Ordo Fratrum Minorum Capuccinorum ES

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updated 11:54 AM UTC, Mar 20, 2024

fr. Štefan Kožuh OFMCap

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APRERNDER A ORAR PARA APRENDER A VIVIR

Cómo progresar en la vida de oración
comunitaria y personal

Por fr. Štefan Kožuh OFMCap

1. Introducción

La formación, tanto permanente como inicial, no es otra cosa que un continuo proceso realizado “mediante la conversión interior, de tal manera que nuestra Orden esté en continua renovación[1]. Sabemos por experiencia que la conversión del corazón no es principalmente obra humana sino, sobre todo, don gratito de Dios[2]. Por ello estamos llamados a “dar prioridad a la vida de oración, principalmente la contemplativa[3]. Las Constituciones de los Hermanos Menores Capuchinos -nuestras Constituciones- nos piden: “Tanto las fraternidades, como cada uno de los hermanos, dondequiera que se hallen, hagan plenamente realidad la primacía del espíritu y de la vida de oración, como lo exigen las palabras y el ejemplo de san Francisco y la sana tradición capuchina[4]. Y recalcan: “Es de suma importancia llegar al pleno convencimiento de la necesidad vital de orar personalmente. Cada hermano, dondequiera que esté, tómese todos los días un tiempo suficiente, por ejemplo una hora entera, para la oración mental[5].

El cuidado de la vida de oración personal depende, pues, en primer lugar, de cada hermano. Sin embargo esto no sustituye nuestro compromiso fraterno por una genuina, regular e intensa vida de oración litúrgica celebrada, si es posible, entera por toda la fraternidad que se reúne cada día, en el nombre de Cristo, para dar gracias al Padre en el Espíritu Santo[6]. “Tengamos, por consiguiente, en singular aprecio el misterio de la Eucaristía y el Oficio divino, que san Francisco quiso que informaran toda la vida de fraternidad[7]. Cada fraternidad, pues, “debe ser verdaderamente una fraternidad orante. Para ello en todas las circunscripciones, utilizando los medios adecuados, préstese el mayor cuidado en formar a cada hermano y a las mismas fraternidades en el Espíritu y en la práctica de la oración[8]. La oración comunitaria ofrece un indispensable soporte a la oración personal y la oración personal-mental nutre y vivifica nuestra común oración litúrgica. Por ello “los ministros, los guardianes y a cuantos se les ha encomendado el cuidado de la vida espiritual procuren que todos los hermanos progresen en el conocimiento y en la práctica de la oración mental[9] y celebren “dignamente la Liturgia de las Horas, a la cual la Iglesia nos vincula en fuerza de nuestra profesión[10].

Esta simple contribución que mira a nuestra reciente tradición capuchina, que nos ha sido dada por el Señor a través de nuestro hermano Ignacio Larrañaga (1928-2013), se centra sobre algunas modalidades que afectan directamente a la oración personal[11]. “La búsqueda de la unión con Dios es el primer trabajo de los hermanos[12]. Esta intensa y reavivada búsqueda personal de la unión con Dios volverá más viva e intensa nuestra oración litúrgica-comunitaria. De aquí podría brotar enseguida una consecuencia muy natural e importante: que nuestras fraternidades lleguen a ser auténticas escuelas de vida y oración[13].

Cultivemos con sumo interés en el pueblo de Dios el espíritu y la progreso en la oración, sobre todo la interior, ya que éste fue, desde los comienzos, un carisma de nuestra Fraternidad de Capuchinos y, como atestigua la historia, el principio de la auténtica renovación. Por lo tanto, esforcémonos diligentemente en aprender el arte de la oración y en transmitirla a los demás. La enseñanza de la oración y de la experiencia de Dios, con método simple, distinga nuestra acción apostólica. Servirá mucho que nuestras fraternidades se dediquen a ser auténticas escuelas de oración[14].

2. ¿Cómo reavivar la oración de los Salmos?

La oración de los salmos, que son “el arpa del Espíritu” (San Efrén), ¡es nuestro pan diario, una fuente inagotable de vida con Dios! Uno de los modos más eficaces para progresar en la amistad personal con Dios es navegar en el mar profundo de los Salmos. Ellos llevan en sí las realidades diarias de la vida, porque surgen de la vida real… con Dios. Los Salmos son el fruto de una larga historia de amor entre Dios y el ser humano. Cada uno de ellos ha “nacido” en circunstancias concretas y vividas por los salmistas en diversos períodos de su historia.

¿Qué puedo hacer para que los Salmos sean un alimento sólido y nutriente para mi alma? Siempre debo tratar de acercarme de nuevo personalmente en silencio y soledad a su riqueza para adquirir a través de ellos una íntima y ardiente amistad con el Señor Dios vivo y verdadero.

¿Qué hacer, pues, para que mi/nuestra recitación diaria de los Salmos sea una verdadera oración y fuente inagotable de vida con Dios?

Tomo uno de los Salmos a partir de mis preferencias personales o mis necesidades espirituales del momento.

Después de haber conseguido la serenidad del alma, invoco al Espíritu Santo y comienzo a leer lentamente, muy lentamente el Salmo. En primer lugar trato de comprender el significado, la intención y la aplicación de las palabras leídas.

Después de este momento inicial trato de dar la oportunidad a mi corazón. Pronuncio con todo el corazón cada una de las expresiones del Salmo, asumiendo profundamente todo aquello que pronuncian mis labios o solo mi mente; mi atención está toda ella dirigida al contenido de las frases pronunciadas, que se están volviendo mías.

Si leyendo lentamente el Salmo una palabra o frase me dice mucho, me paro en ella y la repito más veces. Cada vez que la pronuncio, permanezco al menos diez segundos en silencio e inmóvil como uno que siente el eco, que se identifica profundamente con el contenido de la frase, que es Dios mismo. Siento cómo mi “yo” está lentamente desapareciendo y cómo la presencia viva y verdadera de Dios penetra todo mi ser. El alma se deja contagiar por la profunda experiencia de Dios. Repito la palabra o la frase, hasta que no se agote su riqueza que me hace estar unido a Dios.

Si no sucede esto (es decir, que alguna palabra o frase me resulte significativa) -¡y no sucederá siempre!-, continúo leyendo lentamente las palabras del Salmo sintiendo con el corazón lo que leo. De vez en cuando me paro; releo las expresiones más significativas.

Si en un cierto momento creo que puedo dejar las palabras del Salmo, abandono el texto y dejo al Espíritu Santo que ore dentro de mí con palabras espontáneas.

Este método simple, llamado también lectura rezada, que se puede aplicar también a otras oraciones escritas, me puede ayudar a orar en los períodos de aridez o cuando a causa de la dispersión mental no consigo concentrarme y orar.

3. Lectura orante de la Palabra de Dios

Para poder acoger la Palabra de Dios busco prepararme: que el alma esté vacía, tranquila, desinteresada. Invoco ardientemente las luces del Espíritu Santo, inspirador del autor humano de la Palabra.

Escojo el texto de la Escritura y comienzo a leerlo lentamente, muy lentamente…, escuchando a Dios que me habla personalmente en este momento de mi vida. No pretendo comprender todo el significado; mi principal petición es: “¿Qué quiere decirme el Señor con estas palabras?”… y dejo decididamente aparte la preocupación de cómo explicar esta palabra -predicarla a los otros.

Si encuentro una expresión que llama poderosamente mi atención, que me conmueve…, me detengo y dejo que esta idea libremente domine mi mente y mi corazón.

En mi Biblia subrayo con el lápiz esta expresión y escribo al margen la palabra que sintetiza la impresión que vivo.

Cuando en la lectura escogida aparecen nombres propios (p. e., Moisés, Samuel, María), los sustituyo por mi nombre, sintiendo así que el Señor se está dirigiendo personalmente a mí, llamándome por mi nombre.

Si esta lectura hoy no “me dice” nada, permanezco en paz. Quién sabe, tal vez otro día me “dirá mucho”. Más allá de nuestra actividad está el misterio de la gracia que es imprevisible: la hora de Dios no es nuestra hora. En las cosas de Dios es necesaria mucha paciencia.

A la luz de la Palabra leída, escuchada y meditada trato de analizar mi vida y de aplicar la Palabra a mi situación concreta, preguntándome: “¿Qué me está diciendo Dios?”. “¿Qué haría Jesús en mi lugar?”. En la medida en que mi mente se va adaptando a la “mente” de Dios me voy haciendo discípulo del Señor.

Si en cualquier momento de la escucha de la Palabra mi corazón siente el impulso de orar, dejo que el Espíritu ore en mí, dando gracias y alabando al Señor por la revelación de su voluntad a través de la Palabra.

Esta personal lectura meditada de la Palabra, a la que somos llamados a dedicarnos cada día, me prepara para un fructuoso compartir fraterno de la Palabra[15].

4. Ponerse a la escucha

Tomo una expresión breve que me llena el alma, p. e., la usada por san Francisco: “¡Dios mío y mi todo!”, o simplemente una palabra, p. e., “Jesús”, “Señor”, “Padre”…, y comienzo a pronunciarla con serenidad y recogimiento con intervalos de diez o quince segundos. Al pronunciarla trato de vivir su contenido que es el mismo Señor.

Con el tiempo comienzo a percibir cómo la “presencia” de Dios, “encerrada” en esa expresión, lenta y suavemente comienza a inundar todo mi ser. Al pronunciar la misma expresión, doy siempre un espacio más largo a los tiempos de silencio y a la escucha interior.

5. Abandonarse en el Abba-Padre

La oración genuinamente evangélica y liberadora está en las palabras: “¡Padre, mi abandono en ti!”.

Trato de aprender de memoria la Oración del abandono[16] del b. Carlos de Foucauld. Así puedo recitarla cuando me encuentro con las pequeñas o grandes contrariedades de la vida.

Con actitud filial de abandono confiado me pongo en la presencia del Padre, que dispone o permite todo y comienzo a recitar la mencionada Oración de abandono o simplemente repito la breve frase: “¡Hágase tu voluntad!” o “¡Me pongo en tus manos!”.

El abandono es un homenaje de silencio en la fe. Por ello en la oración de abandono busco reducir al silencio todo aquello que tiende a rebelarse en mí, que me desagrada: los aspectos negativos de mis padres, los aspectos aún no aceptados de mi aspecto físico, las enfermedades, la ancianidad, las impotencias y limitaciones, los elementos negativos de mi personalidad, personas cercanas que me irritan, historias y memorias dolorosas, fracasos, errores…

A veces acordándome de estas cosas siento que me hieren de nuevo, sin embargo, poniéndolas con confianza filial en las manos del Pare, que me ama gratuita e incondicionalmente, poco a poco me llega la paz.

6. Acoger a Jesús resucitado

De nuevo me encuentro en el “Cenáculo” -coro, capilla, iglesia… en la presencia silenciosa de Jesús Eucarístico- Jesús resucitado, que me da la paz y derrama sobre mí al Espíritu Santo[17].

Apoyándome en algunas expresiones[18] – pronunciadas con los debidos intervalos de silencio, para que la “vida” de la frase resuene y llene mi alma-, comienzo a acoger, en la fe, a Jesús resucitado y resucitador. Dejo que el espíritu de Jesús entre en mí e inunde todo mi ser. Siento que la presencia de Jesús resucitado llega hasta los más remotos espacios de mi alma y toma plena posesión de todo lo que soy, pienso, hago. Siento cómo Jesús asume la más profunda intimidad de mi corazón. En la fe lo acojo sin reservas, gozosamente.

En la fe siento cómo Jesús toca esa herida mía concreta, cómo extrae esa espina de angustia que me oprime, cómo me libera de estos temores y rencores.

Después de esto paso a la vida. Acompañado y revestido por Jesús resucitado visito los lugares donde vivo y trabajo. Me presento ante la persona con la que estoy en conflicto y trato de mirarla con los ojos de Jesús, con la serenidad de Jesús que vive en mí.

Trato de imaginarme cada una de las situaciones, incluso las más difíciles, y dejo que Jesús resucitado obre a través de mí: miro con los ojos de Jesús, hablo con su boca. Ya no soy yo quien vivo, sino que es Jesús quien vive en mí[19].

Esta plegaria es verdaderamente transformante, o mejor: cristificante.

7. Salir de sí mismo y elevar el espíritu

Fácilmente la oración se convierte en monólogo, donde toda mi atención comienza a girar en torno a mí: mis intereses, mi voluntad, mis dificultades. Para evitar tal peligro trato de estar ante el Señor saliendo de mí mismo y elevar todas mis fuerzas mentales y espirituales hacia el Señor.

Apoyándome en alguna frase breve, mi yo sale hacia el Tú. Asumiendo y haciendo vivo el significado de la frase, esta llama mi atención y la dirige-la pone ante un Tú. Así todo el yo permanece en todo el Tú, donde queda fijo, quieto.

En todo esto no hay ningún esfuerzo mental; no me preocupo de comprender lo que dice la frase. Estoy simplemente en adoración. Mi mente -bajo el impulso de la frase- se lanza amorosamente y con admiración hacia el Tú.

Después de haber hecho callar todo mi ser con la ayuda del Espíritu Santo, en la fe, permanezco en la presencia de Aquel en el cual existo, me muevo y soy.

En voz baja o solo mentalmente comienzo a pronunciar las frases, con intervalos de silencio, y trato de vivir lo que dice la frase a fin de que mi alma quede “impregnada” de su contenido.

Después de haber pronunciado la frase, permanezco en silencio alrededor de treinta segundos o más, mudo, quieto, como quien escucha una resonancia con atención, identificándome fuertemente con el contenido de la frase, que es Dios mismo.

En esta plegaria me dejo envolver por el Tú. Mi yo prácticamente desaparece, mientras el Tú comienza a dominar todo mi ser.

A continuación se refieren algunas frases que pueden servirme para mi oración en la que busco salir de mí mismo y elevo mi espíritu hacia Dios.

Tú eres mi Dios.

Desde siempre y para siempre tú eres Dios.

Tú eres eternidad inmutable.

Tú eres inmensidad infinita.

Tú eres sin principio ni fin.

Tú eres mi todo.

Oh profundidad de la esencia y presencia de mi Dios.

Tú eres mi descanso total.

Solo en ti siento paz.

Tú eres mi fortaleza.

Tú eres mi seguridad.

Tú eres mi paciencia.

Tú eres mi alegría.

Tú eres mi vida eterna, grande y admirable Señor[20].

8. Por Cristo nuestro Señor

Me imagino a Jesús que se retiraba a menudo solo –normalmente de noche o muy de mañana- a la oración solitaria en un lugar retirado. Estaba en adoración… incluso toda la noche.

Con infinita reverencia, en la fe y serenamente, entro en lo íntimo de Jesús en adoración. Trato de hacerme presente y de revivir lo que Jesús habrá vivido en su relación con el Padre y así participar en la experiencia de mi Señor Jesús.

Con el corazón de Jesús, con sus vibraciones interiores, trato de decir, por ejemplo: “¡Padre, glorifica tu nombre!” o “¡Padre, santificado sea tu nombre!”.

Metiéndome en la intimidad de Jesús y asumiendo su disposición con la ayuda del Espíritu Santo trato de revivir aquella actitud de abandono total que Jesús habrá experimentado en el huerto de Getsemaní ante la voluntad del Padre al decir: “Padre, no lo que yo quiero, sino lo que quieres tú… ¡Hágase tu voluntad!”.

Lo que sentiría Jesús al decir: “¡Padre, como tú y yo somos una sola cosa!”, o al pronunciar la palabra aramea “Abba” –“Mi querido papá”- trato de experimentarlo también yo.

Metiéndome en el corazón de Jesús –lo que nuestro maestro de oración san Francisco hacía en las cuevas de Speco de Narni, La Verna, Carceri, Celle di Cortona- tomo y repito poco a poco y con mucha devoción la oración sacerdotal de Jesús pronunciada en el cenáculo al final de la última cena (cfr. Evangelio de Juan, capítulo 17).

Todo esto -y otras cosas- las hago mías en la fe y en la fuerza del Espíritu Santo que “me enseña toda la verdad” y ora en mí.

Después de la oración vuelvo a la vida ordinaria llevando en mí la vida profunda de Jesús.

9. Contemplar a Dios vivo y verdadero

Los grandes maestros de la oración de contemplación señalan los siguientes signos que indican cuándo el alma está en contemplación:

  • Mi alma se alegra de estar sola con la atención amorosa y serena en Dios.
  • Dejo que el alma esté tranquila y quieta, atenta a Dios, en la paz interior, en la calma y el descanso, aunque puede parecer perder el tiempo.
  • Dejo libre mi alma, sin preocuparme de pensar o meditar; solo en una serena y amorosa atención a Dios.

Para poder dirigirme hacia la oración de contemplación son esenciales e indispensables estos dos elementos: silencio y presencia.

  • Silencio significa hacer el vacío interior, suspender la actividad de los sentidos, dejar aparte los recuerdos, abandonar las preocupaciones.

Trato de aislarme del mundo exterior e interior; no pienso en nada o mejor: no pienso propiamente.

Permanezco más allá del sentir y del obrar sin atarme a nada, sin mirar nada ni dentro ni fuera.

Fuera de mi nada; dentro de mí nada. ¿Qué queda? Una atención de mí mismo a mí mismo en silencio y paz.

  • Presencia, en cambio, significa volver toda la atención al Otro, en la fe, como quien mira sin pensar, como quien ama y se siente amado.

Evito “imaginarme” a Dios. Toda “imagen” o “forma” de Dios debe desaparecer. A Dios le corresponde solo el verbo “ser”. Él es la Presencia Pura y Amante y Envolvente y Compenetrante… Omnipotente.

Permanece solo un Tú para el cual tengo una atención abierta, amorosa, serena.

Comienzo a ponerme a la escucha pronunciando una sola frase[21] con espacios de silencio -siempre más amplios- hasta que las palabras ya no sirvan. Entonces permanezco sin pronunciar nada ni con la boca, ni con la mente.

Miro y me siento mirado.

Amo y me siento amado.

Yo soy como un campo, Él es como el sol.

Me dejo iluminar, inundar, AMAR.

DEJARSE AMAR.

10. ¿Cómo vivir un Desierto?

El único modo de vivificar la vida con Dios es vivificar el corazón. Cuando el corazón está lleno de Dios, las cosas de la vida se llenan de la fascinación de Dios. El corazón se vivifica en los tiempos fuertes. Es lo que testimonian los profetas, los santos y sobre todo Jesús.

Tiempo fuerte es tiempo reservado exclusivamente para estar solo con el Señor (una hora al día[22], una jornada -al menos cinco horas- al mes[23], algunos días al año[24]). Tiempo fuerte no sirve solo para orar, sino también para recuperar el equilibrio emocional, la unidad interior, la serenidad y la paz.

Si quiero tomar en serio la vida con Dios, tengo necesidad de insertar tiempos fuertes entre mis numerosas actividades. Si salvo los tiempos fuertes, los tiempos fuertes me salvarán del vacío de la vida y del desencanto esencial. Puedo decir: “¿Cómo consigo encontrar tiempo?”. Sin embargo el tiempo es una cuestión de preferencia: se tiene tiempo para lo que se quiere.

Es recomendable vivir el tiempo fuerte mensual o desierto, que dura al menos cinco horas, fuera del lugar en el que se vive o trabaja, en un lugar solitario, en la naturaleza.

Es conveniente ir al desierto con otros (posiblemente toda la fraternidad local o fraternidades cercanas juntas). Pero, una vez llegados al lugar elegido, es indispensable que después de una común introducción cada uno permanezca en completa soledad y silencio cinco horas. Al final del desierto es recomendable reunirse de nuevo para compartir fraternamente y una oración comunitaria.

Indispensable alimento para la jornada del desierto es la Palabra de Dios y no olvidar llevar un cuaderno para anotar las reflexiones o las plegarias personales. Conviene llevar algo para comer y beber sin olvidar que el desierto tiene también un carácter penitencial.

He aquí algunas reglas para vivir el desierto, pero para usarlas con la flexibilidad y la espontaneidad debidas a la gracia del Espíritu Santo.

Normalmente el desierto comienza con la oración de algunos Salmos[25] para preparar y ambientar mis niveles espirituales (entre media hora y una hora).

Después de esta fase de “calentamiento” entro en un diálogo personal con el Señor, no necesariamente hecho de palabras sino de interioridad: se trata de hablar con Dios, de estar con él, de amar y sentirse amado… Esta es la fase más importante del desierto (alrededor de una hora y media).

Ahora paso a la escucha profunda de Dios que me habla a través de su Palabra y trato de confrontar mi vida con su voluntad (alrededor de una hora).

En el desierto no debe faltar un intenso diálogo con Jesús: hablo con él como un amigo habla con otro, haciendo mentalmente un “paseo” con él por los senderos de mi vida (alrededor de cuarenta y cinco minutos).

Acabo el desierto con un intenso abandono para curar de nuevo las heridas y aceptar tantas cosas rechazadas, para perdonarse y perdonar, consolidar y robustecer la paz interior (alrededor de cuarenta y cinco minutos).

Decía más arriba que se trata de un esquema experimentado, pero que no debe sofocar la acción del Espíritu Santo. La vida nos enseña a no estar eufóricos en las consolaciones, ni deprimidos en la aridez. El criterio más seguro de la presencia divina es la paz. Si estoy en paz incluso cuando experimento la aridez, Dios está conmigo y yo estoy con él.

***********

Dediquémonos, por lo tanto, a la alabanza de Dios y a la meditación de su Palabra, para inflamarnos cada día más en el deseo de que los hombres lleguen gozosos, también mediante nuestra actividad, al amor de Dios. De esta manera, toda nuestra vida de oración se verá impregnada del espíritu apostólico, y toda nuestra vida apostólica del espíritu de oración[26].

[Traducción del original italiano: hno. Jesús González OFMCap]



[1] Constituciones de los Hermanos Menores Capuchinos (Const.) Roma 2013, 5,2

[2]Adorar es encontrarse con Jesús sin la lista de peticiones, pero con la única solicitud de estar con Él. Es descubrir que la alegría y la paz crecen con la alabanza y la acción de gracias. Cuando adoramos, permitimos que Jesús nos sane y nos cambie. Al adorar, le damos al Señor la oportunidad de transformarnos con su amor, de iluminar nuestra oscuridad, de darnos fuerza en la debilidad y valentía en las pruebas. Adorar es ir a lo esencial: es la forma de desintoxicarse de muchas cosas inútiles, de adicciones que adormecen el corazón y aturden la mente” (Papa Francisco, Homilía en la solemnidad de la Epifanía del Señor, 6 de enero de 2020).

[3] Const. 5,3.

[4] Const. 55,1.

[5] Const. 55,2.

[6] Const 49,3.

[7] Const. 47,2.

[8] Const. 57,1.

[9] Const. 4,5.

[10] Const. 49,2.

[11] Cfr. Ignacio Larrañaga, Encuentro. Manual de oración, Ed. Talleres de oración y vida, Ed. San Pablo

[12].CPO VIII, 17.

[13] Cfr. Const. 55,7.

[14] Const. 55,6-7.

[15] Cfr. Const. 53,3-4.

[16] Padre, en tus manos me pongo. Haz de mí lo que quieras. Por todo lo que hagas de mí, te doy gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal de que tu voluntad se haga en mí y en todas las criaturas. No deseo nada más, Dios mío. Pongo mi alma entre tus manos, te la doy, Dios mío, con todo el ardor de mi corazón, porque te amo, y es para mí una necesitad de amor el darme, el entregarme entre tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tú eres mi Padre. Amén.

[17] Cr. Jn 20, 19-22.

[18] Jesús, entra dentro de mí. Toma posesión de todo mi ser. Tómame con todo lo que soy, lo que pienso, lo que hago. Toma lo más íntimo de mi corazón. Cúrame esta herida que tanto me duele. Sácame la espina de esta angustia. Retira de mí estos temores, rencores, tentaciones. Jesús, ¿qué quieres de mí? ¿Cómo mirarías a aquella persona? ¿Cuál sería tu actitud en aquella dificultad? ¿Cómo te comportarías en aquella situación? Los que me ven, te vean, Jesús. Transfórmame todo en ti. Sea yo una viva transparencia de tu persona.

[19] Cr. Gál 2,20.

[20] En vez de estas frases se puede tomar-usar la oración de san Francisco: Alabanzas al Dios Altísimo.

[21]Mi Dios y mi todo” o “Tú me sondeasTú me conocesTú me amas”.

[22] Tiempo previsto para la oración mental diaria (cfr. Const. 55,2).

[23] Todos los hermanos tengan períodos de retiro (cfr. Const. 56,1).

[24] Ejercicios espirituales anuales (cfr. Const. 56,1).

[25] Es recomendable tomar alguno de los Salmos siguientes: 16, 84, 90, 91, 119, 143.

[26] Const. 15, 5-6.

Modificado por última vez el Martes, 26 Mayo 2020 21:33