrera hacia vos...

2.c. Las actuales Constituciones de los Hermanos Menores Capuchinos.

[nº. 5,2.3] Por lo tanto es necesario que conozcamos el carácter y el proyecto de vida de nuestra Fraternidad, para mantenernos siempre fieles al Evangelio y a nuestra genuina tradición espiritual, en el retorno a la primigenia inspiración... Con este propósito esforcémonos en dar prioridad a la vida de oración, principalmente la contemplativa....

[54] 1. Conservemos y fomentemos aquel espíritu de contemplación que resplandece en la vida de san Francisco y de los hermanos que nos han precedido. Por ello, dediquemos un espacio de tiempo más amplio al cultivo de la oración mental.

2. La oración mental es la maestra espiritual de los hermanos, los cuales, si son verdaderos y espirituales hermanos menores, oren incesantemente de manera interior. Orar, en efecto, no es otra cosa que hablar a Dios con el corazón y, en realidad, no ora el que se dirige a Dios sólo con la boca. Por eso, cada uno esfuércese en entregarse a la oración mental o contemplación y en adorar al eterno Padre en espíritu y verdad, según la doctrina de Cristo, óptimo maestro, empeñándose en iluminar la mente e inflamar el corazón, más que en proferir palabras.

3. La auténtica oración mental nos conduce al espíritu de la verdadera adoración, nos une íntimamente con Cristo y da continuidad a la eficacia de la sagrada liturgia en el continuo crecimiento en la vida espiritual.

4. Para que el espíritu de oración no se entibie nunca en nosotros, sino que se encienda cada vez más, debemos ejercitarnos en ella todos los días de nuestra vida.

5. Los ministros, los guardianes y a cuantos se les ha encomendado el cuidado de la vida espiritual procuren que todos los hermanos progresen en el conocimiento y en la práctica de la oración mental.

6. Los hermanos, por su parte, extraigan el espíritu de oración y la oración misma de las fuentes genuinas de la espiritualidad cristiana y franciscana, para llegar al sublime conocimiento de Jesucristo.

[nº 55] 1. Tanto las fraternidades, como cada uno de los hermanos, dondequiera que se hallen, hagan plenamente realidad la primacía del espíritu y de la vida de oración, como lo exigen las palabras y el ejemplo de san Francisco y la sana tradición capuchina.

2. Es de suma importancia llegar al pleno convencimiento de la necesidad vital de orar personalmente. Cada hermano, dondequiera que esté, tómese todos los días un tiempo suficiente, por ejemplo, una hora entera, para la oración mental.

3. Los Capítulos provinciales y locales provean a fin de que todos los hermanos dispongan todos los días del tiempo necesario para la oración mental, que deberá hacerse en común y en privado.

4. La fraternidad local interpélese en los Capítulos sobre la oración comunitaria y personal de los hermanos. Los hermanos, y en primer lugar los superiores, por razón de su ministerio pastoral, considérense responsables en la animación mutua de la vida de oración.

5. Como discípulos de Cristo, si bien pobres y débiles, mantengámonos de tal manera en la oración que cuantos buscan sinceramente a Dios se sientan llamados a orar con nosotros.

6. Cultivemos con sumo interés en el pueblo de Dios el espíritu y la progreso en la oración, sobre todo la interior, ya que éste fue, desde los comienzos, un carisma de nuestra Fraternidad de Capuchinos y, como atestigua la historia, el principio de la auténtica renovación. Por lo tanto, esforcémonos diligentemente en aprender el arte de la oración y en transmitirla a los demás.

7. La enseñanza de la oración y de la experiencia de Dios, con método simple, distinga nuestra acción apostólica. Servirá mucho que nuestras fraternidades se dediquen a ser auténticas escuelas de oración.

3. Una “herencia difícil”, pero hermosa

1. ¿Qué entendemos, pues, por oración mental? Intentemos hacer una síntesis:

Ø Si la oración mental es “una íntima relación de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”, como dice Santa Teresa de Jesús, entonces es el tiempo en el que, guiados por el Espíritu, busco “al amor de mi alma” (Cant 1,7), que es el Señor Jesús y, en él, el Padre;

Ø es un silencioso sentarse a los pies del Maestro para escucharlo con fe y amor sin multiplicar pensamientos y palabras: se puede meditar también en la oración, pero en primer plano debe estar la mirada dirigida al Señor, en silenciosa familiaridad con Él;

Ø es el momento en el que tratamos de Tú a aquel Dios que tiene el rostro de Cristo y que en la fe hemos reconocido como Padre amable lleno de misericordia y acogido como Señor y Salvador;

Ø  en síntesis, es una oración silenciosa y prolongada que tiene como meta tener viva en el corazón la memoria agradecida de lo que el Señor ha hecho, continúa haciendo y hará por nosotros los seres humanos y por nuestra salvación, reavivando así cada día el propósito y el compromiso concreto de responderle amándolo y sirviéndole en los hermanos.

2. Puede tener, como contenidos para contemplar, la Palabra de Dios de cada día o la lectura continua de un libro de la Biblia, los Misterios principales de la vida del Señor y sus acciones salvíficas en la historia, alguno de los Escritos de San Francisco, la asombrosa y misericordiosa belleza de la creación, los bienes eternos hacia los que estamos en camino, la relectura de nuestra vida a la luz de la fe para dar gracias y para reconciliarnos con nuestro pasado; pero todo con calma y con amplias pausas de silencio recomendadas por los maestros de oración.

3. Es una contemplación amorosa que da un espacio amplio a la alabanza y la acción de gracias. Pero es también una oración de súplica para pedir la fuerza que necesitamos para continuar viviendo de la fe en un mundo secularizado, para disfrutar de la alegría de pertenecer al Señor, especialmente como consagrados, para llevar adelante con fidelidad los compromisos derivados de los deberes de nuestro estado, para vivir con fe -a la luz y en la lógica del misterio pascual- lo que día a día la vida nos presenta.

4. De este “permanecer largamente en compañía de Aquel que nos ama” depende en gran parte la serenidad, la alegría profunda que hace buena a una persona: la hace fuerte y fundamentalmente optimista porque es capaz de leer las cosas y los acontecimientos a la luz del Reino, que está aún por venir, pero que ciertamente vendrá; y la hace así testigo eficaz de la “gran esperanza” descrita admirablemente en la Spe salvi en los números 27-31.

5. Hoy, también entre los hermanos, hay que remover un serio obstáculo, y es un prejuicio que depende en buena parte de nuestra superficialidad: es el pensar que la oración mental es una “obsesión” un poco extravagante de los primeros capuchinos y, por lo mismo, una cierta anomalía que hay que superar. Haciéndose intérprete del constante Magisterio de la Iglesia[25], el Catecismo de la Iglesia Católica -como hemos visto- subraya con vigor la importancia de esta forma de oración, que describe ampliamente después de haber tratado más sencillamente sobre la oración vocal y la meditación.

Está ampliamente demostrado, además, que la dimensión contemplativa ha sido el componente prioritario y ha tenido el primado absoluto tanto en la vida de Francisco[26], como en todas las reformas, franciscanas o no. Los Capuchinos han sabido recuperarla con gran delicadeza y ponerla en el centro de su vida, interpretando correctamente también este carisma del Fundador.

6. Tanto Francisco como los primeros capuchinos han sentido hasta tal punto la fascinación por la dimensión contemplativa que han sido tentados de hacerla exclusiva. Más tarde, ambos han encontrado un admirable equilibrio entre acción y contemplación: el uno con el consejo de Clara y Silvestre (cfr. Lm 2,5; FF 1343), los otros con la llegada de la Observancia de los que en el sabio texto de las Constituciones de 1536 han corregido el desequilibrio en sentido eremítico dado por Ludovico de Fossombrone con los Estatutos de Albacina.

7. Los santos han sido los mejores intérpretes de esta rica experiencia contemplativa desde su vertiente afectiva: ellos son, al mismo tiempo, los frutos más hermosos y los verdaderos maestros[27].

8. ¿Era todo oro fundido? ¿Solo ha habido luz en la vida de oración de los Capuchinos del pasado en general y también en los de la primera y segunda generación? ¡No! Porque “basta ser seres humanos para ser unos pobres seres humanos” (P. Mazzolari); la miseria y los achaques no faltaron ni siquiera entre ellos. Veamos cuáles son algunos de ellos, aunque solo sea como una pista:

· Influye negativamente la visión teológica propia del tempo: a la “sola fides” de Lutero, que puede conducir hacia el quietismo paralizante, se acaba por oponer un excesivo protagonismo del ser humano, que parece obligado a hacer acrobacias ascéticas para no desagradar a un Dios que, al fin, permanece majestuosamente lejano y siempre un poco ceñudo.

· La presencia del Señor Jesús es fuerte, pero Él acaba por ser, sobre todo, el que ha sido y continúa siendo injustamente golpeado y ofendido por nuestros pecados y, por lo mismo, también Él es percibido un poco con el ceño fruncido (es el tiempo en el que se difunde la iconografía del Padre y de Cristo con los rayos en la mano, apenas aplacados por la Virgen o por cualquier Santo poderoso, como Francisco o Domingo).

· No obstante, la hermosa floración de hermanos teólogos de calidad, predicadores y escritores populares de notable eficacia y refinadas almas contemplativas -también y sobre todo entre los hermanos laicos-, para muchos la oración mental era un milagro, algo difícil y fatigoso... Según dice un personaje destacado y profundo conocedor de la situación de los Capuchinos de su tiempo, el padre Valeriano Magni[28], los verdaderos Maestros de espíritu eran poco y poco preparados, y, en consecuencia, un poco imprecisos y descuidados eran muchos de sus discípulos. Escribe: “En relación a las leyes que animan a los hermanos a progresar durante la vida en la virtud... las Constituciones no establecen nada, excepto que todos los hermanos se den continuamente a la oración. Sin embargo, no está prescrito ningún ejercicio, sino que una vez iniciados por el Maestro, nunca vuelven a ser mínimamente ejercitados en razón de nuestras Constituciones, sino que se les deja a ellos solos con Dios[29].

· El efecto de estos factores sobre muchos hermanos era (y puede serlo todavía) la oscilación entre la Escila del escrúpulo, con sentido de culpa que, creciendo con los años, puede minar gravemente el equilibrio también humano de las personas; y el Caribdis de la acedia, como tedio-aburrimiento-anestesia espiritual: un “mal oscuro” que rodea y vacía de significado las cosas del Espíritu y que los Padres del desierto llamaban “demonio meridiano”[30]. Es provocado por el desánimo y la resignación de verse siempre lejos de un ideal que requiere normalmente cierto heroísmo. El equilibrio que permite evitar ambos peligros se consigue -como veremos- cuando el Espíritu nos hace capaces de reconocernos pobres (siempre “con las manos vacías”, como decía Teresa de Lisieux), pero también siempre en camino: ni presuntuosos, ni desalentados, sino humildes y confiados, fieles hasta el fin[31].

CAPÍTULO III

EN CAMINO BAJO LA MIRADA DEL SEÑOR

Vamos a intentar ahora conocer cuál es la actitud interior que nos ayuda a “permanecer” (en latín manere) ante el Señor de buen grado, venciendo la inquietud que nos empuja a huir, como Adán, de su presencia; y a llegar asó a ser capaces -sostenidos por el Espíritu Paráclito y en compañía de María, nuestra madre- de vivir cada día esta prolongada permanencia ante él, bajo su mirada llena de luz y de calor, para una saludable “cura del sol” que sana las heridas y devuelve la fuerza de amar. Y pretendemos hablar de oración contemplativa, donde contemplación quiere decir ser atraídos por la alegría y la hermosura de la revelación divina como buena noticia (eu-aggelion) del amor de Dios por nosotros en Cristo Jesús.

Como siempre, la etimología tiene aquí su peso: contemplor-contemplari está formado por contemplum que significa mirar de lejos y con viva implicación algo hermoso; en nuestro caso, saber ver por todas partes los signos de la presencia de Dios, percibiendo el mundo entero como un templo. La contemplación es así el don con el que nos es dado permanecer durante cierto tiempo conscientemente en la presencia del Señor para tener, sobre la realidad a menudo opaca que nos rodea, una mirada que Él hace capaz de comprender todo como signo transparente de su amor por nosotros. Podríamos decir que puede considerarse para la vida de cada uno lo que la celebración eucarística es para la vida de la Iglesia: en subordinación y como su derivación, también ella es culmen et fons de nuestra identidad de hijos en el Hijo.

1. Descubrirnos amados

Como ya hemos dicho, para orar es necesario ser capaces de sentarse en silencio junto a nosotros mismos y esperar pacientemente el paso del Señor. Y como la experiencia nos enseña, la amistad se hace profunda solo cuando es posible permanecer en silencio junto al otro. También es así con el Señor: nuestra oración ha llegado a la madurez cuando hemos aprendido a sentirnos bien a su lado, en silencio. Y esto presupone que hemos comenzado a vivir reconciliados con nuestra pobreza y a amarnos correctamente a nosotros mismos.

Pero ¿por qué camino se puede conseguir un correcto amor de sí mismo? Antes de pedirnos que le amemos, el Señor nos pide descubrirnos amados por Él. Solo entonces podemos esperar que nuestra respuesta sea de algún modo adecuada a su don.

Antes el Señor, mirándolo, lo amó; después le dijo: ve... vende... da... ven y sígueme (Mc 10,21). La aparente dureza de las palabras de Cristo desaparece ante la previa experiencia de sabernos amados por él.

Como Natanael (Jn 1,46-52, “cada orante piensa encontrar a Jesús para poder verlo, y debe, en cambio, darse cuenta, ante la mirada de Jesús, que mucho antes él ha sido visto, observado, juzgado y asumido en la gracia, de modo que no le que queda otra cosa que arrodillarse y adorar al Verbo de Dios: ‘¡Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel!’[32]

Este ha sido el itinerario recorrido por Francisco: desde el momento en que se descubrió amado por el Señor en el diálogo silencioso y profundo ante el Crucifijo de san Damián, se hizo capaz de confiarle la dirección de la propia vida, y comenzó a manifestar en precisas opciones concretas la certeza de que el camino que el Señor propone en el Evangelio es verdaderamente el que lleva a la vida verdadera.

Y le fue posible dejarse conducir confiadamente por Él para vencerse a sí mismo, dispuesto a ofrecer cada día todo por él, pero con una alegría interior creciente. De Francisco aprendemos que la penitencia, cuando es verdadera, nace de la alegría, se alimenta de ella y conduce a ella. Verdadera penitencia y alegría espiritual son hermanas inseparables. Y, al mismo tiempo, es precisamente el camino de conversión auténtico el que permite experimentar, y proclamar después con eficacia, la alegría de ser cristianos, devolviendo así al Evangelio su significado más verdadero de buena noticia[33].

2. Amados así como somos

Sabernos amados así como somos y creerlo hasta el fondo es el camino para descubrirnos amables ad intra (a nuestros ojos) y llegar a serlo también ad extra (con los hermanos). Para hacer esto, debemos dejarnos guiar por el Espíritu para percibir siempre mejor el verdadero rostro de Dios revelándose en Jesucristo. Que no sea un camino fácil lo sabían bien los Padres del desierto:

Un día un joven monje preguntó a un anciano: “Abba, dime cuál es la obra más difícil de monje” ... Le respondió: “La obra más difícil es orar, orar tratando de TÚ a Dios”. Y añadió: “Recuerda que un ser humano, tres días después de muerto, ante la presencia de Dios experimenta aún la dificultad de mirarlo a la cara, de decirle ‘Padre’ y tratarle de TÚ: esta es la obra más difícil”[34].

Y, en realidad, es necesario recorrer un largo camino interior para acoger en el corazón el don inmenso de la paternidad de Dios, que es increíble. Instintivamente, solemos atribuir a Dios el rostro que tenemos de nosotros mismos: pensamos que Él nos ve con los ojos con los que nos nosotros nos miramos a nosotros mismos.

Y, a menudo, lo que pensamos de nosotros mismos es cuanto ha ido endureciéndose en nuestro corazón a través de las experiencias que hemos vivido con los otros, especialmente con nuestros padres. Y normalmente es una mirada severa, exigente, jamás del todo positiva. ¡En cambio el Dios que hemos conocido en Jesucristo, es verdaderamente el Totalmente Otro! Y es solo con Él con quien estamos tratando. Toda otra imagen de Dios está al nivel de un ídolo que ha sido esculpido por nosotros (cfr. salmo 115 y 135).

A este respecto puede ser útil la siguiente consideración de un conocido contemplativo de nuestro tiempo, Tomás Merton:

Una de las claves de la verdadera experiencia religiosa -dice él- es la sorprendente toma de conciencia del hecho que, por cuanto nosotros somos odiosos para nosotros mismos, no los somos en absoluto jamás para Dios. Esta conciencia nos hace comprender mejor la diferencia entre nuestro amor y el suyo. Nuestro amor es una necesidad, el suyo es un don. Nosotros tenemos necesidad de ver el bien en nosotros para considerarnos amables. Él no. Nos ama no porque somos buenos, sino por Él es bueno. Mientras nos relacionemos con un Dios que es solo una proyección de nuestro pobre yo, no podemos tener más que temor por un poder tremendo e insaciable, que tendría necesidad de ver la bondad en nosotros para acogernos, y que por la infinita claridad de su visión no encuentra otra cosa que el mal, y por tanto no puede más que ser severo con nosotros...”[35].

3. No por pura condescendencia

A la perspicaz anotación de Merton podemos añadir, sin embargo, que el amor del Señor por nosotros no es pura condescendencia, como si se tratase solo de un resignado “abajarse” hacia nuestra pobreza; es, en cambio, pasión y encanto por lo hermoso que Él no deja jamás de ver en cada una de “sus” criaturas, las cuales -todas- existen porque Él las pensó, amó y quiso de moco consciente y libre.

De hecho, Dios tiene una profunda pasión: tal pasión somos cada uno de nosotros y todos nosotros en conjunto. Se apasiona por nuestra vida, por todo lo que nos sucede. Enamorado siempre de nosotros, está permanentemente en espera ansiosa de ser admitido a nuestra compañía, como una madre desea compartir las peripecias de sus hijitos. El tiempo que destinamos a la oración es aquel en el que decimos: ¡Maranà tha, ven Señor!

Yo, la pasión de mi Dios, quiero llegar a ser su alegría, dejándome invadir y atrapar por su Espíritu que quiere modelar mi rostro para se asemeja cada vez más al del Hijo en el Él se complace plenamente, el Señor Jesús.

Conocemos por experiencia el esfuerzo del ser humano al buscar a Dios, y es lo que aparece ante nuestros ojos cuando hablamos de fe. Existe y es verdadero. Pero hay otro punto de vista desde el que podemos entender el drama de la “historia de la salvación”: es el punto de vista de Dios. Nos permite comprender el cansancio que Él ha tenido, tiene y tendrá hasta el fin de los tiempos para “salvar” al ser humano, vértice de la creación y su pasión profunda, su tormento continuo. Y lo vemos como un Dios enamorado de nosotros, obligado a perseguirnos siempre; y a menudo rechazado o mal acogido por nosotros. En Jesucristo hemos conocido a un Dios mendigando amor, vulnerable y pobre, un Dios que es desatendido y rechazado, un Dios por nosotros clavado en la cruz...

Lo recordaba admirablemente el papa Benedicto en el Mensaje de Cuaresma de 2007:

En el misterio de la cruz se revela plenamente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre celeste. Para reconquistar el amor de su criatura, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo unigénito. En la cruz se manifiesta el eros de Dios por nosotros. Efectivamente, eros es ... la fuerza «que hace que los amantes no lo sean de sí mismos, sino de aquellos a los que aman» ... ¿Qué mayor «eros loco» que el que impulsó al Hijo de Dios a unirse a nosotros hasta el punto de sufrir las consecuencias de nuestros delitos como si fueran propias? Queridos hermanos y hermanas, miremos a Cristo traspasado en la cruz. Él es la revelación más impresionante del amor de Dios, un amor en el que eros y agapé, lejos de contraponerse, se iluminan mutuamente. En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros. El apóstol Tomás reconoció a Jesús como «Señor y Dios» cuando metió la mano en la herida de su costado... Jesús dijo: «Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por él[36].

Sí, desde siempre, Oh, Señor, Tú vas buscando a alguien que te acoja hasta el fondo, que te abra su vida y se deje invadir por su amor apasionado. “¡Mujer, dame de beber!”, pidió un día a la Samaritana. Y en la cruz gritó: “¿Tengo sed!” ... Muchos Padres han leído este grito tuyo como la petición que Tú diriges a cada uno para que te deje entrar en nuestra vida y te acoja como “Señor” de ella. Ha sido esta sed la que te ha llevado a la locura de nacer pobre en Belén, de morir desnudo en la cruz y de permanecer entre nosotros en la oscuridad sorprendente del misterio eucarístico: las tres expresiones de tu “amor kenótico” que Francisco no se cansaba jamás de contemplar.

Para dar sentido a tu venida entre nosotros, habría bastado que una sola persona, a lo largo de toda la historia humana, te hubiese acogido y amado verdaderamente... Y en cierto sentido Tú no sabías si esto iba a suceder. Te has arriesgado también Tú, como nos sucede a veces a nosotros, cuando nos decidimos a amar en serio: el amor lleva un componente de riesgo, hace vulnerables, porque no puede más que “proponerse” y puede caer en el vacío, ser totalmente o en parte desatendido. Es consolador saber que ha habido, y las hay también hoy, personas que -como María, Francisco, Teresa, Ignacio...- te han dicho que sí, un sí total y para siempre.

Ellos han sido tu alegría, la alegría de su Dios.

Ser la alegría tu alegría, la alegría de mi Señor y mi Dios: ¿puede haber una aspiración más grande?

Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20).

Orar es entretenerse con quien sabemos que nos ama” (Teresa de Jesús). Nadie está a gusto y durante mucho tiempo en compañía de una persona por la que sabe que es soportado; en cambio, es agradable entretenerse con quien sabemos que nos quiere bien, nos estima y considera preciosa nuestra presencia. Otra cosa es permanecer con una persona de la que se está enamorado. Nuestro punto de partida es el pararnos largo tiempo en la presencia de quien sabemos está enamorado de nosotros, con el deseo ardiente de enamorarnos también nosotros de Él. No olvidando que nosotros sabemos permanecer fieles solo a las cosas que amamos, porque de algún modo nos agradan. Cuando hay falta de amor, comienza la distancia y la infidelidad, al menos potencial: ocurre así en el matrimonio, en las amistades, en el trabajo. Y ocurre así también con el Señor: su amor llega a nosotros a través de la Palabra y los Sacramentos (la “divina liturgia”), pero, si Él no sigue siendo una presencia que nuestro corazón aprecia y que nos da alegría, poco a poco nos alejaremos de Él, manantial de agua viva, para buscar en otra parte cualquier sustituto de alegría, en cisternas agrietadas (Jer 2,13). Nuestra oración contemplativa, de la que estamos hablando, es el tiempo privilegiado en el que cultivamos nuestro amor por el Señor y, al mismo tiempo, el termómetro de nuestro real aprecio por Él: si a una cosa le concedemos poco tiempo, en efecto, quiere decir que para nosotros vale poco.

4. Como hijos en el Hijo

El Dios que nos ha revelado en el Señor Jesucristo es “ternura, consolación, humildad, seguridad, descanso, gozo y alegría, comprensión, es protector, custodio y defensor...”, como canta Francisco en las Alabanzas al Dios altísimo (FF 261). Y entonces podemos estar (permanecer, diría el Evangelio de Juan) ante Él sin temer, en una paz profunda y -seguros de ser acogidos por Él por la única grandeza de su corazón de Padre tiernísimo que no cesa de ver en nosotros los rasgos del Unigénito “que le basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos ha hecho” (RnB 23,5: FF 66)- abandonarnos entre sus brazos con la confiada parresía/audacia que en el Espíritu nos permite gritar abbà-papà (Rm 8,15: “Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbà-Padre!”).

En la escuela del salmista podemos hacer nuestra la experiencia del niño saciado que sabe poder estar “tranquilo y sereno... en brazos de su madre” (Salmo 131. Leído desde esta óptica, se convierte en un magnífico salmo:

Señor, mi corazón no es ambicioso,

ni mis ojos altaneros;

no pretendo grandezas

que superan mi capacidad;

sino que acallo y modero mis deseos,

como un niño en brazos de su madre.

Espere Israel en el Señor

ahora y por siempre.

Orar como cristianos, es decir, insertos en el misterio de Cristo Salvador y guiados por su Espíritu, quiere decir entonces ponernos confiados ante el rostro del Señor; quiere decir dejar que su mirada se pose sobre nosotros y tomar siempre más conciencia de que la suya es la mirada de un amor tiernísimo e incondicional, el único capaz de sanar las heridas profundas que, en una medida más o menos grande, nos hace sentir limitados, jamás plenamente positivos y, por lo mismo, siempre con el temor de no ser suficientemente amables.

El largo camino que se nos pide, al fin y al cabo, es el de pasar de la situación propia del “hermanos mayor” de la parábola lucana (Lc 15,11-32), que ve a Dios como un patrón al que hay que someterse y a quien hay que reivindicar derechos, a la del “hermano pródigo” que vuelve con el corazón todavía semejante al corazón del mayor, pero que descubre con emoción a un padre tiernísimo, al que finalmente consigue abandonarse lleno de agradecimiento. En esto consiste para cada uno el cambio de la conversión.

5. Amables porque amados

Y así, llenos de gratitud, podemos también nosotros exclamar con el gran Agustín: “¡porque Tú me has amado primero, oh Señor, yo me he hecho amable!”. Una profundización de esta densa y fundamental afirmación nos la ofrece otro grande de la experiencia cristiana auténtica, el danés Soren Kierkegaard (1813-1855):”

Oh, Dios, que nos has amado antes, nosotros hablamos de ti como de un simple hecho histórico, como si solo una vez Tú nos hubieses amado antes. Y, en cambio, tú lo haces siempre. Durante toda la vida. Tú nos amas antes. Cuando despertamos en la mañana y volvemos a ti nuestro pensamiento, Tú eres el primero, Tú nos has amado antes. Si me levanto al alba y dirijo a ti, en ese mismo instante, mi ánimo, Tú ya me has precedido, me has amado antes... ¡Y así siempre[37]

Esta gozosa constatación, esta buena noticia que constituye objetivamente el centro y la sustancia del Nuevo Testamento, puede y de ser el fundamento de una continua recuperación de nuestra verdadera identidad, haciéndonos finalmente conscientes, como Francisco, de que “el ser humano tanto vale cuando vale ante Dios” (Adm 19): FF 169).

Y Dios nos ve siempre a la luz de su Verbo Unigénito, a imagen del cual nos pensó, amó y quiso; y cada uno de nosotros vale para Él la muerte de este Hijo amadísimo, que ha tomado sobre sí la Cruz precisamente para asegurarnos que también nosotros, en Él, somos un enorme tesoro a los ojos de Dios: “Si quieres conocer quién eres, no mires a lo que has sido, sino a la Imagen que Dios tenía al crearte” (Evagrio Pontico)[38]

Lo que el libro de Isaías revela a Israel, vale para cada uno de nosotros, y las palabras llenas de ternura y consolación inspiradas por el Espíritu que leemos ahí, cada uno de nosotros puede referirlas confiadamente a sí mismo:

Y ahora esto dice el Señor, que te creó, Jacob,

que te ha formado, Israel:

“No temas, que te he redimido,

te he llamado por tu nombre, Tú eres mío.

Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo,

la corriente no te anegará;

cuando pases por el fuego, no te quemarás,

la llama no te abrasará.

Porque yo, el Señor, soy tu Dios:

el Santo de Israel es tu salvador...

Porque eres preciosos ante mí,

de gran precio y yo te amo...

 No temas, porque yo estoy contigo...

Haz venir a todos los que llevan mi nombre,

a los que creé para mi gloria,

a los que he hecho y he formado” (Is 43, 1-7)

¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta,

no tener compasión del hijo de sus entrañas?

Pues, aunque ella se olvidara, y no te olvidaré” (Is. 49, 15).

 

Desbordo de gozo con el Señor,

y me alegro con mi Dios:

porque me ha vestido un traje de gala

y me ha envuelto en un manto de triunfo,

como novio que se pone la corona,

o novia que se adorna con sus joyas.

Como el suelo echa sus brotes,

como un jardín hace brotar sus semillas,

así el Señor hará brotar la justicia

y los himnos ante todos los pueblos.

Por amor de Sion no callaré,

por amor de Jerusalén no descansaré,

hasta que rompa la aurora de su justicia,

y su salvación llamee como antorcha.

Los pueblos verán tu justicia,

y los reyes tu gloria;

te pondrán un nombre nuevo,

pronunciado por la boca del Señor.

Serás corona fúlgida en la mano del Señor

y diadema real en la palma de tu Dios.

 

Ya no te llamarán "Abandonada",

ni a tu tierra "Devastada";

a ti te llamarán "Mi favorita",

y a tu tierra "Desposada",

porque el Señor te prefiere a ti,

y tu tierra tendrá marido.

Como un joven se casa con su novia,

así te desposa el que te construyó;

la alegría que encuentra el marido con su esposa,

la encontrará tu Dios contigo” (Is 61,10-62, 1-5).

 

“Señor, tú eres nuestro padre,

nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero:

todos somos obra de tu mano” (Is 64, 7).

 

Este es el rostro de Dos que descubrimos ya en algunos salmos y en estos textos que representan el vértice de la revelación del Antiguo Testamento. Y es un rosto que es no solo confirmado, sino llevado a cumplimiento en el Nuevo Testamento, alcanzando su máximo esplendor en el Misterio Pascual[39]

San Francisco ha sido deslumbrado por este rostro y se hizo testigo extraordinario y cantor admirable con las palabras llenas de ternura que el Espíritu ha puesto en su corazón en la abrasadora experiencia de las Llamas en La Verna:

Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.

Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente,

tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra.

Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses,

 tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero.

Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia,

tú eres belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres quietud,

tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres justicia,

tú eres templanza, tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.

Tú eres belleza, tú eres mansedumbre; tú eres protector,

tú eres custodio y defensor nuestro; tú eres fortaleza, tú eres refrigerio.

Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra,

tú eres toda dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra:

Grande y admirable Señor,

Dios omnipotente, misericordioso Salvador. (AlD: FF 261)

Gracias a este revelarte tuyo, yo descubro, oh, Señor, que Tú no me miras con mis ojos, sino con los tuyos. Y es una mirada distinta, sobre todo si considero que gran parte de nuestras energías se gasta en tratar de resistir a la amenazadora y deprimente sensación de valer poco, que nos hace tan susceptibles y reactivos a cualquier signo de desdén[40], siempre con el temor de no ser bastante amados, por no ser amables. Y se sufre, y se hace sufrir, por aquel “mal oscuro” hoy tan difundido que es la depresión. Solo la oración que me permite escuchar Tu voz y dejarla entrar en mi corazón, es capaz de liberarme de la necesidad de mendigar la gloria - ¡siempre incierta y frágil! - que puede venirme de los otros[41]. En efecto, en la medida en que deje que el Señor entre en mi vida, la percepción que tendré de mi identidad dependerá cada vez menos de lo que los otros piensen o digan de mí. Es la oración la que me educa paso a paso para no hacer de las relaciones interpersonales un ídolo al que quemar demasiado incienso[42].

Si Tú me amas como soy, también yo puedo amarme y vivir finalmente reconciliado conmigo mismo, también con lo que me limita y hace débil... Y puedo mirar a mi alrededor, el mundo de mis hermanos, con una mirada llena de misericordia, de bondad y de paciencia. Porque cada día descubro que esta es la mirada que Tú tienen sobre mí, en tu escuela aprendo a hacer que así venga a ser poco a poco mi mirada sobre mí mismo y sobre quien vive a mi lado, dándome cuenta cada vez mejor de que todos estamos incluidos dentro de un inmenso designio de misericordia que constituye nuestra única sólida esperanza.

6. Hechos amables también como hermanos

La Sagrada Escritura en su conjunto, y de modo particular el Nuevo Testamento, afirma que nuestro amor a Dios y al prójimo supone un hecho anterior, sin el cual sería incomprensible: el amor de Dios hacia nosotros. Es este el dato que precede al otro, origen y medida de nuestro amor. El amor del ser humano nace del de Dios, y debe comunicarse en él.

Uno de los más bellos frutos de la oración (y es un criterio de discernimiento de su autenticidad) es hacer crecer en el amor al prójimo. Si nuestra oración es verdadera, nos acerca a Dios, nos une a él y nos hace también percibir y compartir el amor infinito que él siente por cada una de sus criaturas. La oración dilata y enternece el corazón. Donde falta la oración, los corazones se endurecen y el amor se enfría[43]

Benedicto XVI nos recordaba antes que la respuesta que el Señor ardientemente desea de nosotros es ante todo que acojamos su amor y nos dejemos atraer por él. Y continuaba:

Sin embargo, aceptar su amor no es suficiente. Hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo «me atrae hacia sí» para unirse a mí, a fin de que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor. «Mirarán al que traspasaron». Miremos con confianza el costado traspasado de Jesús, del que salió «sangre y agua» (Jn 19, 34). La sangre, símbolo del amor del buen Pastor, llega a nosotros especialmente en el misterio eucarístico: La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús (...); nos implicamos en la dinámica de su entrega” (Mensaje para Cuaresma 2007).

Para amar a Dios debo, pues, descubrir primero que soy amado por Él en Cristo Jesús, y así aprender a creer poco a poco, también con el corazón, que soy amable. Solo así puedo amarme a mí mismo (y, más allá de las apariencias, no es tan fácil). Y solo amándome a mí mismo a la luz del amor de Dios, me haré capaz de vivir también el segundo mandamiento que me dice: “ama a tu prójimo como a ti mismo” (recuérdese el perspicaz monólogo de Pedro Bernardone, en el musical Forza, venite gente, sobre la radical imposibilidad de amar verdaderamente al prójimo hasta cuando uno siente asco por sí mismo). Sin ser conscientes, a menudo nos movemos dentro de este círculo vicioso: no amamos al prójimo, porque no nos amamos a nosotros mismos – y no nos amamos a nosotros mismos, porque no creemos en la estupenda Buena Noticia de ser amados por Dios en Cristo Jesús.

Gente de poca fe, estamos condenados a ser gente de poco amor: no experimentándolo nosotros, no podemos darlo al prójimo. Atormentados por el miedo de no ser amables e incapaces de ver y apreciar tantos signos de amor que han ido marcando ya nuestra historia y que cada día nos son regalados, nos convertimos en tormento para cuantos viven a nuestro lado.

Puede sernos útil entonces hacer nuestra esta oración:

¡Señor reconcíliame con mí mismo!

¿Cómo podré encontrar y amar a los otros

si no consigo encontrarme y amarme a mí mismo?

Señor, Tú me amas como soy

y no como me sueño,

ayúdame a aceptar mi condición de ser humano

limitado y llamado a superarse.

 

Enséñame a vivir con mis luces y mis sombras,

mis dulzuras y mis actos de cólera,

mis sonrisas y mis lágrimas,

con mi pasado y mi presente

 

Concédeme acogerme como tú me acoges,

amarme como Tú me amas.

Líbrame del tipo de perfección que pretendo darme

y ábreme a la santidad que Tú quieres darme.

 

Ahórrame los remordimientos de Judas

que ha entrado dentro de sí mismo para no salir más,

asustado y desesperado ante su pecado.

 

Concédeme el arrepentimiento de Pedro,

que ha encontrado el silencio de tu mirada

llena de ternura y de misericordia y ha renacido.

 

Y si debo llorar,

que no sea por mí mismo,

sino por tu amor no correspondido

 

Señor, Tú conoces el desaliento

que a veces ataca mi corazón.

¡El disgusto conmigo mismo

a menudo lo proyecto sobre los otros!

 

Porque me has amado primero,

Tú, oh, Señor, me has hecho amable.

Que la ternura que contemplo en tu rostro,

me haga finalmente amable también a mis ojos.

 

Dime que todo es posible al que cree.

Dime que puedo aún sanar,

a la luz de tu mirada y de tu Palabra.

Y la misericordia que Tú me das continuamente

sea la misma que yo derramo sobre mis hermanos.

7. Un corazón más grande que el nuestro

Es en la oración personal vivida en la gratuidad ante el rostro del Señor, y solo aquí, donde podemos ser “reconstruidos” en nuestra identidad más verdadera y auténtica, la que nos permite reconocernos con toda humildad como “perlas” y “tesoros de Dios”, sabiéndonos también pequeños... y el miedo de no valer nada y de no ser dignos de amor dejará el puesto a la confianza y a la esperanza:

“Tranquilizaremos nuestro corazón ante él,

en caso de que nos condene nuestro corazón,

porque Dios es mayor que nuestro corazón y o conoce todo” (1Jn 3,19-20)

“No hay temor en el amor,

sino que el amor perfecto expulsa el temor...

quien teme no ha llegado a la plenitud del amor” (1Jn 4,18).

Una esperanza que jamás hemos de poner en discusión, a fin de que “vivamos en el tiempo de la misericordia”, como definía Francisco nuestra vida terrena (2Cel 38, FF 623).

Nos lo confirma un episodio que Clemente de Alejandría (+215) se complace en narrar:

“porque tú -escribe a un amigo- una vez arrepentido, adquiriste la confianza de que te queda una digna esperanza de salvación”.

El episodio tiene en el centro al joven que el apóstol Juan confió a la custodia del obispo de una ciudad cerca de Éfeso. “Te confío -le dijo- a este con toda solicitud delante de esta iglesia y tomando a Cristo como testigo”.

El joven encontró hospitalidad y atención en la casa del obispo. Pero este, pasado el tiempo, disminuyó la vigilancia y el joven, influenciado por malas compañías, comenzó a cometer equivocaciones. Al final, desesperando de la salvación en Dios, las cometió cada vez mayores; he hecho, formó una banda de la que se convirtió en jefe activo, sanguinario y cruelísimo.

Un día Juan, pasando por aquella comunidad, pidió al obispo que le devolviera el depósito que le había confiado: “Pido al joven y el alma de ese hermano”. Decepcionado, el obispo le respondió: “Ha muerto... Para Dios ha muerto, ya que se ha convertido en un malvado y corrupto”.

Profundamente dolorido, el apóstol se puso de camino para buscar al joven. Se dejó arrestar por los centinelas de los salteadores y pidió que lo llevasen ante su jefe. Este hasta entonces, armado como estaba, lo esperaba. Cuando, con todo, en aquel que iba delante reconoció a Juan, avergonzado, comenzó a huir. Y él lo seguía con todas sus fuerzas, olvidado de su edad y gritando: “¿Por qué, oh, hijo, huyes de mí que soy tu padre, que soy viejo y desarmado? Ten piedad de mí, oh, hijo. No temas: tú tienes aún esperanza de la vida eterna. Yo te justificaré ante Cristo. Si fuera necesario, pagaré yo a gusto tu muerte, como el Señor pagó la nuestra. Por ti daré a cambio mi vida. Detente. Ten fe: es Cristo quien me ha enviado”. Él, oyendo, en un primer momento se detuvo mirando a tierra, después arrojó las armas; finalmente, temblando, lloraba amargamente. Y cuando el anciano llegó a él, lo abrazó pidiendo perdón cuanto le permitían los sollozos, recibiendo un segundo bautismo por sus lágrimas y escondiendo la derecha. Pero Juan, haciéndose garante y jurándole que había alcanzado del Salvador para él el perdón, rogando, suplicando y besando justamente la derecha, lo volvió a la iglesia, y no se marchó de allí, según cuentan, hasta haberlo puesto al frente de aquella iglesia, dando un ejemplo de arrepentimiento sincero y un gran signo de segundo nacimiento, un trofeo de resurrección que todos vieron”[44]

Comentando la actitud del tercer siervo en la parábola de los talentos (Mt 25,14-30), el papa Francisco nos ha exhortado a liberarnos de una idea equivocada de Dios:

Es este el mismo siervo que explica al patrón, a su regreso, el motivo de su gesto, diciendo: «Señor, sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Por eso me dio miedo y fui y escondí en tierra tu talento». (vv. 24-25). Este siervo no tiene con su patrón una relación de confianza, sino que tiene miedo de él y esto lo bloquea. El miedo inmoviliza siempre y a menudo hace tomar decisiones equivocadas. El miedo desalienta de tomar iniciativas, induce a refugiarse en soluciones seguras y garantizadas y así termina por no hacer nada bueno. Para ir adelante y crecer en el camino de la vida no hay que tener miedo, hay que tener confianza.

Esta parábola nos hace entender lo importante que es tener una idea verdadera de Dios. No debemos pensar que Él es un patrón malo, duro y severo que quiere castigarnos. Si dentro de nosotros está esta imagen equivocada de Dios, entonces nuestra vida no podrá ser fecunda, porque viviremos en el miedo y este no nos conducirá a nada constructivo; de hecho, el miedo nos paraliza, nos autodestruye. Estamos llamados a reflexionar para descubrir cuál es verdaderamente nuestra idea de Dios. Ya en el Antiguo Testamento Él se reveló como «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6). Y Jesús siempre nos ha mostrado que Dios no es un patrón severo e intolerante, sino un padre lleno de amor, de ternura, un padre lleno de bondad. Por lo tanto, podemos y debemos tener una inmensa confianza en Él[45]

8. Una mirada que sana las heridas

Orar significa entonces, en primer lugar, ponernos a los pies de Aquel que por pura gracia hemos conocido como nuestro amable Salvador y, conducidos por su Espíritu que es el único capaz de hacer nacer y mantener en nuestro corazón una gran confianza-familiaridad (la audacia-parresía de los hijos), dejar que su mirada llena de misericordia nos alcance, entre en lo más profundo de nosotros y así cure y dé paz a nuestro corazón in quieto.

Y contemplar quiere decir ser invadidos por la alegría de descubrir que la suya es una mirada de ternura, de bondad y de complacencia por el solo hecho de que somos sus criaturas, amadas desde siempre y para siempre por su corazón mucho más grande que el nuestro, más allá de las pobrezas que aún habitan en nuestra frágil experiencia. Y percibir que esta mirada del que nos ha creado y redimido es como el aceite que alivia y cura la herida presente en el corazón de cada uno.

Puesto que tú me amas tal como soy, también yo puedo amarme y encontrar en Ti la fuerza para cambiar.

Ya que Tú, amante de la vida, amas a cada una de tus criaturas, puedo amarlas también yo, comenzando por los hermanos y las hermanas que has puesto a mi lado. Es tu amor el que tiene el poder de hacerme completamente amable: a mí mismo, a los otros, a la creación y también a todo lo que se me pide hacer en la vida sencilla de cada día. Y me acordaré de que “con los otros no seremos jamás demasiado dulces y demasiado buenos en nuestra manera de actuar: la dulzura es la primera de las fuerzas, y quizá la primera de las virtudes” (P. Teilhard de Chardin). En todo caso, es el camino más eficaz para mejorarme al mismo tiempo a mí y a mi ambiente.

Y es revelador notar cómo no hay contradicción entre la conciencia de la propia insignificancia y la gran confianza en el Señor. Francisco, una vez más, es un ejemplo magnífico, cuando pasa durante tanto tiempo de su oración repitiendo: “¿Quién eres tú, oh, dulcísimo Dios mío? ¿Quién soy yo, vilísimo gusano e inútil siervo tuyo?” (Ll 3: FF1915). Se sabe pequeño e insignificante, pero sabe también que pertenece a un dulcísimo Dios (“¡soy tu siervo!) y esto es lo que le da solidez y fuerza para crecer en el seguimiento de su Señor: siempre más consciente de ser amado de modo totalmente gratuito, se hace capaz de responder a tal amor con la pasión del enamorado lleno de agradecimiento.

En la escuela de Francisco, podré también yo reconocer honestamente que mi verdadero tesoro es el amor que Dios tiene por mí en Jesucristo, y no mi amor por Él, que se reduce siempre a muy poco...

Y entonces no encontraré cansado, sino sencillo y saludable llevar a la oración, con los aspectos positivos, también los lados oscuros de mi vida: la alegría y la tristeza, el entusiasmo y el cansancio del camino, la victoria de la gracia y mi pecado, la generosidad y la pereza, la cariñosa atención y la indiferencia hacia los hermanos...

Y seré finalmente consciente de que “la santidad no es un deporte en el que triunfan los héroes, sino una aventura de misericordia en la que los pequeños y los humildes son llenos de dones; y lo que cuenta es la convicción, gozosamente aceptada, de una profunda miseria que la misericordia del Señor Jesús salva continuamente” (G. Huighe).

Aplicando al campo espiritual las indicaciones sobre el nuevo y eficaz método de curar las heridas poniéndolas al sol, descubierto por el gran cirujano César Magati (1577-1647), convertido más tarde en capuchino con el nombre de Liberato de Scandiano, puedo sin temor exponer también yo al sol de Su amor mis pobrezas, incluyéndome en el numeroso grupo de los enfermos del Evangelio (Mt 9,12 y Lc 19,10) para reconocer que Él, y solo Él, es el Médico de quien tengo absoluta necesidad. Y le diré:

En este nuevo día ámame Tú, Señor.

Aunque no soy amable,

aunque soy pobre y Te amo poco,

aunque no lo merezco,

ámame Tú Señor.

Cuando no he querido amarte,

cuando tengo miedo de Ti y huyo,

cuando ninguno me ama,

ámame Tú, Señor,

Y correré como Juan,

me volveré hacia Ti, como María Magdalena,

arderá también mi corazón como los dos de Emaús.

¡Ámame Tú, Señor, y cada día se Pascua también para mí!

CONCLUSIÓN

Aprender a orar es aprender a dejarse amar

Si la oración personal de la que hemos hablado -lo repetimos una vez más- “es un entretenerse durante cierto tiempo en compañía de aquel que sabemos nos ama” (santa Teresa de Jesús), entonces se trata de aprender a estar allí, bajo la mirada de aquel Dios cuyo rostro se nos ha revelado plenamente en Cristo crucificado, de cuyo corazón traspasado ha brotado el río del amor que nos hace vivir. Estar allí, dejarse alcanzar por esa mirada, no huir de él ni hacer cosas que parecen más importantes, ni porque nos consideremos indignos de ser amados por Él, y, por lo mismo, siempre incapaces de “creer” la “increíble” hermosa noticia que es justamente el “Evangelio” (=somos amados desde siempre e incondicionalmente en el Hijo amadísimo). Estar allí y decirle con Francisco: “¡Tú eres mi Dios y mi todo! Tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero... Tú eres belleza, Tú eres la paz... Tú eres toda nuestra riqueza...”.

Pero como hemos dicho muchas veces, no es fácil “aguantar” la mirada del Señor y vencer el impulso instintivo de escondernos como Adán que -al darse cuenta de estar desnudo, o sea, pobre y limitado- intenta inútilmente escapar de aquella mirada y oye que le llama: “Adán, ¿dónde estás?” (Gén 3,9).

Para lograrlo es necesario haber encontrado el verdadero rostro del verdadero Dios, el que brota del Evangelio y ser liberados al menos un poco de las falsificaciones que han sido depositadas en nuestra mente y en nuestro corazón. El gran obstáculo es que intentamos confundir los criterios que dirigen las relaciones humanas con las que rigen nuestra relación con el Señor. ¿Qué criterios?

“Te amo, (o sea: te estimo, te aprecio, te considero un bien precioso...) si lo mereces, si eres bueno, si eres digno de recibir mi amor”: es este el estribillo que hemos oído repetir desde la primera infancia. Todos nos alimentamos con él. Nos ha penetrado en la mente y en el corazón como un veneno que tiende a contaminar continuamente nuestra relación con el Señor. Sí, todos tenemos un instintivo, atávico miedo del Señor, el mismo miedo que el animal salvaje tiene del ser humano. Y la oración silenciosa puede ser comparada con una obra de domesticación: como el zorro con El Principito[46], porque también nuestro corazón debe aprender a dejarse acercar gradualmente al Señor. Poco a poco su Rostro debe dejar de darnos miedo y convertirse en un Rostro amable, reconfortante, que nos comprende, nos anima, que siempre confía en nosotros y nos impulsa a mantenernos o ponernos en camino.

Orar significa aprender a dejar que la Buena noticia del amor que Dios ha manifestado por nosotros en Cristo Jesús arraigue en nuestra mente hasta invadirla totalmente, para llegar a ser así una verdad incuestionable e indiscutible, sabiendo que no es la evidencia de nuestros sentidos y de nuestras emociones, sino que la certeza de su Palabra es su fundamento. Esta certeza es para nuestra mente como una luz que ilumina el significado y el valor de toda la realidad, vista e interpretada ya solo a la luz de la Pascua del Señor Crucificado y Resucitado. Este es aquella renovación de la mente que san Pablo pedía entonces a los romanos y nos pide también hoy a nosotros (Rm 12,2): una mente iluminada por el Evangelio, que se distancia siempre de la lógica del mundo y de sus criterios de valoración, hoy propuestos con una fuerza sin precedentes. Tarea de nuestra mente es después el -delicado y paciente- hacer llegar esta certeza evangélica a nuestro corazón, porque, si la mente puede ser convencida por la lógica del razonamiento coherente que deriva de una fe en el Resucitado bien fundada en las coordenadas del espacio y del tiempo (¡y tales son los sólidos fundamentos de la fe cristiana!), el corazón habla otro lenguaje: no el del puro razonar, sino el del sentir, es decir, el de la experiencia. El corazón tiene necesidad de “familiarizarse” con esta presencia del Señor, porque instintivamente percibe el mundo divino como algo fascinosum et tremendum, a donde no puede acercarse imprudentemente y que causa temor y temblor.

Vencer esta idea, esta imagen de Dios es una empresa ardua para nosotros; he hecho, imposible. Solo acogiendo el don del Espíritu, somos introducidos en una auténtica experiencia de fe, pasando del miedo del esclavo a la confidencia/parresía del hijo que en Cristo Jesús ha conocido la buena noticia de ser también un hijo amado por el Padre.

Son muchas las resistencias de nuestro corazón. Vencerlas, como he señalado, es algo semejante lo que se pone práctica para domesticar los animales salvajes. A este propósito me sale espontáneamente mencionar aquí lo que veo hacer a un querido hermano. Se llama Rainerio y desde hace treinta años divide su tiempo entre el trabajo como artesano y domador de caballos, pasando cómodamente del taller al gran establo y los espacios contiguos donde tiene más de veinte caballos. La que él practica es llamada “doma dulce”, que se diferencia de la “doma dura”, la más difundida, en la que los caballos son sometidos con la dureza del tratamiento para obtener la docilidad producida por el miedo al maestro. La “doma dulce” se propone, en cambio, lograr la colaboración obediente del animal creando una relación de confianza que le permita superar el instintivo miedo al ser humano. Allí hay un caballo que está sometido por miedo a los golpes que ya ha recibido; aquí hay uno que obedece porque ha sido conquistado por la confianza de quien se le ha acercado con respeto. Y es hermoso ver cómo mi hermano lleva con paciencia y determinación esta “doma dulce” con caballos de todo tipo, desde los potros a los adultos ya marcados por una relación violenta y sufrida con el ser humano. Y es una maravilla descubrir que los caballos así domados saben después familiarizarse con niños, jóvenes y adultos sin ningún problema.

La “doma dulce” practicada por mi hermano me recuerda el modo con el que Dios trata de vencer nuestro miedo acercándose a nosotros gradualmente para hacernos familiar su presencia. Pero nuestra desconfianza frente a él es demasiado más grande que la que el caballo tiene del ser humano. No por casualidad, para domar nuestro corazón, el Señor necesita un tiempo bastante más amplio. Aunque su único, grande, divino deseo es vencer nuestras resistencias a fin de que nos dejemos acercar a Él conquistados por su amor: “Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).

Sí, introducirnos en la oración contemplativa quiere decir dejarnos domesticar, es decir, dejar que el Señor se acerque a nosotros y nos “con-venza”[47] de que Él nos ama, que somos preciosos para Él, y que también el Padre nos ve ahora solo en aquel Hijo que le basta siempre y en todo y por el cual ha hecho y hace en nosotros cosas tan grandes (San Francisco). La luz del amor que la Pascua del Señor Jesús ha arrojado sobre el rostro de cada uno de nosotros hace sí que el Padre no sepa vernos más que inundados por la luz, hechos desde ahora y para siempre maravillosamente “suyos” (“El Señor se compadecerá de ti... serás una corona magnífica en la palma de tu Dios”: Is 62,1-5).

Se trata entonces de dar cabida al don pascual del Espíritu que infunde y hace crecer la capacidad de creer firmemente que para siempre somos amados por Dios en Cristo Jesús, amados así como somos, hechos amables precisamente para ser amados. Creer con san Pablo que “nada ni nadie puede ya separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús” (Rm 8,35). Este es el corazón del Evangelio, y es la más hermosa noticia que la historia haya oído. Tan hermosa que parece demasiado hermosa para ser verdadera. Por algo, para ser acogida y creída, exige una profunda conversión: “El Reino de los cielos está cerca. Convertíos y creen en el Evangelio”, nos dice el Señor Jesús; y quiere decir “convertíos creyendo en el Evangelio”, o sea: “liberaos de vuestros ídolos, los que están anidados en le mente y arraigados en el corazón, y acoged la invitación para entrar en el Reino del único verdadero Dios, el que veis en mí”. Esta es la noticia verdaderamente hermosa que -sola- tiene el poder de hacernos libres. “Si permanecéis en mi palabra, seréis realmente discípulos míos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,3132). En efecto, es la única que sana del miedo de ser malos/no acogidos/rechazados... un miedo que paraliza nuestro corazón y nos hace incapaces de amar. Amados nosotros primero y para siempre por un amor que es misericordia (es decir, comprensión, perdón, eros y ágape de la madre por sus hijos; las entrañas de piedad de nuestro Dios que hemos conocido en Cristo Jesús, por el Espíritu que ha sido derramado en nosotros nos hacen poco a poco capaces de amar, nosotros también, como sabemos que somos amados por el Señor.

El desafío más grande, el nudo más difícil de desatar sigue siendo siempre este: acoger con la mente alimentada por la Palabra que la mirada del Señor sobre mí no es como la de lis padres/educadores, sino que es una mirada radicalmente diversa; es totalmente y solo una mirada de ternura, de amor incondicional. También a nosotros se refieren las palabras dichas por el Padre al Hijo en el Jordán y en el Tabor: “Tú eres mi Hijo amado. En ti me complazco” (Lc 9,35). En la oración silencio dejo que esta “luz de la mente” descienda al corazón y lo encienda, lo tranquilice y le permita sentarse/descansar finalmente a los pies del Señor[48].

La sólida roca sobre la que se funda nuestra verdadera grandeza, nuestra indestructible dignidad es precisamente creer en este increíble “evangelio”: ¡en su Hijo amadísimo, también nosotros somos amados por Dios! Y cuando en el Padre nuestro decimos: “no nos dejes caer en la tentación”, pedimos que no arraigue en nosotros la duda sobre la fidelidad de SU amor cuando la vida nos decepciona, nos traiciona y nos desnuda.

En la sobria y densa oración que ha puesto al final de la Carta a toda la Orden (FF 233), Francisco nos ofrece una clara descripción de un discipulado maduro. Creo que es hermoso recordarla aquí, al concluir nuestro intento de describir “un camino franciscano a la contemplación”:

Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, 51para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas (cf. 1 Pe 2,21) de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, 52y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén ”.

En pocas palabras, Francisco resume los datos esenciales de un auténtico camino de conversión. Ningún esfuerzo titánico, ningún voluntarismo dedicado a ganar un amor que siempre nos precede y del cual el Espíritu nos hace poco a poco conscientes.

En ningún otro texto el Santo ha condensado en una síntesis tan vigorosa tanta doctrina. Nos habla de la necesidad de la gracia, nos enseña que la santidad es cumplimiento de la voluntad de Dios en un camino que lleva al ser humano a Dios en la imitación y la unión Cristo, hecha posible por la acción del Espíritu que ilumina e inflama al ser humano. Y la luz es ciertamente la fe, como el fuego que el Espíritu enciende, es el amor”[49].

Desde que el misterio de Dios nos ha sido permitido conocerlo en el Rostro humano del Hijo de María, el camino de la contemplación está abierta a todo hijo del ser humano. Adentrarnos en ella significa abrirnos a una experiencia de paz profunda: la que el Señor ha prometido dar a quien lo busca con fidelidad y humildad (Jn 14,27). Es la única paz por la que el corazón del ser humano conserva siempre una permanente nostalgia, desde el momento en que, como nos recuerda san Agustín, “nos han hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones 1,1).

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Algunas sugerencias prácticas

Si contemplar significa gustar la dulcedumbre de esta bajo la mirada de Aquel que nos ama y sentir crecer la exigencia de responder a su amor haciéndolo pasar a los hermanos que caminan a nuestro lado, para avanzar en esta forma de oración se nos pide una real disponibilidad para dejar que el Espíritu obre en nosotros una “interior purificación” como opción fundamental de acabar con el mal. Algunas actitudes hacen impracticable un camino contemplativo auténtico, porque nos impiden “gustar las cosas del Reino”. Señalo tres:

· el desprecio de los pobres y la cerrazón del corazón hacia ellos;

· el cultivar rencores contra quien nos “ha pisado el pie” (digo “cultivar”, es decir, “fomentar, acariciar” el rencor, que es diferente de estar apenados y sentir también un poco de rabia);

· abrir la abrir la mente a la basura tan difundida hoy de la pornografía, que contamina la mente y suscita el malestar/miedo en el corazón: es la conciencia que, contradiciendo las opciones de la mente, alimenta después en el corazón el miedo de Dios[50].

Son tres obstáculos de los que es preciso tomar conciencia y con honestidad mantenerlos lejos.

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Veamos ahora algunas sugerencias simples y prácticas que pueden sernos de ayuda en el camino difícil pero apasionante de la contemplación.

1. Orar es un arte: no se improvisan las “personas de oración”, pero, como en todo arte, se aprende también aquí con humilde perseverancia

2. A orar se aprende orando, como a nadar se aprende nadando. Es preciso empeñarse con constancia y regularidad, sin pretender ver resultados rápidos. Orar, en efecto, es un gesto pobre: parece que estamos perdiendo el tiempo. A menudo nos cuesta rezar, porque no somos pobres y no soportamos la pobreza de la oración. Estamos habituados a la rapidez y la eficiencia, pero no valen en la vida interior, donde se dan pasos y no saltos.

3. Cuanto más se ora, más se siente la necesidad de orar; cuanto menos se ora, menos se desea orar: en este campo sucede lo contrario de lo que ocurre con el alimento para el cuerpo.

4. En las primeras etapas, el Señor nos deja a nosotros la iniciativa de buscar los medios y las ayudas que creamos más oportunos y útiles para nosotros, como si todo dependiese de nuestro esfuerzo solamente. Solo más adelante Él toma progresivamente la iniciativa para lanzarnos cada vez más al cumplimiento de su voluntad y al abandono confiado y filial.

5. Los primeros pasos son por ello difíciles y un poco complicados: como un niño que comienza a andar, el alma necesita encontrar instrumentos y apoyos. Resultan importantes algunos elementos concretos: encontrar el lugar más apto; elegir el tiempo más oportuno (¡y que sea de una cierta duración: unos 30 minutos!); buscar una posición que permita al cuerpo “hacer su parte” sin ser un escollo; utilizar una imagen del Señor que sea significativa para nosotros y tenerla delante; procurarse las lecturas de la Misa del día; aprender a “manejar” con humildad las distracciones sin ponerse nerviosos y acaso “valorándolas” como posibles indicaciones de las orientaciones de nuestro corazón...

6. Para quien desee un esquema a seguir, el de la Misa -que es el vértice, la fuente y también el paradigma de toda oración de la Iglesia- es válido también para la oración personal:

- ritos iniciales y acto penitencial= silencio, invocación del Espíritu y de la Virgen María, para que - acompañen nuestra oración – humilde reconocimiento de nuestro pecado;

- liturgia de la Palabra = lecturas de la Misa del día, con aplicación a la propia vida;

- oración de los fieles = petición de ayuda para vivir la Palabra y por otras necesidades;

- plegaria eucarística = alabanza, bendición, acción de gracia...; Padre nuestro conclusivo.

7. Para que esto sea posible, hay que cuidar tanto la preparación remota para la oración (no estar disipados durante el día, controlar los pensamientos y fantasías, utilizar la oración del Nombre o las “aspiraciones” tan familiares en la tradición franciscana para conservar viva en nosotros la “Jesu, dulcis memoria”); como la preparación próxima (no "lanzarse" a la oración sin haber hecho un acto de recogimiento, y disponer en cuanto sea posible, los instrumentos que usaremos).

8. Saber llevar la vida a la oración y la oración a la vida, evitando las especulaciones abstractas y las fantasías espirituales. Abrir el corazón para acoger a su Amor, liberados del miedo. Cuando hay aridez, leer lentamente, “rumiar” algún salmo o texto de la Sagrada Escritura.

9. Saber esperar con paciencia al Señor y la alegría que él trae consigo, sin alimentar pretensiones de ningún género: estamos en su compañía en primer lugar para agradarle a Él y no para nuestra satisfacción. No debemos buscar las consolaciones de Dios, sino al Dios de las consolaciones (2Coc 1,3); y su silencio tiene como objetivo purificar y hacer crecer nuestro deseo de Él[51].

10. Perderse dulcemente en la contemplación del rostro del Señor y de su amor gratuito y fiel (Tú eres santo... Tú eres fuerte... Tú eres... Tú eres...: Alabanzas al Dios altísimo de San Francisco, FF 261). Descansar en el corazón de Jesús “como un niño en brazos de su madre” (Sal 131): Dejarse mirar por Él, quedar bajo su mirada llena de ternura, y llevar a Él toda nuestra vida, también nuestra realidad pobre.

Pero el más hermoso consejo sobre cómo establecer el tiempo de la oración mental nos lo ofrece, una vez más, J. Philippe: un consejo precioso, porque, en su honesto realismo, nos mantiene en la humildad y nos exhorta a no desanimarnos, porque no quita las ilusiones de poder “tocar el cielo con un dedo”. Escribe:

¿Cómo gestionar concretamente el tiempo que hemos decidido dedicar a la oración contemplativa? Dos simples observaciones:

Se necesita cuidar bien el comienzo, cuidar bien el fin y, entre los dos, ¡hacer lo que se pueda!

Lo que cuenta es ponerse verdaderamente en la presencia de Dios...

El acto de ponerse en la presencia de Dios al comienzo de la oración será facilitado a menudo por algunas prácticas habituales, un pequeño “rito”, que nos damos y con el que iniciamos el tiempo de oración: el encendido de una vela ante una imagen, una postración, una invocación del Espíritu Santo, la recitación de un salmo que amamos, una oración a la Virgen María para confiarle este momento de oración... Según lo que Dios inspira a cada uno y que puede ayudarlo...

(Sobre el fin de la oración) El primer consejo es el de observar fielmente todo el tiempo que hemos decidido dedicar a esta oración. Por ejemplo, si he decidido hacer media hora de oración todos los días, no debo abreviar este tiempo. Excepto, evidentemente, un caso excepcional de gran cansancio o una emergencia de la caridad... Otro consejo: no hay que abandonar descontentos la oración. Aunque haya sido difícil, aunque tengo la sensación de no haber hecho nada de bueno, porque no he sentido nada, estuve distraído continuamente, me he adormecido, etc., es necesario salir contentos. He pasado un momento con el Señor, esto basta. No he hecho nada de mi parte, pero él ciertamente ha hecho algo en mí y, en un acto de humildad y de fe, doy gracias por ello. Cualquiera que haya sido mi oración, la última palabra debe ser siempre de agradecimiento. Y veré poco a poco que no me equivoco obrando así...”[52].

Estos son, a mi parecer, los “ingredientes” principales para una oración auténtica.

Si supiéramos dejarnos guiar humildemente por el Espíritu, protagonista y único maestro de toda oración auténtica, cada uno irá descubriendo progresivamente su modo de estar en la presencia del Señor. El Espíritu Santo, junto con María, es invocado siempre al comienzo de todo tiempo de oración[53].

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Bibliografía esencial

1. R. Voillaume, Orar vivir, Narcea, Madrid 1979,

2. A. Seve, Trenta minuti per Dio, Città Nuova, Roma 1978.

3. I. Larrañaga, Muéstrame tu rostro. Hacia la intimidad con Dios, San Pablo, Madrid 1996.

4. Congregación para la Doctrina de la Fe, Algunos aspectos de la meditación cristiana, Roma 1989.

5. A. Louf, El Espíritu ora en nosotros de oración, Narcea, Madrid 1979.

7. D. BARSOTTI, San Francesco preghiera vivente, San Paolo, Milano 2008.

8. J.-M. Gueullette, La preghiera silenziosa. Stare alla Presenza, Paoline, Milano 2012.

9. J. M. Recondo, El camino de la oración en René Voillaume, Cuadenos A5, 80 pp.

10. J. Philippe, Aprender a orar para aprender a amar, Logos, Buenos Aires 2013.

 

[Traducción del original italiano: hno. Jesús González Castañón OFMCap]



[1]Ciertamente, los fieles que han recibido el don de la vocación a una vida de especial consagración están llamados de manera particular a la oración: por su naturaleza, la consagración les hace más disponibles para la experiencia contemplativa, y es importante que ellos la cultiven con generosa dedicación. Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino « cristianos con riesgo ». En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición” (ver también nn 32 y 33)..

[2]El siglo XXI o será místico o no será” (A. Malraux). El mismo pensamiento lo comparte K. Rahner cuando escribe: “Se podría decir que el cristiano del futuro o será un místico -es decir, una persona que ha ‘experimentado’ algo- o no será ni cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya sobre una convicción unáninime, evidente y pública, y mucho menos en un ambiente religioso generalizado... Para ser capaz de mantener una relación real con Dios... y también para tener el coraje de aceptar esta manifestación silenciosa de Dios como el verdadero misterio de la propia existencia, no basta una actitud racional ante el problema teórico de Dios y menos aún basta una aceptación puramente doctrinal de la doctrina cristiana, sino que es necesaria una experiencia auténtica de Dios, que brota del centro de la existencia”. K Rahner, Nuevos ensayos, Paulinas, Romma 1968, p. 24

[3] Para un posterior análisis de las razones por las que nos es difícil orar, cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2725-2751, donde el art. tiene por título El combate de lla oración.

[4] Cfr. Algunas de las agudas consideraciones sobre la oración como lugar del tedio y del desaliento se encuentran en S. FAUSTI, Una comunità legge il Vangelo di Luca, Dehoniane, Bologna 1997:

“La oración es el lugar del tedio y del desaliento. ¡Parece tiempo perdido! Es un puro deseo, pobre y capaz de no hacer nada. Precisamente en esta nulidad cumple su fin: esperar el todo. Pero el vacío se llena repentinamente de los fantasmas y del miedo del corazón, que levantan un espeso muro entre nosotros y Dios. Nuestro pecado, ausencia y lejanía de él, se evidencia en la oración más que en otra parte... La imagen que el ser humano tiene de Dios... es como una pantalla blanca sobre la que proyectamos nuestra mala imagen. En efecto nosotros, que somos malos, pensamos que nos da lo que merecemos: piedras, serpientes y escorpiones en lugar de panes, peces y huevos (Lc 11,9-13)” (p. 596).

El hijo (menor), ‘entrando dentro de sí’, constata que es esclavo del pecado; cuando vuelve al Padre, tratará de ser hijo. La conversión no es llegar a ser “dignos” o al menos “mejores” o “decentes” para merecer la gracia de Dios. La conversión verdadera es aceptar a Dios como un padre que ama gratuitamente...

La imagen de un Dios malo es una mentira esencial. No deja otra alternativa que la rebelión que hace morir o el servilismo que mata. Desaparece solo en el encuentro con la ternura materna del Padre”: p. 594ss.

[5] Congregación para la Doctrina de la Fe, Algunos aspectos de la meditación cristiana. Carta a los Obispos de la Iglesia Católica, Roma 15.X.1989, nº 7.

[6] Véanse muchas y bellas consideraciones en J. PHILIPPE, Aprender a orar para aprender a amar, Gribaudi, Milano 2014, pp. 20-27.

[7] Es la parresía de la que habla Pablo y que es propia de quien, con el don del Espíritu, ex auditu ha conocido y in corde ha acogido la estupenda “buena noticia” de ser hijos amados en el Hijo Unigénito: Rm 8,15ss; Gál 4,5-7; 2Cor 3,12.17.

[8] Véanse a título de ejemplo: P. SEQUIRI, Il Timore de Dio, Vita e pensiero, Milano 2010; H. FISCHER, Era necesario che Gesù morisse per noi? Interpretazioni sulla norte di Gesù, Claudiana, Torino 2012; S. Mc KNIGTH, Gesù e la sua norte. Storiografia, Gesù storico e idea dell’espiazione, Paideia, Brescia 2015; y las puntuales consideraciones sintéticas ofrecidas por P. MARANESI, Figure del male. Questioni aperte sul “Diabolo”, Cittadella, Assisi 2017, pp. 227-246.

[9]La Palabra de la Cruz revela un “absurdo”. La Cruz es el enigma con el que Dios responde al enigma del ser humano. Un Dios crucificado no corresponde a ninguna concepción religiosa o atea. Es una representación “oscena”: fuera de la escena de nuestro imaginario. Es la distancia infinita que Dios ha puesto entre él y el ídolo. Y, para el cristiano, de ella y a ella toda promesa divina... La encarnación ha mostrado a Dios en la historia, pero también escondía su naturaleza sub velamine carnis. Ahora la cruz (=carne crucificada) desvela lo que jamás había estado en escena. Había prohibido hacer imagenes de Él porque quería dar en primera persona esta representación suya (que nunca llegó al corazón de un hombre), la única que manifiesta la realidad de quien somos imagen y semejanza” (S. FAUSTI, L’Idiozia: debolezza di Dio e salvezza dell’uomo, Ancora, Milano 1999, pp. 14ss).

[10]Si Jesús hubiese debido llevar el pecado de todos ante Dios, ¿qué imagen tendríamos de Dios? La de un Dios de verdad que se equivoca radicalmente sobre la verdad de Jesús; la de un Dios de justicia que imputa el pecado a quien no lo ha cometido; la de un Dios-Padre de Jesús, de un Dios-amor que colocaría por encima de su paternidad y de su amor una justicia que, para ser satisfecha, exigiría el sufrimiento de un inocente. Esto ha sido llamado “un Dios perverso”, contrario a lo que el ser humano en sus más altas aspiraciones desea que sea Dios”: F. X. DURWELL, LA morte del Figlio. Il mistero di Gesù e dell’ uomo, Dominicana Italiana, Napoli 2007, p. 99.

[11]Jesucristo ha salvado el mundo no porque ha aplacado a Dios, reparándolo de una injusticia sufrida por él al comienzo de parte de la libertad pecaminosa del ser humano..., sino porque con su historia humana, hecha de don y ofrecida por amor, ha dado cumplimiento al proceso evolutivo de la comunión del mundo entero con Dios. ¡Mostrando cuál es el sentido de la historia lo ha realizado en sí mismo!... La historia de Jesús lleva a cumplimiento la voluntad de Dios escondida durante siglos: recapitular en Él todas las cosas de modo que la creación entera participe definitivamente en el pleroma de Dios que es el sistema simbólico trinitario del amor, cuando él será “todo en todos” (cfr. 1Cor 15,28)... Cristo es la gracia de Dios... Él es la comunión del mundo con Dios reconocido y encontrado como Padre, y en este sentido es el Salvador del mundo”: P. MARENESI, Figure del male..., pp. 310ss.

Una contribución fundamental para la superación de la espiritualidad jansenista ha sido ofrecida a la Iglesia por algunas santas mujeres que vivieron entre los siglos XVIII y XIX, y de forma maravillosa por Teresa de Lisieux, que en 1997 ha recibido el título de Doctora de la Iglesia precisamente por haber recuperado directamente del Evangelio y propuesto después en los escritos autobiográficos su “pequeño camino”.

[12] Benedicto XVI, San Paolo (10). L’importanza della cristologia: la teologia della Croce, Catechesi all’Udienza del 29 ottobre 2008, ahora también en San Paolo, l’Apostolo delle genti, Libreria Editrice Vaticana/San Paolo, Roma e Milano 2009, pp. 73-78. «En el acto de la cruz se ha producido una alquimia misteriosa: Jesús ha cambiado una obra de muerte en una obra de vida. La manifestación más odiosa del pecado de los seres humanos se convierte en la revelaión más pura de Dios. El que ha entregado la propia vida libremente, da la vida... Puesto que la victoria de Cristo en su muerte es la victoria de una libertad amante sobre la libertad pecadora”: B. Sesboüè, Gesù Cristo l’unico mediatore. Saggio sulla redenzione e la salvezza, Paoline, Roma 1990, pp. 193s.

[13] En la catequesis sobre la figura de san Antonio de Padua, el papa Benedicto XVI ha hecho una bonita referencia a la necesidad de contemplar al crucificado: “Escribe san Antonio: “Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú te mires en la cruz como en un espejo. Allí podrás conocer qué mortales fueron tus heridas, que ninguna medicina habría podido sanar, si no la de la sangre del Hijo de Dios. Si miraras bien, podrías darte cuenta de qué grande es tu dignidad humana y tu valor... En nungún otro lugar el ser humano puede darse cuenta mejor de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la cruz” (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214). Meditando estas palabras podemos comprender mejor la importancia de la imagen del Crucificado para nuestra cultura, para nuestro humanismo nacido de la fe cristiana. Precisamente mirando al Crucificado vemos, como dice san Antonio, qué grande es la dignidad humana y el valor del ser humano. En ningún otro punto se puede comprender cuánto vale el ser humano, precisamente porque Dios nos hace tan importantes, nos ve tan importantes, para ser, para Él, dignos de su sufrimiento; toda la dignidad humana aparece así en el espejo del Crucificado y la mirada hacia Él es siempre fuente de reconocimeinto de la dignidad humana”: BENEDICTO XVI, Audiencia general, 10 febrer 2010, in I Maestri Domenicani e Francescani, Libreria Editrice Vaticana, 2010, p. 45.

[14] Sobre la importancia de cultivar una memoria agradecida del bien que el Señor ha depositado ya a lo largo de nuestra vida se ha detenido el papa Francisco el 2 de marzo de 2017 hablando al clero de Roima. Él ha dicho entre otras cosas: “Evangelium gaudium he querido poner de relieve aquella dimensión de la fe que llamo deteuronómica, en analogía con la memoria de Israel: “La alegría evangelizadora brilla siempre sobre el fondo de la memoria agradecida: es una gracia que hayque pedir. Los apóstoles jamás olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: ‘Eran cerca de las cuatro de la tarde” (Jn 1,392 (nº 13). En la multitud de tetimonios... se distingen algunas personas que han influido especialmente para hacer brotar nuestra alegría creyente: “Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la palabra de Dios” (Heb 13,7). Es muy importante retroceder y buscar las raíces de nuestra fe. A veces se trata de personas simples y cercanas que nos han iniciado en la vida de la fe... El creyente es fundamentalmente uno que hace memoria... No se puede creer sin memoria. La fe se alimenta y se nutre de la memoria. La memoria de la Alianza que el Señor ha hecho con nosotros: Él es el Dios de nuestros padres y abuelos... Avanzar en la fe... es también ejercicio de volver con la memoria a las gracias fundamentales.... buscando nuevamente tesoros y experiencias que estaban olvidadas y que muchas veces contienen las claves para comprender el presente. Esta es la cosa verdaderamente “revolucionaria”: ir a las raíces. Cuanto más lúcida es la memoria del pasado, tanto más claro se abre el futuro, porque se puede ver el camino realmente nuevo y distinguirlo de los caminos ya recorridos que no han llevado a ninguna parte. La fe crece recordando, conectando las cosas con la historia real vivida por nuestros padres y por todo el pueblo de Dios, por toda la Iglesia”.

[15] C.S. LEWIS, I quattro amori, Jaka Book, Milano 1990, p.44.

[16] Ejemplar en tal sentido es la relectura hecha por José de su propia aventura amarguísima, en Gén 45,1-8; y también la sabia consideración de Manzoni sobre la historia aotrmentada de la Monja de Monza, en el cap. X de Los Novios.

[17] C. MOLARI, Perché? in Consacrazione e servizio 5/1992, p.49.

“Debemos reconciliarnos con nuestro pasado. El forma parte del barro del que fuimos hechos. Todo depende de cómo lo miremos. Podemos sufrirlo como una trágica fatalidad o desmentirlo para lanzarnos ingenuamente hacia un futuro que no conoce ningún condicionamiento. O, vislumbrar una trama que no es fruto del azar ni de un ciego determinismo, sino de un proyecto de amor que se esconde también detrás de los entresijos, rupturas o errores. Asumir el propio passado, lo que se ha vivido, es otro modo de decir el nombre propio... Ninguno puede vanagloriarse de haber tenido una infancia perfecta e invidiable. Nuestras pruebas tienen el peso que les atribuyamos. He oído a gente lamentarse toda la vida de una bofetada injusta; mientras otros, que han pasado por el infierno de la guerra, han llegado a ser después constructores de paz. Habremos podido tener mucho más de lo que tenemos ahora, pero también mucho menos.¿Y qué poseemos que no hayamos recibido?, pregunta Pablo a los corintios. Solo la memoria agradecida puede restituir a nuestra historia su verdadero sentido. Y solo el don de nosotros mismos puede transformar una historia de muerte en una historia de vida...”: así leemos en las hermosas páginas dedicadas a El pasado aceptado en V. ISINGRINI, Anche di notte... il sole, San Paolo, Milano 2007, pp. 97-99.

[18] El tema de la restitutio, tan querido a Francisco, es tratado muy bien por C. VAIANI, La via di Francesco, Biblioteca Francescana, Milano 1997.

[19] Si se encuentran muchas referencias a la Oración del Nombre en las diferentes ediciones de la Filocalia, con todo, es en El peregrino ruso donde se ha hecho la relectura típica del espíritu ruso.

[20] Sobre la importancia de acercarnos al Señor con la conciencia de nuestra pobreza la encontramos de modo ejempar en el publicano en el tempplo, véase algún comentario sobre la parábola narrada por Jesús (Lc 18,1-14), por ejemlo, el óptimo de S. FAUSTI, Una comunità legge il Vangelo di Luca, EDB; Bologna 1994, pp. 599-603-

[21] Monumenta Historia Ordinis Capucinorum, VII, p. 264, nº 262

[22] El número lateral remite a la monumental obra en seir¡ enormes volúmenes de C. Cargnoni (a cura di), I Frati Cappuccini. Documenti e testimonianze del primo secolo, EFI, Perugia 1991, Vol. I.

[23] Ibid., vol. III, Parte I.

[24] De familia campesina y analfabeto, entró en los capuchinos en 1580, desarrollando durante mucho tiempo el oficio de limosnero, junto con otros servicios de la casa (se definía como “trabajador de platos”). Permaneció en varios conventos de la provincia véneta hasta 1619, año en que fue trasladado al convento de Innsbruck, donde permaneció hasta su muerte en 1631. Esa persona de gran espiritualidad y desarrolló un intenso apostolado entre la gente. En el Tirol fue un verddero modelo para los fieles, buscado como guía espirtual y moral. Acompañó la vida espiritual del emperador de Austria Fernando II, estando a su lado durante la guerra de los 30 años (1618-1648); era amigo y consejero de los duques de Baviera Maximiliano I e Isabel y de otros príncipes, algunos de los cuales convirtió a la fe católica.

[25] Una lectura interesante sobre la actual decadencia de la oración contemplativa nos la ofrece G. MUCCI, ¿Ha pasado de moda la oración mental?”, en La Civiltà Cattolica I 2007, pp. 430-435, del que copio solo el incipit: “Hasta hace cincuenta años y durante siglos, la oración mental era el ejercicio privado más practicado por sacerotes, religiosos y religiosas apenas fervorosos... Pero... ¿se practica hoy la oración mental? Queremos decir: ¿es tenida como un elemento portador de una seria vida interior de los que tienen una vida espiritual? Nos nos atreveremos a afirmar que hoy sea esta la convicción más difundida. Nos parece, más bien, que, de hecho, nos contentamos con la oración vocal, quizá también la litúrgica, y se omite, sobre todo por el frenesí del hacer cotidiano y de las distracciones que ofrece la vida, la profundización silenciosa de los mismos textos sobre los que se recita la oración vocal. No raramente la misma liturgia, el momento más alto de la oración cristiana y sacerdotal, se reduce a ser recitada solo. Y se descuida así una voluntad precisa de la Iglesia que nos invita a no reducir la vida espiritual a la simple participación en la liturgia. Como se ha notado, donde falta la contemplación permanente que es la oración, la liturgia corre el riesgo de ser un rito frío y aburrido o un espectáculo espiritualmente infructuoso...”.

[26]Ver cómo ha vivido la oración san Francisco es tarea ardua. Se trata del carisma del fundador del franciscanismo. Es lo que la Orden franciscana debe mantener vivo en la Iglesia de Dios. La Orden franciscana no podría pretender tener una vida, también hoy, y una misión en la Iglesia, si descuidara o no creyera ya necesario en ella este carisma. La vida religiosa de Francisco depende toda de su oración. Para otros santos podemos quizá decir que la oración es uno de los elementos de su vida espiritual. Esto ciertamente no vale para Francisco. La oración es en Francisco el manantial generador de toda su vida. En otros la oración es un punto de llegada: en él, en cambio, es un punto de partida. Porque, si hay un alma en la que verdaderamente la oración ha sido todo, esta es el alma de Francisco… Todos sus Escritos giran en torno al argumento fundamental, que es la oración”: D. BARSOTTI, San Francesco preghiera vivente. L’infinitamente piccolo davante l’Infinitamente grande, San Paolo, Milano 2008, pp. 337ss. En este precioso volumen de 400 pp. , organizado por Giovanni Iammarrone están recogidas muchas penetrantes meditaciones que don Divo Barsotti, buen teólogo y uno de los máximos “hombres espirituales” de los últimos decenios, ha dedicado a los Escritos de Francisco.

[27] La contemplacón de la Cruz del Señor como fuelle para tener vivo el fuego del amor; lo “sobrevenido” (“intratto”) y lo “emprendido” (“estratto”) como el modo más provechoso para leer textos espiritualmente ricos deteniéndose en ellos para gustarlos y asimilar el contenido; las aspiraciones, las jaculatorias y las oraciones breves usadas habitualmente por los santos hermanos, pero, sobre todo, la fuerza creadora del ejemplo. Esclarecedor y curioso cuanto se lee en los Atti del Processo di canonizzazione di san Felice da Cantalice (1515-1587), donde muchos testigos refirieron que era literalmente “espiado” de noche por los hermanos, mientras en la iglesia -creyendo estar solo- meditaba llorando la Pasión del Señor y repetía muchas veces las mismas palabras ardientes, como por ejemplo: “No había nadie... No había nadie... ¡Oh, mi Señor, qué abandono es este!” (Cfr. I Fratti Cappuccini, vol. III, parte II, nn. 8166s; 8186. 8202s. 8233s).

[28] Denominado el Monje grande, Valeriano Magni (Milano 1587-Salzburo 1661) fue durante decenios delegado apostólico en Europa central. Desarrolló varios encargos diplomáticos para los emperadores Fernando II, Fernando III y en Polonia con Ladislao IV; fue el primero en promover la reconciliación entre las diferentes confesiones cristianas.

[29] En I Frati Cappuccini, Vol. I, n.1870.

[30] Cf. G. Bunge, Akedia, il male oscuro, Qiqajon, 1999, p. 80

[31] Cf. Las hermosas páginas sobre “L’ascesi di debolezza” en A. Louf, Sotto la guida dello Spirito, Qiqajon 1990, pp. 77-83; y también M. Rondet, Dalla santità desiderata alla povertà offerta, en Temi dello Spirito 2007/173, pp. 240-246.

[32] H. U. VON BALTHASAR, La oración contemplativa, Encuentro, Madrid 2007, 3ª ed.

[33] L. PADOVESE, In fraternità per cantare la penitenza, in Italia Francescana 59 (1984), pp.407-426

[34] E. BIANCHI-B. BAROFFIO, La preghiera fatica di ogni giorno, Piemme, Casal Monferrato 1983, pp.11-12.

[35] T. MERTON, EL hombre neuvo, Lumen, Argentina 2013, p. 83.

[36] Osservatore Romano, 21 novembre 2006, p. 2.

[37] S. Kierkegaard, Preghiere, Morcelliana, Brescia 1951, p. 17.

[38] En el pórtico norte de la catedral de Chartres, del siglo XIII, hay dos emblemáticas esculturas: de un lado está Cristo que modela el rostro de Adán a imagen del suyo, y enfrente los dos rostros son puestos el uno al lado del otro, transmitiendo así el mensaje-clave de la antropología cristiana: “Hechos a su imagen, somos llamados a la semejanza”.  

[39] Véase, solo por limitarnos a algún pasaje: Lc 10,20: “No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”; Jn 3,16-17: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”; 1Jn 4,8-9: “Dios es amor... En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: Él ha enviado a su Hijo Unigénito al mundo, para que tengamos vida por él”, y el gran himno al victorioso e irreversible amor que Dios ha manifestado a los hombres en el Corazón atravesado de su Hijo que leemos en Rm 8,35-39: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?... ¡Nada ni nadie podrá apartarnos del amor que Dios nos ha revelado en Cristo Jesús, neustro Señor!”.

[40] Como siempre, San Francisco sabe revisar nuestro corazón para sacar a la luz lo que no es auténtico. A este respecto, comentando la bienaventuranza sobre la pobreza de espíritu, observa: “Hay muchos que permanecen constantes en la oración y en los divinos oficios y hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero por una sola palabra que les parece ser injuriosa para sus cuerpos..., escandalizan y en seguida se alteran, Estos no son pobres de Espíritu...” (Adm III (14: FF 163). (3

[41]¿Cómo podéis creer vosotros -decía Jesús a los escribas y fariseos, y nos lo repite también a nosotros- que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? (Jn 5,44). San Francisco hace el eco cuando afirma que “cuanto es el ser humano ante Dios, tanto es y no mas” (Adm 19,2: FF 169).

[42]Para mí personalmente, la oración es siempre un modo de escuchar la bendición. He leído y he escrito mucho sobre la oraciónn -confiesa uno de los mayores maestros del espiritu de nuestro tiempo-, pero cuando me retiro a un lugar apartado a orar, comprendeo que el verdadero ‘trabajo’ de la oración es hacerse silenciosa y escuchar la voz que dice cosas buenas de mí. Esto puede sonar como una especie de autoindulgencia, pero en la práctica es una disciplida dura... No es fácil entrar en el silencio, ir más allá de las muchas voces ruidosas y exigentes de nuestro mundo y descubrir, en el slencio, la pequeña voz que dice: ‘Tú eres mi Hijo Amado, en ti me complazco’. Pero si nos atrevemos a abrazar nuestra soledad y favorecer nuestro silencio, llegaremos a conocer esa voz... A veces sentirás que en tu oración no sucede nada. Tú dices: ‘Estoy solo sentado aquí y comienzo a distraerme’. Pero si dedicas una media hora al día para escuchar la voz del amor, descubrirás gradualmente que está sucediendo algo de lo que no eras aún consciente... La disciplina constante de la oración te revela que tú eres el bendito y te da el poder de bendecir a los otros... Entonces encontramos el coraje de afrontar nuestros límites y nuestros desgarros, sean nuestro aspecto físico, nuestra marginación, nuestros recuerdos de maltratos o abusos, nuestro haber sido vícitmas de la prevaricación... Y descubrimos que la alegría verdadera tiene que hacerse con una experiencia profunda, la experiencia de Cristo. En la escucha tranquila de la oración, aprendemos a percibir su voz que dice: Que los otros te amen o no, yo te amo. Tú eres mío. Edifica sobre mí tu casa, permanece en mí, como yo permanezco en ti..”: H. NOUWEN, Sentirsi amati. La vita spirituale in un mondo seculare, Queriniana, Brescia 1992, pp. 61-62

[43] J. PHILIPPE, Imparare a pregare…, p. 27.

[44] Citato da L. PADOVESE, La speranza nei Padri, Piemme, Casale Monferrato 1984, pp. 62-63.

[45] All’Angelus di domenica 19 novembre 2017.

[46]Entonces apareció el zorro:—¡Buenos días! —dijo el zorro.—¡Buenos días! —respondió cortésmente el principito, que se volvió pero no vio nada.—Estoy aquí, bajo el manzano —dijo la voz. —¿Quién eres tú? —preguntó el principito—. ¡Qué bonito eres! —Soy un zorro —dijo el zorro. —Ven a jugar conmigo —le propuso el principito—, ¡estoy tan triste! —No puedo jugar contigo —dijo el zorro—, no estoy domesticado… —¿Qué significa «domesticar»?... —Es una cosa ya olvidada —dijo el zorro—; significa «crear vínculos...».. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...” —Comienzo a comprender —dijo el principito—. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado...”… El zorro se calló y miró un buen rato al principito: —Por favor... domestícame —le dijo… —¿Qué debo hacer? —preguntó el principito. —Debes tener mucha paciencia —respondió el zorro—. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malentendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca... El principito volvió al día siguiente. —Hubiera sido mejor —dijo el zorro— que vinieras a la misma hora ... Los ritos son necesarios. —¿Qué es un rito? —inquirió el principito. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones… Adiós, dijo el zorro. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos…—Lo que hace más importante a tu rosa es el tiempo que tú has perdido con ella… —Los hombres han olvidado esta verdad —dijo el zorro—, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...”. A DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito

[47] Venza los miedos/tinieblas de nuestro corazón, después de haber iluminado la mente con su Palabra: Sumo y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón: dame fe recta, esperanza cierta, caridad perfecta...” (OrSD: FF 276): así oraba Francisco al comienzo de su camino de conversión,enfrentándose, también él, con “el meido a Dios” que andaba en su corazón por la vida vacía que había llevado antes.

[48] Kalani Murima. Siediti, cuore mio1 Avventure di contemplazione, EDB, Bologna 1981: es el título de un hermoso texto sobre el tipo de oración del que estamos hablando, escrito por p. A. MARCHESINI, un médico dehoniano misionero en Mozambique desde 1969l

[49] D. BARSOTTI, San Francesco preghiera vivente…, p. 38.

[50]Como existe una cconteminación atmosférica, que envenena el ambiente y los seres vivos, así existe una contaminación del corazón y del espíriitu, que mortifica y envenena la existencia espiritual”: así Benedicto XVI, Homilía para el día de Pentecostés (31 de mayo de 2009).

[51] Remito a las agudas consideraciones sobre la oración como lugar de tedio y desaliento que se encuentran en S. FAUSTI, Una comunità legge il Vangelo di Luca, EDB, Bologna1997,alle pp. 417-419 e 595-597.

[52] J. PHILIPPE, Imparare a pregare…, pp. 89-91. Estupensa la humilde confidencia que el papa Francisco ha escrito en el prólogo de una edición alemana de la Biblia para jóvenes: “Quiero confesaros cómo leo mi vieja Biblia. A menudo la tomo, leo un poco, después la pongo a un lado y me dejo mirar por el Señor. No soy yo quien le mira, sino que Él me mira a mí: Dios está verdaderamente allí, presente. Así me dejo observar por Él y Lo siento -y no es un cierto sentimentalimo-. Percibo en lo más profundo de mí lo que el Señor me dice. A veces no habla, y entonces no siento nada, solo vacío, vacío, vacío... Pero, paciente, vuelvo allá y lo espero así, leyendo y orando. Rezo sentado, porque me hace mal estar de rodillas. A veces, rezando, incluso me duermo, pero no pasa nada: soy como un hijo cerca de su padre. Y esto es lo que cuenta”: en La Civiltà Cattolica n. 3972 del 26. XII. 2015, pp. 521.

[53] Un ejemplo de invocación del Espíritu Santo y de la Virgen María.

· ¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, enciende en ellos el fuego de tu amor por el Señor Jesús y por el Padre!

· ¡Madre de la Luz, Señora de la paz, Sede de la Divina Sabiduría, Virgen fiel, Auxilio de los cristianos, Reina de los Menores, Refugio del pepcador que soy yo... ruega por nosotros y ruega con nosotros!

Modificado por última vez el Viernes, 06 Noviembre 2020 17:46